domingo, 12 de febrero de 2012

Ante la "muerte sin exagerar" de Wislawa Szymborska


Tarde. Sí, pero había que hacerlo: homenajear a la poetisa polaca Wisława Szymborska (Poznan, 1923), premio Nobel en 1996, que se fue a la “muerte sin exagerar”[1] el 1 de febrero. Los periódicos han dado fe de ello, ninguna “primera plana”. No importa, porque no le gustaban; prefería examinar, ver, sentir, escribir la vida de primera mano en infinidad de poemas. La visión de una mujer sobresaliente que ascendió al altar de la gran poesía polaca contemporánea (piensése en Milosz, Zagajewski, Jan Twardowski, entre otros muchos) y a la que dio fama universal un Nobel que calificó de “catástrofe”.
Amante de su soledad, su sencillez y las calles de la ciudad que la vio crecer –Cracovia–, logró, como decía Care Santos, “mantener su estilo de vida a pesar de todo”. Lo sabemos por sus poemas irónicos, en donde siempre está ausente la solemnidad, cercanos, cotidianos. De ellos dijo acertadamente Elena Poniatowska: "Sus poemas nítidos, aforísticos, nada describen, ninguno se alarga demasiado. Su ironía es precisa, tajante a veces. Mas que contar grandes elegías, exalta juguetona, traviesa, las pequeñas y curiosas diferencias que nos determinan”.

Eso es: añadiría que sus versos son, y me disculpen por asumir ese lenguaje lírico que tanto le gusta a los poetas, “gracia y descubrimiento”. Es decir, la suya no era, ni mucho menos, una poesía religiosa, ni tan siquiera –aunque hay poemas que se le acercan mucho– mística, sin embargo en ella hay, no sé como escribirlo con exactitud, “revelación”, una aproximación al misterio desde la ironía.
Szymborska fue quien pronunció aquello de que “a los existencialistas no les gusta bromear”. En ella, eso sí con humor, la filosofía y la poesía son también vasos comunicantes, aunque ella se acercó a ello como cualquiera que experimenta ante la existencia y se hace preguntas. Que se declarara atea en un país católico no le impide adentrarse en los misterios del ser humano y escribir acerca de Dios y el hombre, como en su magnífico –y citado poema– sobre la mujer de Lot.
Pero nada infiere al destino con la intensidad, ahora que recordamos sus versos y su muerte, de ese epitafio que ella misma escribió para cuando la muerte le llegara. Lo hizo con 88 años, mientras dormía. Una noche en Cracovia en la que volvimos a leer lo que escribió para que se le recordara en su tumba:
Aquí yace, como la coma anticuada,
la autora de algunos versos. Descanso eterno
tuvo a bien darle la tierra, a pesar de que la muerta
con los grupos literarios no se hablaba.
Aunque tampoco en su tumba encontró nada
mejor que una lechuza, jacintos y este treno.
Transeúnte, quita a tu electrónico cerebro la cubierta
y piensa un poco en el destino de Wislaya.


Aquí y ahora, sin embargo, prefiero ese asombro manifiesto en poemas que nos acercaban la humanidad, la felicidad de vivir, el misterio de cada día. Poemas como, por ejemplo, “Posibilidades”, del poemario "Gente en el puente" (1986), traducción de Gerardo Beltrán, en Poesía no completa (FCE, 2002):
Prefiero el cine.
Prefiero los gatos.
Prefiero los robles a orillas del Warta.

Prefiero Dickens a Dostoievski.

Prefiero que me guste la gente a amar a la humanidad.
Prefiero tener a la mano hilo y aguja.
Prefiero no afirmar que la razón es la culpable de todo.
Prefiero las excepciones.
Prefiero salir antes.
Prefiero hablar de otra cosa con los médicos.

Prefiero las viejas ilustraciones a rayas.
Prefiero lo ridículo de escribir poemas a lo ridículo de no escribirlos.

Prefiero en el amor los aniversarios no exactos que se celebran todos los días.
Prefiero a los moralistas que no me prometen nada.
Prefiero la bondad astuta que la demasiado crédula.
Prefiero la tierra vestida de civil.
Prefiero los países conquistados a los conquistadores.
Prefiero tener reservas.
Prefiero el infierno del caos al infierno del orden.
Prefiero los cuentos de Grimm a las primeras planas del periódico.
Prefiero las hojas sin flores a la flor sin hojas.
Prefiero los perros con la cola sin cortar.
Prefiero los ojos claros porque los tengo oscuros.
Prefiero los cajones.
Prefiero muchas cosas que aquí no he mencionado a muchas otras tampoco mencionadas.

Prefiero el cero solo al que hace cola en una cifra.
Prefiero el tiempo insectil al estelar.

Prefiero tocar madera.

Prefiero no preguntar cuánto me queda y cuándo.

Prefiero tomar en cuenta incluso la posibilidad de que el ser tiene su razón.



[1] “De la muerte sin exagerar” es el título de la antología que publicó, justamente, en 1996, poco antes de recibir el Nobel.