miércoles, 8 de febrero de 2017

PEDRO SALADO, MISIONERO Y EJEMPLO | Laurel y rosas (78)

Momento de la inauguración del monumento en la Plaza de Jesús Nazareno. Foto: Sonia Ramos/Diario de Cádiz

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

La mayor desgracia para un misionero es que se hable de él. Porque solo nos acordamos de ellos -de todos los que entregan su vida al próximo allá donde se les necesite- cuando mueren. Porque cuando muere un misionero lo hace envuelto en tragedia. Tragedia que suele ser heroica, porque su vida, su entrega a los demás, su testimonio, también lo es. Es lo que nos sucede con Pedro Manuel Salado de Alba, el hermano Pedro. Pedro, sencillamente, para Pilar, esa madre que tanto lo echa en falta, para la calle Francisco Ignacio en la que nació, en el Barrio Nuevo donde creció siempre con su guitarra y su timidez. Pedro, únicamente, en el colegio del Castillo y en aquel movimiento catecumenal que se llamó Jena -siglas que mostraban abiertamente a Jesús de Nazaret- y que el hermano Diego Apresa creó en el colegio La Salle con las puertas abiertas para quien quisiera entrar.

Pedro, también, en el coro de la Iglesia Mayor, en el que se mostraba transparente y humilde. Pedro, por supuesto, en el instituto Poeta García Gutiérrez, en el que siempre estaba dispuesto a ayudar y a convencer con sus pocas palabras y sus muchos ejemplos. Pedro, sobre todo, en el Hogar de Nazaret, a donde acudía a cantar, a jugar, a hacer feliz a los niños más necesitados. "Era un niño muy humilde, con poco se conformaba y cuando veía que algún otro niño necesitaba algo que él tenía se lo daba". Es como lo recuerda su madre, Pilar, que desde hace cinco años, desde que Pedro murió en la playa de Atacames, en Ecuador, lleva la cruz de madera con la que se dejó la vida salvado a siete niños de las aguas furiosas del Pacífico.

"Me gustaría que se le recordara como una persona, una persona que lo que ha hecho por los demás muy poca gente está dispuesta a hacerlo en su vida", dice Pilar. "Era humilde, sencillo, caritativo, de espiritualidad profunda, alegre, siempre atendiendo a los niños", lo recuerda el padre Cristóbal, que estuvo a su lado el Hogar de Nazaret de Quinindé, la ciudad donde Pedro llevaba destinado desde 1999. Desde hace cinco años, desde aquel 5 de febrero de 2012 en el que murió ahogado y exhausto sobre la playa después de rescatar a Ashly, a Zairo, a Alejandro, a Selena, a Alberto, a Jairo, a Elkin, a los niños que le llamaban "Papi Pedro", el recuerdo de Pedro Salado lo ocupa su muerte. "Murió como vivió, dando su vida por los demás", añade Pilar a la puerta de San Telmo, donde acude cada día al recuerdo de Pedro y en cuyo tablón se ve una estampa de Pedro y sus niños, de ese Pedro mártir que desde el Hogar de Nazaret se va a promover para su beatificación.

Pedro Salado en Ecuador. Foto: Obispado de Córdoba

Pero el ejemplo de Pedro, del Pedro hijo -el tercero de seis hermanos-, del Pedro chiclanero, del Pedro católico, incluso del Pedro que profesaba en la Familia Eclesial del Hogar de Nazaret, del Pedro que recuerdan todos quienes le conocieron, estaba en su vida. En su sencillez, en su bondad, en su desapego a todo lo material y su entrega absoluta al próximo. Era así desde niño y así fue su entrega a la fe desde que con 19 años dejó Chiclana para ingresar en el noviciado del Hogar de Nazaret en Córdoba. En esa humildad que profesaba con una sencilla confesión: "Yo solo sé tocar la guitarra". Todo el que le conoció le recuerda exactamente como lo hace su madre: "Y qué bien tocaba la guitarra -señala Pilar-. Pero lo tenía claro desde muy pronto, su vida era la entrega a los niños, a los demás, a Dios. No fui nunca a Ecuador, pero allí lo quería mucho". A Pedro todos los querían mucho. En todas partes. 

"Apocado, sin muchas palabras, honesto, sencillo, apenas se dejaba notar. Pero lo dejaba todo para ayudar a quien lo necesitara". Ese es el testimonio que da todo aquel a quien se le pregunta. Unánime y sencillo. En Chiclana, en Córdoba y en Quinindé. Desde hoy -desde esta tarde a las seis- a Pedro, con dos niños a su lado, sencillo y en vaqueros, con su cruz al pecho, nos lo encontraremos en bronce en la Plaza de Jesús Nazareno, en una talla del escultor José Antonio Barberá: "No lo conocí, pero para mí es un héroe. Es indudablemente un orgullo tener la oportunidad de modelar y expresar mediante la escultura a un héroe". Cuando pasemos por su lado, podremos fijarnos en esa cara alegre que siempre tenía Pedro, feliz de estar con sus niños y darle una mejor vida, pero a la vez, si nos fijamos, veremos ese recelo que todo padre siente a estar con sus hijos, el recelo que mana de querer protegerlos, de la angustia de qué será de ellos. El recelo que aprendió de Pilar, su madre. Amor, sencillamente.

Es el mejor testimonio del hombre que le dio su vida a los niños. Quizás es más necesario que nos quedemos con esa vida: con su humildad, con su entrega, con su oración, con su silencio. Con el ejemplo del hombre nos basta. A los santos los vemos como inalcanzables, pero el verdadero ejemplo lo dan quienes nunca sintieron que hacían nada extraordinario. Pedro era así: vivió como sentía que debía hacerlo, para él era lo natural, lo normal, lo necesario. No le habrían gustado ni monumentos, ni medallas, ni beatificaciones, ni artículos. Pero está de nuevo entre las calles de Chiclana, cerca del Nazareno, para que no miremos hacia otro lado.

Leer en Diario de Cádiz:

jueves, 2 de febrero de 2017

En la muerte de Zygmunt Bauman: “Dios nos libre de perder la esperanza”


El sociólogo de la modernidad líquida murió siendo un referente moral e intelectual frente al individualismo y a favor de la paz


JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | VIDA NUEVA

Vivimos en un Interregnum, la expresión de Gramsci y de Tito Livio, que a Zygmunt Bauman (Poznan, Polonia, 1925) le gustaba usar: “Un estado de confusión total”, según la definía. Y no hay –“no se vislumbra por el momento”– otro mundo posible. Pero el sociólogo de la “modernidad líquida” –que murió el 9 de enero en Leeds (Inglaterra), a los 91 años– no perdió la esperanza: “Tengo esperanza en la razón y la conciencia humana, en la decencia –decía–. La única verdadera preocupación es cuántas víctimas caerán antes de lograrlo. No hay razones sólidas para ser optimista. Esta es nuestra plegaria. No soy un profeta. Si perdemos la esperanza será el fin, pero Dios nos libre de perder la esperanza”.

Bauman se fue convertido en un referente moral e intelectual, que supo decirnos con claridad por qué esta posmodernidad que vivimos nos conduce al caos –desarraigo, precariedad, pobreza, desigualdad, refugiados– y la urgencia con la que necesitamos huir del individualismo feroz y del consumismo al que nos hemos condenado creyendo que compramos felicidad. La única solución, sostenía Bauman, es vivir –y creer– con el otro y para el otro: “Con responsabilidad, con libertad, asumiendo las diferencias y la pluralidad, creando vínculos a través del diálogo y la universalización de los derechos fundamentales políticos, sociales y culturales”. Humanismo, comunidad y solidaridad.

Su ingente obra –fue autor de 57 libros y más de 100 ensayos– quedó, aun así, desplazada por la metáfora con la que alumbró su fama: el adjetivo “líquido” como expresión de que en el mundo posmoderno rige la “falta de consistencia”, lo efímero, la inseguridad, el egoísmo, la indiferencia. “La sociedad de consumidores es quizás la única en la historia humana que promete felicidad en la vida terrenal, felicidad aquí y ahora y en todos los ‘ahoras’ siguientes, es decir, felicidad instantánea y perpetua”. Felicidad inútil porque conlleva una constante insatisfacción que, además, nos obliga a ver al próximo, al diferente, al otro, como un enemigo. “El progreso ha dejado de ser un discurso que habla de mejorar la vida de todos para convertirse en un discurso de supervivencia personal”, sostenía.


Bauman consideraba que hasta el amor es líquido. Como el arte, la educación, los valores. Y que, por ejemplo, la inmediatez de las redes sociales inciden en este estado “omnívoro” y “escapista”. “La reflexión supone un arma indispensable –decía– para recuperar nuestra capacidad de ser personas, en el enorme ruido mediático, informativo, virtual, al que estamos sometidos”. Ese era el camino que marcaba: “La condición preliminar de paz, solidaridad y cooperación benevolente entre los seres humanos –manifiesta en Of God and man– es el consentimiento a la multiplicidad de formas de ser humano”. Esa es, realmente, la clave, el germen de la sociología –una filosofía, al fin y al cabo, sin un corpus sistemático– de Bauman: “Un verdadero compromiso con el otro no puede tener lugar sin el cuestionamiento del yo”. O, como también, afirmaba: “Múltiples culturas, una sola humanidad”.
Una visión posmoderna de la fe

La religión también necesita rehacerse, según Bauman. “La ‘religión’ pertenece a una familia de curiosos y a menudo problemáticos conceptos que uno comprende perfectamente hasta que intenta definirlos”, escribió en La posmodernidad y sus descontentos (2001). Ese es quizás el libro donde más a fondo expone su visión posmoderna de la fe. Y lo hace para responder a la pregunta de si existe realmente “una forma de religión específicamente posmoderna”. Y responde que sí: el fundamentalismo. Al fin y al cabo, el integrismo persigue el mismo fin que el hombre posmoderno: su propia y ávida satisfacción frente a los demás, el yo ante todo.

Ese discurso no era, sin embargo, antirreligioso. La concepción que de la religión hace Bauman está vinculada a un papel de víctima de la posmodernidad. “La modernidad líquida no demanda –señaló– predicadores que les hablen de la debilidad del hombre y de la insuficiencia de los recursos humanos”, sino que, añadía, exige recursos que le reafirmen en su “propia autosuficiencia”.



Si el hombre posmoderno se cree autosuficiente y se niega a ser consciente de su misma debilidad, no ve necesaria la religión. Es el ateísmo, que Bauman rechaza como dogma. En El malestar en la posmodernidad señala: “La idea de la autosuficiencia humana minó el dominio de la religión institucionalizada, no prometiendo un camino alternativo para la vida eterna, sino llamando a la atención humana lejos de ese punto; concentrándose, en vez de eso, en tareas que el ser humano puede ejecutar y cuyas consecuencias pueden experimentar mientras todavía son ‘seres que experimentan’; es decir, aquí en esta vida”.

Pero el hombre posmoderno está equivocado. Y a hacérnoslo ver dedicó Bauman toda su obra. Y es aquí donde entra su definición de religión: “Después de todo, la religión no es más que la intuición de los límites que los humanos, siendo humanos, pueden establecer y abarcar”, apuntó en La posmodernidad y sus descontentos.


El futuro de la religión

Aún queda por leerse –y publicarse– en España Of God and man (De Dios y los hombres), quizás el libro más abiertamente religioso de Bauman, al menos, en el que más claramente aborda la cuestión, entre otras muchas. Un diálogo con el exsacerdote jesuita, también polaco, Stanislaw Obirek. El agnosticismo es su punto de partida. “No es la antítesis de la religión o incluso de la Iglesia. Es la antítesis del monoteísmo y una iglesia cerrada”, llega a definirlo Bauman. Pero también es, como explica, la antítesis de un ateísmo cerrado. Él mismo, judío que fue expulsado de Polonia debido a las purgas antisemitas de 1968 y que abandonó Israel por sus críticas al sionismo, admite que ha llegado a ese agnosticismo “desde la arrogancia ciega del poseedor de una sola verdad hasta la contención de un testigo de múltiples verdades humanas”.

Por ello, entre sus escasas referencias a la religión en apariciones públicas y escritos, por ejemplo, destaca la denuncia del “Dios a la carta” o, lo que es lo mismo, contra un Dios privado y privativo al que también ha conducido la modernidad líquida: “Siguiendo la lógica de los desarrollos sociales actuales –añade–, se cree en Dios pero no para pretender que vaya a observar las leyes de la naturaleza, porque exista regularidad o un orden en el mundo. Todo lo contrario. Yo lo necesito para que haga milagros. Para que rompa las leyes, para que rompa la regularidad de la naturaleza. Para salvarme a mí mismo”.

Vivir, creer, es algo muy distinto: un diálogo con Dios y con la comunidad. “Dios existirá mientras siga existiendo la incertidumbre existencial humana y eso significa que existirá siempre”.

El futuro de la religión –la relación entre Dios y el hombre, según la definía– lo veía cada vez más cercano a un resurgimiento desde la responsabilidad, la libertad, la moral, la solidaridad, la comunidad, el próximo y lo que llamaba “el largo plazo”, es decir, la necesidad urgente de pensar no en el “ahora”, sino en qué mundo queremos. “Yo soy un sociólogo, no un teólogo, no estoy preocupado por la prueba de la existencia o la inexistencia de Dios. Por lo que sí estoy preocupado es por la importancia de la religión y del creer en Dios en la totalidad de la humanidad. Y es en verdad una parte muy importante”.

Leer en Vida Nueva, publicado en el número 3.021: