lunes, 22 de enero de 2018

UN "TUTO" DE 50 AÑOS... | Laurel y rosas (103)

Una de las aulas del Bachillerato de Artes, incorporado en los último años. Foto: Puente Chico


JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

Hace cincuenta años, en el mayo del 68, cuando en París los estudiantes descubrían que debajo de los adoquines era donde estaba el futuro, Chiclana veía nacer su primer instituto de secundaria. De alguna manera, encontramos nuestro propio “mayo francés”, la revolución de la educación, con aquel advenimiento del primer centro de secundaria. Claro que entonces no era aún un Instituto de Bachillerato, porque hasta 1974 no obtendría ese rango y el nombre afortunado de “Poeta García Gutiérrez”. Nació como sección agregada del gaditano Instituto Columela y, según Quino García –tantos años director y memoria viva del “Tuto”, como pronto se le llamaría–, con únicamente 50.000 pesetas de presupuesto, oficialmente, para “gastos de calefacción” en un edificio recién construido en una finca municipal a la sombra mismo de la ermita de Santa Ana, donde todavía está. Y echó a andar milagrosamente, sin bancos, sin pizarras y sin profesores. Eso, sí, 160 alumnos fundadores –previo viaje a Cádiz para matricularse– de ese privilegio, o llamémosle orgullo, que ha sido, es, ser alumno del “Poeta”, requiebro nominativo más moderno y de grata popularidad.

Al frente –y a contracorriente– ya estaba el pertinaz José Antonio Rubio: “En los primeros años yo hacía las veces de director, jefe de estudios, secretario… y de milagro no hice de limpiadora”. Rubio recurrió a los pocos universitarios de aquella Chiclana, los médicos, para esbozar un mínimo profesorado. En aquel curso inaugural que se inició el 14 de octubre de hace ya medio siglo estuvieron Blas Meléndez o Eugenio García, por ejemplo. O sacerdotes, como Emilio López. El “espíritu nacional” obligaba a dividir esas primeras clases los cursos por sexos –incluso a diferentes asignaturas– mientras se aprobaba el primer presupuesto para mobiliario, llegaban interinos y comenzaba a sembrarse, rápidamente, la “voluntad de saber”. Tan rápidamente que al curso siguiente, el 69-70 nace también el turno de noche con 58 alumnos, ese prestigioso “nocturno” que ha sido una de las grandes aportaciones –ciertamente valerosas– a una ciudad en la que, mayoritariamente, un adolescente era ya un trabajador, hoy diríamos “emprendedor”. Pasa entonces a depender del Instituto de Bachillerato Isla de León, para, cuatro años después, alcanzar la “independencia”, consolidado ya con cuatrocientos alumnos. Uniformados, por cierto, de camisa blanca, jersey azul y gris el pantalón –ellos– y la falda, obligatoria, para ellas.

Fachada del "Poeta" en la actualidad: Foto: Diario de Cádiz 

Hasta hace cincuenta años, hasta que el “Tuto” vino a abrir caminos y conciencias, Chiclana, era una ciudad en la que estudiar fuera –aunque fuera el bachillerato, no digamos ya una carrera universitaria– era inasumible por la mayoría de las familias y, dentro, ni se planteaba. Habría, acaso, cinco o seis “bachilleres”. Pero la instauración de aquel primer curso de Bachillerato en 1968 tuvo un rápido eco: supuso una ventana a la cultura, a la modernidad, que rápidamente arraigó porque, además, el país también se transformaba. Así que en 1974, puesto a buscar un nombre, no había hijo predilecto más ilustre que Antonio García Gutiérrez. Ese mismo año el consistorio chiclanero con Carlos Bertón como alcalde –y la voluntad inquebrantable de Félix Arbolí– había conseguido el traslado de los restos mortales del autor de “El Trovador” desde el anonimato de la sacramental de San Lorenzo, donde fue enterrado a su muerte en Madrid en 1884, al “Panteón de Hombres Ilustres” del cementerio de San Justo. Y, por supuesto, el director no podía ser otro que José Antonio Rubio. Le siguieron Guillermo Alonso del Real, Dolores Granja, José María Ruiz y José Antonio Aguilar, que con Quino García como jefe de Estudios, pilotaban ya en 1984 –cuando yo llegué como pipiolo, todavía inocente– aquel gran buque que seguía siendo entonces el único instituto de bachillerato. El Pablo Ruiz Picasso, inaugurado esos años, solo impartía Formación Profesional. El “Tuto” sumaba más de mil cien alumnos y contenía once primeros de Bachillerato. Los hijos del “baby boom” llegamos al asalto…

A veces recuerdo aquellos años como si fuera otro yo el que cruzaba aquel cerro calizo y entraba en un mundo nuevo, efervescente, festivo y apasionado. Era la adolescencia, sí, pero también aquellos tumultuosos pasillos, la campana de Andrés, el bocadillo de tortilla del bar de Antonio, Ángela Nicolás impartiendo Lengua y orden, la vocación de Esperanza Añino, el “día de la Barrosa”, las clases de arte de José Antonio Aguilar –alias “Mijita”–, Juanita en la pecera de Administración, el teatro y las “gymkanas”, aquella pista de baloncesto para intrépidos. Ahí llegamos como estudiantes y nos fuimos con amigos –hermanos, incluso– inquebrantables, a los que la distancia y la universidad separó en su mayoría. Pero no nos olvidamos unos de otros, ni de aquellos años entrañables. Ya habrá tiempo –de nombrarlos y rehabilitarlos–, solo pretendía apuntar que queda todo un año para que los hijos del “Poeta” alcemos la voz, recordemos y agradezcamos, que todo comenzó hace medio siglo. Incluso habrá que reencontrarse para hacerlo juntos y hasta celebrarlo.

Leer en Diario de Cádiz:

viernes, 12 de enero de 2018

Hace sesenta años... Martín Gaite irrumpe "Entre visillos"



JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | VIDA NUEVA

En 1958 fue, sin duda, el año de la definitiva irrupción de Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925-Madrid, 2000) en la agreste literatura española. Con la inolvidable Entre visillos –su primera novela–, Carmiña obtenía el Premio Nadal y reafirmaba su decisión “de seguir escribiendo siempre”. Aunque ya había ganado el premio Café Gijón en 1954 con el libro de relatos El balneario (Editorial Clavileño, 1955), el eco de Entre visillos da a Martín Gaite un pródigo reconocimiento. Ya habitaba en ella esa voz que, a la postre, se convertiría en una de las grandes narradoras del siglo XX, con novelas fundamentales como El cuarto de atrás (Premio Nacional de Narrativa, 1978), Caperucita en Manhattan (1990), Nubosidad variable (1992), La reina de las nieves (1994) o Irse de casa (1998). Ya contenía Entre visillos –publicada a principios de 1958 por la editorial Destino– esa magia verbal con la que, más que contar, dialoga con el lector. Ese lenguaje siempre grácil, vivísimo, natural, que despliega toda su narrativa. Y en esa novela habita, por supuesto, algunos de los fabulosos personajes –la adolescente Natalia, el profesor Pablo Klein– en los que Martín Gaite descarga lo que podríamos denominar “una intimidad de ecos colectivos”; que, en cierto modo, define toda su carrera literaria, del cuento al ensayo, de la poesía al teatro, de sus cartas a las novelas. Una intimidad de mujer que rompe prejuicios y abate convenciones en una España todavía obcecada. 

Cuando culmina Entre visillos, Martín Gaite tenía treinta y dos años. Aún estaba casada con Rafael Sánchez Ferlosio. Era entonces un tiempo, en lo personal, de angustias. Había fallecido su primer hijo, Manuel, con solo seis meses. Nació Marta. Comenzó a escribir la novela a principios de 1955, a partir de un amplio relato, La charca, que es realmente su primer borrador. Y la acabó en septiembre de 1957, apenas días antes de presentarla al Nadal, por entonces aún un galardón para descubrir talentos y lanzar carreras literarias. Le había sucedido a Carmen Laforet (1944), a Miguel Delibes (1947) o al propio Sánchez Ferlosio (1955), su marido, que lo ganó con El jarama. Ni a él –se separaron en 1970, cuando él se marchó de la casa de Doctor Ezquerdo– le dijo siquiera que iba a concurrir al prestigioso premio. Siempre proyectaron en soledad sus deslumbrantes trayectorias. Ambos se consignan bajo ese calificativo confuso de “los niños de la guerra”, ambos pertenecen a la denominada Generación del 50 –junto a Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos, Ana María Matute y Josefina Aldecoa, entre otros–, ambos conquistaron el territorio de la novela realista, pero son –y sus obras lo demuestran– antagónicos.

En este 1958 en el que Entre visillos abre las puertas del éxito a Martín Gaite la epopeya personal de la autora –y el matrimonio–, se entremezcla con la ansiedad por la España que habita y con el malestar por el papel constreñido al que se reduce a la mujer. Carmiña vive en Madrid, y ahí en la capital escribe, sufre, sueña. El escenario “provinciano” en el que se desarrolla Entre visillos –no la nombra, pero es la ciudad de Salamanca– es una fotografía de las angosturas que cohíben a las mujeres, a los jóvenes, para configurar sin ataduras su propia vida, su inminente futuro. Pero a la vez es también una metáfora de una España que explora los límites de la libertad. Es, sí, una novela realista, como se ha persistido en describir; pero esa definición, así dicha, la deforma. A través de los visillos, la mirada es siempre irreal, porque se otea desde dentro, desde la intimidad, desde los sueños. Esperando el porvenir.

Ver en VIDA NUEVA. Nº 3.065. 6-12/01/2018. Cultura.

lunes, 8 de enero de 2018

EL CHICLANERO, HÉROE TRÁGICO | Laurel y rosas (102)



JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

Hubo un tiempo, a mediados del siglo XIX, en el que Chiclana no era más que torería y romanticismo. La grandeza de Paquiro y el arrojo del Chiclanero resonaban tarde tras tarde en el coso y en Palacio, en la prensa y en las tabernas. En las de Madrid, y también de Bilbao a Sevilla. José Redondo, discípulo de Francisco Montes y rival de Cúchares, lució ese apodo de Chiclanero porque la fama de la Villa ya era grande y daba cartel. Luego ya se fue encargando con bravura, con desatado garbo, con ese volapié que las crónicas juzgan de inigualable, de asombrar a los aficionados. “Oiga usted, señor Paquiro/ dígale usted al Chiclanero/ que para matar un toro/ no sea tan pinturero”, compuso –y escribió– el maestro Sebastián Iradier en la “Jota del Chiclanero”, que fue célebre como el torero, a juzgar por lo que afirmó muchos años después Pío Baroja. En los salones y los teatros la cantaban Concha Méndez, Rosita Serrano, Madame Bossio y Didier Ronconi, que popularizaron las canciones de Iradier, como también hicieron con “La Paloma” y esa habanera, “El arreglito”, que Bizet hizo suya en la ópera “Carmen” al son del “toreador”. Y mira si era torero El Chiclanero: “Curro Cuchares divertía, Chiclanero causaba admiración”, escribió Nestor Luján.

El Chiclanero toreaba –y vivía– con trazas de héroe trágico. A porfía por tarde ganó renombre, desde que comenzó a acompañar a Paquiro, a partir de una tarde en la que este le vio gañán y atrevido en una novillada, aquí mismo, seguramente en la plaza Mayor en 1838. Paquiro ya estaba en la cúspide del escalafón, y con él se llevó en la cuadrilla a aquel jovenzuelo “galán, afable y satisfecho de un público que no le escasea jamás sus justas cuanto entusiastas aclamaciones”, que es como le describían los periódicos. Ambos se llevaban trece años, pero Redondo era todo orgullo, valentía exacerbada, y apenas pudo soportar dos años a la sombra de Francisco Montes, aunque esta fuera de prestigio y renombre. Ahí sigue, no obstante: el Chiclanero está aún hoy, a punto de cumplirse el bicentenario de su nacimiento el 13 de marzo de 1818 –tres días antes de su bautismo en la parroquia de San Juan Bautista–, tapado por la fama infinita de Montes. Es ahora el momento de dejar que salga del burladero, se planté en medio del ruedo, y descubramos a ese chiclanero cabal, brioso, romántico, al que Solana, el pintor, y Azorín, el escritor, veneraban sin haberlo podido ver nunca torear. 

José Redondo, según Fernando Miranda. Fuente: BNE.es

Perseguían la memoria, el nombre del Chiclanero, clavado en la espada y en la leyenda. Redondo murió joven y tísico, apenas dos años después de Paquiro, su maestro y protector. Y lo hizo siendo la gran figura de esa temporada de 1853, año en el que falleció en una cama de su casa de Madrid, en la calle del León, número 24, junto a la que fue de Cervantes –y en donde encontró la muerte también el escritor–, frente al convento de las Trinitarias. Esa misma tarde debía estar toreando en la Puerta del Alcalá, que es donde estaba el coso madrileño. Y dice la crónica que bajo su ventana vio pasar a la cuadrilla de Julián Casas, el torero que le hubo de sustituir ante el delirio y la fiebre con la que había llegado a Madrid. No soportó ese dolor. Solo tenía 33 años.

“Ayer a las cinco menos cinco minutos, falleció el célebre y tantas veces aplaudido lidiador José Redondo, el Chiclanero, cuyo acontecimiento, aunque esperado por lo grave del mal que tantos días ha estado sufriendo, ha llenado de sentimiento a cuantos le conocían y a los aficionados al toreo, que han visto desaparecer en la flor de su edad al mejor y más simpático de los lidiadores de estos tiempos. ¡Háyale Dios otorgado a su alma todo el bien que nosotros deseamos!”, publicó el 29 de marzo “El Enano”, único periódico taurino que entonces se publicaba en Madrid. Fue enterrado en el cementerio de San Luis el día siguiente, el 30, “ante una extraordinario concurrencia perteneciente a todas las clases sociales”, según describe el cronista Luis Carmena y Millán. Hubo aplausos y versos que recitó Antonio Guzmán Palughi: “Venid conmigo sus amigos fieles,/ seguidme todos los del pueblo ibero,/ a colgar en su túmulo laureles,/ a llorar en su tumba al Chiclanero”.

Tanto permaneció vivo su mito, que el periodista y académico José Ortega Munilla –el padre de José Ortega y Gasset– y su amigo Miguel Moya al elegir cabecera para el periódico taurino que crearon en 1875 en Madrid decidieron el que les parecía más torero: “El Chiclanero”. Apenas una década en los ruedos, dos siglos en la leyenda, un año para que aprendamos la profundidad de su huella, el tamaño de su leyenda, el excelso romanticismo que encarnó hasta en su muerte. Tanto que pervive, entre las brumas del olvido, como si fuera, en vez de un torero de leyenda, el personaje de un oscuro drama histórico de Antonio García Gutiérrez. “El Enano” lo retrata así en un poema “A la memoria de José Redondo, El Chiclanero”, publicado días después de aquel fatal 28 de marzo: “Tú, en gracia y garbo y sal, de tu maestro/ discípulo feliz: tú, el más querido./ Y en la sangrienta lid más aplaudido./ Y entre todos los diestros el más diestro”.

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