jueves, 29 de noviembre de 2012

La trascendencia del joven Van Dyck


El Museo del Prado le dedica al pintor flamenco la mayor exposición de los últimos años centrada en un centenar de obras, entre óleos y dibujos, realizados antes de cumplir los 21 años.


JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Entre 1615 y 1621, es decir, entre los 15 y 21 años, antes de dejar su Holanda natal para partir hacia Italia, Anton Van Dyck (Amberes, 1599-Londres, 1641) pintó, al menos, unas 160 obras, “muchas de ellas de gran tamaño y ambición creativa”, según Alejandro Vergara, jefe de Conservación de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte (hasta 1700) del Museo Nacional del Prado. 

Es decir, “ya tenía tras de sí una obra que a otros artistas les habría ocupado toda su vida”, añade Vergara, que comisaría junto a Friso Lammertse, conservador del Boijmans van Beuningen Museum de Rotterdam, El joven Van Dyck (20 de noviembre de 2012–3 de marzo de 2013), una de las mayores exposiciones del genio de la pintura flamenca organizadas en todo el mundo, y la primera que se le dedica en nuestro país. 

La muestra reúne en el Museo del Prado 52 pinturas y 40 dibujos de esos seis años prolíficos en los que desplegó su enorme talento. “Un conjunto que evidenciará su precocidad, manifestada no solo en su gran productividad, sino en la calidad de sus obras. Incluso de no haber pintado más que los cuadros de esta etapa temprana, Van Dyck ocuparía también su sitio como uno de los pintores más importantes del siglo XVII”, sigue afirmando Vergara. 

Como Rubens, que le acogió en su taller de Amberes tras abandonar a Van Balen, su primer maestro. Aunque la primera prueba documental de la colaboración entre Rubens y Van Dyck es tardía y data de 1620. La historia la narran Vergara y Lammertse: “El 29 de marzo de ese año, Rubens firmó un contrato para pintar el techo de la iglesia de los jesuitas de Amberes (la obra desaparecería en un incendio en el siglo XVIII). En el contrato se estipulaba que los diseños de Rubens serían realizados a gran escala por el propio Rubens y por ‘Van Dyck junto con otros discípulos’. (…) El hecho de que Van Dyck fuera el único ayudante citado en el contrato indica que había adquirido un estatus especial y una cierta independencia”. 


Autorretrato (1615)
La temática religiosa de esa primera obra que realizaría codo a codo con su maestro no es accesoria. De hecho, cuando Van Dyck abandona Amberes, primero hacia Londres y luego hacia Roma, le deja en agradecimiento a Rubens, al menos, nueve lienzos, casi todos variaciones de otros similares de intensa vocación católica. 

Entre ellos destacan cinco: San Esteban, San Martín, San Jerónimo, La Coronación de espinas y El Prendimiento de Cristo, uno de los cuadros estrellas de la colección del Prado. 

“En sus cartas se muestra como un cortesano frívolo pero, en realidad, era un católico fervoroso, como se ve en los temas que escoge para sus obras y en la manera como los aborda”, explica Matías Díaz Padrón, exconservador del Prado y uno de los mayores expertos en pintura flamenca. 

Díaz Padrón es el autor de Van Dyck en España (Prensa Ibérica), una exquisita monografía publicada en dos volúmenes: “Por la gente que escribe sobre él, se le ve como un genio fácil, un artista de una familia de cierto nivel económico. Elegante, de buenas maneras, sabe que es valioso. No es soberbio, pero sí está satisfecho de sí mismo, algo engreído. El Cardenal Infante lo califica de ‘loco rematado’, pero lo dice con simpatía. Un divo, lo llamaríamos ahora, culto y consciente de su cotización y su valor. Es un niño prodigio que desde los 15 años ya despunta. Rubens, su maestro, le ayuda y quiere enviarlo a Italia, y en su estudio conserva hasta su muerte un conjunto de obras de juventud muy valiosas”. 


Vocación religiosa 

Van Dyck pintó en su juventud numerosos cuadros de historia de gran formato, casi todos ellos de asunto religioso, que son los más abundante en la muestra madrileña. “La pintura narrativa o de historia estaba considerada el género más intelectual y noble que podía cultivar un pintor, y para un artista joven y ambicioso era el camino obligado”, narra Vergara en el texto que firma junto a Lammertse en el catálogo, Retrato de Van Dyck como joven artista

“Van Dyck –sigue– procedía de una familia de fuerte vocación religiosa: uno de sus hermanos se ordenó sacerdote, una de sus hermanas profesó como monja y otras tres fueron beguinas. Más adelante, él mismo ingresaría en una hermandad de Amberes que estaba relacionada con los jesuitas, la Sociedad de solteros”. 

Cristo con la cruz a cuesta (1618-20)
No es casual, como apunta Vergara, que más allá de una razón pictórica hay otra de fe: “La abundancia y el espíritu de sus obras religiosas sugieren que compartía las sólidas convicciones de su familia –explica–. Es posible que su fe y sus contactos con gente de iglesia influyeran en cierto modo en los asuntos que decidió pintar. Pero otro factor importante era la demanda: la producción de Rubens durante la segunda década del siglo XVII pone de manifiesto que en los Países Bajos españoles, en reconstrucción tras firmarse en 1609 la tregua de los Doce Años, había un amplio mercado para las obras de temática religiosa”. 


Aún así, la obra de Van Dyck, sobre todo la de madurez, se ha calificado erróneamente de “sensual y frívola” en oposición a la religiosa, desplazada por el prestigio de los retratos. Sin embargo, Díaz Padrón lo ha desmentido una y otra vez y afirma que “su rasgo más característico, y más en la decadencia, fue su adhesión incondicional a la Iglesia Católica”. Y lo es un contexto histórico, como recuerda, alterado por la Contrarreforma y la expansión del protestantismo. 

“Hoy reconocemos que Van Dyck –añade– fue más lejos que Rubens en el drama de la Pasión de Cristo y los santos. Tanto por el vigor de la ejecución como por la profunda tristeza de sus almas”. 


Retrato de familia (1620-21)

Van Dyck derrocha autenticidad y fervor en sus primeros años. Uno de los encargos más importantes que recibió en su juventud fue el Cristo con la cruz a cuestas para la iglesia de San Pablo en Amberes, que se puede ver en esta muestra. Pertenece a un ciclo de obras que representan los Misterios del Rosario y en el que participaron en torno a 1618 los mejores artistas de Amberes. 

Ese aliento devoto frente al protestantismo lo mantendrá durante toda su vida, y lo convertirá en un pintor muy presente en las colecciones españolas, de los Austrias y de la nobleza. De ahí que el Prado atesore la mayoría de obras del joven Van Dyck, junto a la Gemäldegalerie de Dresde y el Hermitage de San Petersburgo. 


Fuerte personalidad 

Además de sus grandes alegorías historicistas, Vergara y Lammertse recuerdan, por ejemplo, que “Van Dyck pintó más de una treintena de cuadros de formato relativamente pequeño que representan a Cristo y los apóstoles. En esos Apostolados hay obras muy rubensianas, mientras que otras son más originales”. 

Al distanciarse respecto a la dominante figura de Rubens, Van Dyck demostraba su fuerte personalidad. “No menos atrevida es la expresiva utilización de la pincelada, e incluso el gran formato de los cuadros. El mejor ejemplo de su audacia en esta primera etapa es La entrada de Cristo en Jerusalén. La figura del primer plano está tomada de obras de Rubens, como El martirio de san Lorenzo, pero se transforma en una criatura de desmedidas proporciones, pies caricaturescos y expresiva postura. La zona oscura de la izquierda es discordante hasta el punto de que parece inacabada. A pesar de su falta de armonía, la escena está llena de energía. Van Dyck exhibe aquí una virtud que hallamos en muchos de sus cuadros juveniles: despliega en su arte una creatividad sin reservas”. 

Van Dyck seguiría evolucionando, pero, según Díaz Padrón, en su arte nunca dejará de estar “la trascendencia divina en mayor dimensión que muchos de sus contemporáneos”. 


En el nº 2.825 de Vida Nueva.

jueves, 22 de noviembre de 2012

La Capilla Sixtina o la grandeza de Dios


Una celebración litúrgica presidida por el Papa conmemora el V Centenario de los frescos de Miguel Ángel Buenarroti en la bóveda de la Capilla Sixtina.

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | “Cofre de memorias”, según Benedicto XVI, por lo que ha visto y oído, la Capilla Sixtina es Miguel Ángel lleno de luz, de color y de luminosidad: la bóveda de la fe. 500 años entre el cielo y la tierra, testimonio de la capacidad de asombro a la que nos convoca el arte y de la capacidad del arte para transmitir el asombro de Dios. 

“Capaz de guiar la mente y el corazón hacia lo Eterno, de elevarlos hasta las alturas de Dios”, como proclama el Papa del lenguaje del arte y su dimensión evangelizadora. 20.000 personas pasan a diario –cinco millones al año– por debajo de un Dios representado como un ser lleno de fuerza y energía, que extiende su brazo poderoso para dar la vida a Adán. 

“La Capilla Sixtina –según afirmó el Papa en la celebración de su quinto centenario– narra una historia de luz, liberación, salvación y habla de la relación de Dios con la humanidad”. 

Una relación que es de amor. Ese mismo amor al que Miguel Ángel le dedicó versos platónicos. Él que se consideraba escultor y no pintor, fue poeta. “Espíritu delicioso, en el que se espera creer / por dentro, como aparece en el rostro por fuera, / amor, piedad, merced, cosas tan raras / que nunca con tanta fe se unieron en belleza. / Me cautiva el amor y la beldad me ata”. 

El techo pintado por Miguel Ángel

En 1508, Miguel Ángel Buonarroti (Caprese, 1475-Roma, 1564) dio su primera pincelada en la Capilla Sixtina, construida durante el papado de Sixto IV, entre los años 1471 y 1484. 

Julio II, el gran mecenas renacentista, encargó a Miguel Ángel que pintara la bóveda, instigado por Rafael y Bramante, que en la turbia rivalidad que tenían con Miguel Ángel quisieron dejarlo en evidencia, a él que nunca había pintado al fresco, a él que ni siquiera veía la pintura como su verdadero oficio, como reconoció en 1509 –ya enfrascado en la capilla– en unos versos que envió a Francesco Berni dedicados a su amigo el poeta Giovanni da Pistoya: “Por delante se me estira la corteza / y por plegarse atrás se me reagrupa / y me extiendo como un arco de Siria. / Pero engañoso y extraño / brota el juicio que la mente lleva, / pues tira mal la cerbatana rota. / Este cadáver de pintura / defiéndelo ahora, Juan, y también mi honor / no estando yo en mi sitio ni siendo yo pintor”. 

Así se veía Miguel Ángel: “Cadáver de pintura”, y así se retrató en la pared del altar cuando, 25 años después, regresa a la Capilla Sixtina para pintar el Juicio Final. “Ni pintar ni esculpir me dan sosiego / al alma, vuelta a aquel amor divino / que en la cruz a todos nos abraza”. 

Manuel J. Santayana ha publicado este mismo año Rimas 1507-1555 (Pre-Textos), una selección de los poemas de Miguel Ángel. Amor, belleza, muerte, pecado, vida, Dios, alegría, felicidad, son temas constantes. 

La creación de Adán, en la bóveda de Miguel Ángel

“La obra poética de Miguel Ángel se realizó ajena a la ambición característica del literato profesional, del erudito humanista; desigual y fragmentaria, va de la imitación de diversos estilos a la sencillez de un confíteor a las puertas de lo desconocido, pasando por la complejidad y el virtuosismo. Las Rimas describen una impresionante parábola temporal y nos dejan el apasionante autorretrato del que apenas hay esbozos, casi secretas alusiones, en su escultura y en su pintura”, escribe Santayana en el prólogo. 


También en verso 

Lector de Virgilio, Horacio y Dante, la poesía le sirve a Miguel Ángel como caudal de anhelos religiosos y afectivos de marcado neoplatonismo, como se lee en su poema CVII: “Mis ojos, que codician cosas bellas / como mi alma anhela su salud, / no ostentan más virtud / que al cielo aspire, que mirar aquellas. / De las altas estrellas / desciende un esplendor / que incita a ir tras ellas / y aquí se llama amor. / No encuentra el corazón nada mejor / que lo enamore, y arda y aconseje / que dos ojos que a dos astros semejen”. 

El talento sobrenatural de Miguel Ángel para la escultura, la pintura, el dibujo, la arquitectura… hasta la poesía. Como los frescos de la Capilla Sixtina, están llenos de oposiciones, concordancias y divergencias. No es el Antiguo y Nuevo Testamento, frente a frente, en perpetuo diálogo, en perfecta exaltación, de los frescos vaticanos, pero en su poesía el artista se explica, se confiesa, en “agónica lucha por la perfección”. 

El Juicio Final, con autorretrato de M. Ángel incluido

El genio se hace humano: “El mármol es, como él nos recordó, perenne, pero la forma debía ser para el artista, en la plenitud torturada de sus últimos años, algo insuficiente. De ahí es naturalidad con la que nace en él la poesía: la palabra como último recurso para expresar lo más entrañable, una interioridad absoluta”, explica el poeta Antonio Colinas, quien ve en esos versos de Buenarroti “un absoluto desencanto ante el mundo y ante todo lo que en él pudo apartar al poeta de la contemplación de Dios”. 

Son versos tardíos, en los que entrega a la Pasión de Cristo como única salvación posible. Aunque Miguel Ángel había comenzado a escribir sonetos muy tempranamente, entonces, entre 1508 y 1512, cuando se entrega en cuerpo y alma a transmitir el misterio de la fe católica en la bóveda de 500 metros cuadrados de la Capilla Sixtina, le mueve más la “grandeza de Dios”. 

Lo explica Miguel Falomir, jefe del Departamento de Pintura Italiana y Francesa (hasta 1700) del Museo Nacional del Prado: “Si Miguel Ángel fue comparado en vida con Dante, la Capilla Sixtina es su Divina Comedia. Es probable que estas razones llevaran a Goethe a afirmar que quien no ha visto la Capilla Sixtina ignora hasta dónde puede llegar el hombre. El hombre de Miguel Ángel es, sin embargo, más complejo. Lo representa en plenitud física y moral, pero hace derivar su grandeza de Dios”. 

Miguel Ángel acaba pintando más de 300 figuras que cobran vida y hablan del Génesis y de los Evangelios como una inmensa catequesis: “Aquí todo vive, todo resuena en contacto con la Palabra de Dios”, según las palabras de Benedicto XVI. 

Afortunadamente, Miguel Ángel desoyó a otro Papa, a Julio II, que limitó su encargo a un triunfo y los 12 apóstoles en magna presencia rodeados de elementos vegetales. Al escultor, que ya había dejado huella de su maestría con su imponente David y su magistral Pietà, le pareció “poca cosa”. Y solo su genio pudo atreverse a establecer un perfecto programa pictórico que Falomir define como “la más grandiosa obra de arte”. 


Mirar al cielo 

Y eso que al entrar a la Capilla Sixtina puede que, primero, nos llamen la atención los frescos de Ghirlandaio, Botticelli, Perugino y Cosimo Rosselli, pero la vista se eleva casi inmediatamente. “Tengo una cita con Miguel Ángel / en el ring, siempre habitado, / donde todos pagan / para mirar al cielo raso / esperando que arda. / Y arde”, como escribe el poeta y dramaturgo Isaac Cuende Landa (Santander, 1930). 

Como Juan Pablo II escribió en su Tríptico romano, era Dios mismo, quizás, quien dijo: “¡Te invoco, Miguel Ángel! / ¡En el Vaticano hay una capilla que espera el fruto de tu visión!”. Era George Steiner quien decía que “el poema, la sinfonía, la Capilla Sixtina son los actos supremos de contracreación”. Los únicos ejemplos en los que, quizás, el hombre logre estar a la altura de Dios. 


En el nº 2.824 de Vida Nueva.

jueves, 15 de noviembre de 2012

El via crucis de Botero


El Museo de Bellas Artes de Bilbao acoge una exposición antológica con 80 obras del pintor colombiano en la que está ausente su última gran serie sobre la Pasión de Jesús.

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | “A veces creyente, a veces ateo”. Así ve su fe Fernando Botero (Medellín, Colombia, 1932). Con esa misma duda podría interpretarse su pintura. Más bien esa otra pintura de “religión y clero”, como él mismo la ha denominado en Celebración, la exposición antológica con la que conmemora su 80º cumpleaños en el Museo de Bellas Artes de Bilbao.

La muestra exhibe 80 obras –79 pinturas y una escultura monumental, el bronce Caballo con bridas (2009)–, entre las que tan solo siete muestran la afinidad de Botero con la pintura religiosa.

“El arte sacro es un capítulo fundamental del arte occidental y también de la imaginería colonial barroca latinoamericana. Botero se incluye en esa tradición, tal y como muestran las siete pinturas de esta sala, aunque lejos de los fines didácticos o de representatividad que le son propios”, explica su hija, Lina Botero, comisaria de la exposición y autora del ensayo central del catálogo.


Cardenal durmiendo (2004)

Cierto que en esas siete obras de “religión y clero” que se pueden ver en Bilbao, cinco de ellas –El obispo (2002), El nuncio (2004), Cardenal durmiendo (2004), El seminario (2004), Baño en el Vaticano (2006)– son ejemplos del interés del pintor colombiano por los temas religiosos como una excusa para explorar pictóricamente las situaciones, las formas, los colores, los atuendos y los atributos iconográficos, como camándulas y báculos.

“Es la plasticidad de las formas y vestiduras lo que le interesa, la teatralidad y el boato de este mundo, que el pintor plasma con amable sentido del humor”, añade Lina Botero.


Sin ánimo de ofender

Ante esta serie de pinturas, extensa desde aquel En camino al Concilio Eucarístico (1972) de la colección de los Museos Vaticanos, es imposible sustraerse a la sátira, incluso a la burla o descreencia de casullas vaticanas.

Botero no lo niega, aunque en su retahíla de nuncios, cardenales, obispos, madres superioras, seminaristas… mantiene que no hay sarcasmo ni ánimo de ofender. Las obras están ahí, exponiendo, cuando menos, cierta ambigüedad. Sus composiciones, absurdas casi siempre, responden de modo evidente a esa exaltación del color y del volumen que define su pintura. Al igual que la burla.

Capítulo aparte en esta dualidad de la obra religiosa de Botero es la interpretación, sobre todo, de la figura de Cristo. En Bilbao tan solo se puede ver uno de estos retratos: Ecce homo (1967). Aunque el volumen sigue presente como marca del pintor, la ambigüedad aquí desaparece y queda un Jesús desnudo, paciente, doliente y, en contra de lo que es habitual en la imaginería boteriana, sin ironía, ni sátira.

Muy nítidamente se ve en las obras pintadas entre 2008 y 2011 en torno al vía crucis: la Pasión de Cristo, serie de 27 óleos de diverso formato y 34 dibujos expuesta el pasado mes de diciembre en la Galería Marlborough de Nueva York y, durante esta primavera, en el Museo de Bellas Artes de Antioquía (Medellín, Colombia), al que Botero la ha donado íntegramente.


Jesús y la multitud-Via Crucis (2010)

“Botero, quien en sus propias palabras dice ser a veces creyente y a veces agnóstico, captura la intensidad y crueldad y a la vez la penetrante poesía del tremendo drama del camino de la Cruz que Cristo recorrió hacia su crucifixión”, afirma la historiadora del arte Cristina Carrillo de Albornoz, autora de la introducción del catálogo de la Galería Marlborough. En ese texto, Carrillo de Albornoz compara la obra de Botero con la del filósofo Francis Bacon.

En su conjunto, el vía crucis no responde al orden de las estaciones; y su organización es casi siempre temática o, simplemente, cromática. Parte, desde el punto de vista artístico, de la admiración de Botero por el Quattrocento italiano, su fuente recurrente de inspiración y el período más decisivo en la historia de la pintura según opina el pintor colombiano.


Homenaje pictórico

Así que, en primer lugar, su Pasión de Cristo nace de un homenaje pictórico: “El arte ennobleció las imágenes del vía crucis, que fueron desapareciendo sobre todo a partir de la Revolución Francesa. Picasso, que pintó casi todo, solo tiene un Cristo”, según señala el pintor colombiano.

Sin embargo, en una segunda mirada, ese Botero que se autodenomina “creyente a ratos, pero no religioso; no practico”, ha ideado una serie de plena vigencia contemporánea. Su Cristo está presente entre nosotros, en escenarios de hoy como Central Park o la Quinta Avenida en Nueva York, pero también en esa otra América hispanoamericana que simbolizan las calles de Medellín.

Es un Jesús que habita en los rostros y la angustia, en el dolor y también en la esperanza. Ese Jesús y la multitud (2010), por ejemplo, en donde la mirada de Cristo bajo la corona de espinas encierra una tristeza infinita. Es el Cristo también de El beso de Judas (2010) en el que el propio Botero se sitúa en un ángulo del cuadro y mira hacia Jesús en el mismo instante en que Judas, vestido como cualquiera lo haría hoy pero con un rolex de oro en la muñeca, besa al Maestro entre los soldados romanos.


Crucifixión-Via Crucis (2010)

Incluso ese Jesús de El camino de los lamentos (2011) en el que un policía sudamericano, en vez de un soldado romano, le golpea con su porra mientras al fondo de la escena una mujer mira con horror por una puerta entreabierta. O ese otro de Crucifixión (2012), inmenso, de dos metros por uno y medio, en el que Cristo está pintado de verde en la cruz clavada en Central Park, el icono de Nueva York, mientras que al fondo las niñeras, inmigrantes y latinas, conducen sus carritos de niños como cualquier otro día.

En esta visión contemporánea del vía crucis la presencia de la Virgen es también constante. Una María que nada tiene que ver con esa Nuestra Señora de Colombia (1992) que se puede ver en el Bellas Artes de Bilbao, una simple copia de un icono medieval, sino esa otra Virgen caracterizada como cualquier madre de hoy, con el horror en la mirada, ante el calvario, ante la angustia, ante la multitud que, dos mil años después, le mira y no le ve, con rostros de rabia y de traición, casi de enajenación.

Es lo que se ve en Jesús encuentra a su madre (2011), otra de las escenas extraordinarias de esta Pasión de Cristo interpretada por Botero que da una imagen muy distinta a esa otra que se muestra en Bilbao en siete de las ochenta obras que ha seleccionado Lina Botero en el Museo de Bellas Artes –se pueden ver hasta el 20 de enero– con afán antológico.

El estilo personal, figurativo y a contracorriente del pintor colombiano se ve en la exposición bilbaína, además de en “Religión y clero”, en otros siete apartados en los que se examina la “Obra temprana”, la visión de “Latinoamérica”, el imaginario de “El circo”, las “Versiones” de obras conocidísimas de la pintura universal, la famosa serie sobre la prisión de “Abu Ghraib”, una selección de sus pinturas en torno a la fiesta de los toros reunida, “La corrida”, y un último capítulo dedicado a la “Naturaleza muerta”.

En el nº 2.823 de Vida Nueva.

jueves, 8 de noviembre de 2012

W. R. Hearst, el gran expoliador


Una investigación académica detalla “La destrucción del patrimonio artístico español” entre 1800 y 1950, con el gran magnate norteamericano como gran protagonista.

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ 
“La historia de un tiempo realmente ambiguo, incluso contradictorio, en el que un personaje avalado por una fortuna extraordinaria trató de rodearse de cuantos tesoros históricos deseó y fue capaz de atesorar. Con ello propició despojos hasta entonces difíciles de imaginar, a fin de materializar proyectos arquitectónicos sólo posibles de soñar, a la vez que procuró, a su paso, vacíos a duras penas disimulables en el catálogo histórico-artístico español”.

Es la historia del magnate W. R. Hearst, al que Orson Welles retrató en Ciudadano Kane, y protagonista del mayor expolio cometido contra el patrimonio artístico español. También es el gran protagonista de la profusa y sorprendente investigación publicada por José Miguel Merino de Cáceres y María José Martínez: La destrucción del patrimonio artístico español: W.R. Hearst, el gran acaparador (Cátedra).

Setecientas páginas apasionantes que Merino de Cáceres, catedrático de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, y Martínez Ruiz, profesora de Historia del Arte de la Universidad de Valladolid, han escrito para describir la “perniciosa asociación de ignorancia, desidia, codicia y una mal interpretada modernidad” que se extendió, al menos, durante siglo y medio, entre 1800 y 1950, en una combinación de expolio artístico y negocio que, de algún modo, tuvo su origen en el despojo indiscriminado de las tropas francesas durante la Guerra de Independencia.

El comedor de San Simeón, la mansión de Hearst en California
 “Una vez perdida esa especie de inviolabilidad de las obras sagradas, o de aquellas que se encontraban en la órbita de las clases poderosas, éstas quedaron a merced de cualquier desmán cometido bajo el signo de las más variadas razones”. La cuestión es que, como enumeran los autores, “avispados agentes traspasaron nuestras fronteras durante el siglo XIX con carretas repletas de obras de arte, y a lo largo de la primera mitad del XX se permitieron completar barcos con obras de todo tipo con destino a los mercados más prósperos”. El principal destino tenía por nombre William R. Hearst, el todopoderoso “Ciudadano Kane”. 

Voracidad coleccionista

Los objetivos fueron iglesias y monasterios –que particularmente padecieron una desamortización en 1836 que si bien “nacionalizó” numerosos bienes artísticos pero también arrojó a muchos inmuebles a la destrucción absoluta– y también palacios, casas nobles, castillos. La rapiña llegó, según Merino y Martínez Ruiz, con “la voracidad del coleccionismo estadounidense” durante finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX.

“La potente burguesía norteamericana era capaz de comprar todo cuanto en España se deseara vender”. Ambos autores apuntan directamente a los hispanistas Arthur Byne y su esposa, Mildred Stapley, como “los protagonistas fundamentales del negocio clandestino de venta y exportación de obras de arte del país”. Es decir, los marchantes que se encargaron de abastecer a Hearst y a todos cuantos nuevos ricos quisieron hacerse con un trozo de Historia de España, entre los que se citan a los J.P. Morgan, Henry S. Frick, Andrew Mellow o John D. Rockefeller, Jr. 

Montaje del monasterio de Sacramenia en Miami en 1952
Sólo a partir de 1922, coincidiendo con la denuncia en las Cortes del despojo de San Baudelio de Berlanga, y especialmente con la legislación de 1933, el expolio pasó a ser un negocio clandestino. Hearst, el primer gran magnate de la prensa, fue “el mayor comprador de arte español” y un verdadero especialista en armas, armaduras, tapices y cerámica hispanomorisca, sus piezas favoritas. Con Byne de agente, “no dudó en vulnerar todo tupo de obstáculos legales a fin de satisfacer su insaciable apetito como coleccionista”. Las piezas catalogadas procedentes de España –y hoy esparcidas por museos norteamericanos y de medio mundo– que acaparó entre 1912 y 1951 son miles y miles. 

Buena parte para decorar su impresionante mansión de San Simeón en California y su apartamento de Nueva York –cinco plantas y un ático del Clarendon Building de la calle 86, en donde colgaba, por ejemplo, El credo de los apóstoles, tapiz del siglo XVI procedente de la catedral de Toledo–, entre otra decena de inmensas residencias a lo largo de todo Estados Unidos, además de castillos en Irlanda y Escocia.

“Llevo la corte de los Austrias a pleno corazón de Manhattan o a lo alto de una loma en California. El gran magnate de la comunicación convirtió en posible lo aparentemente imposible –escriben los autores–, procuró para sí una puesta en escena que mucho debía a la historia y la cultura europeas, si bien interpretadas de una manera tan excéntrica y personal que sólo una personalidad como la suya podía imaginar”. 

Foto actual del claustro del Monasterio de Sacramenia en Miami
Como inimaginable fueron sus compras, entre ellas, el claustro, sala capitular y refectorio del desamortizado monasterio románico de Santa María la Real de Sacramenia (Segovia), así como heraldos del convento de San Francisco de Cuéllar (Segovia) que se instalaron, a partir de 1925, en Sacramenia, reconstruido piedra a piedra en Miami. 

Hearst también adquirió del monasterio cisterciense de Óvila (Guadalajara), vendido por Fernando Beloso, director del Banco Español de Crédito en 1931, su claustro, sala capitular, refectorio, dormitorio de novicios y portada manierista de la iglesia, cuyas piedras están dispersas hoy en el Golden Gate Park de San Francisco. [...]


José Miguel Merino de Cáceres y María José Martínez: La destrucción del patrimonio artístico español: W. R. Hearst, el gran acaparador (Cátedra), 736 páginas. En papel (Tapa blanda): 32,00 €

En el nº 2.822 de Vida Nueva, Hearst, el gran expoliador, íntegro solo para suscriptores.


jueves, 1 de noviembre de 2012

María Blanchard, la vanguardia de Dios



El Reina Sofía dedica una gran retrospectiva a la pintora cubista española para romper el olvido ochenta años después de su muerte. 
JUAN CARLOS RODRÍGUEZ 

Su nombre es María Gutiérrez Blanchard (Santander, 1881-París, 1932). Y cambió para siempre el destino de la pintura simplemente como María Blanchard, ese apellido que le dejó su madre francesa de Biarritz y ascendencia polaca. El Museo Reina Sofía le dedica, 80 años después de su muerte, una retrospectiva que quiere sacarla del olvido y reivindicarla: “Si hay una gran pintora cubista esa es María Blanchard”, afirma María José Salazar, comisaria de la exposición.

El Reina Sofía reúne 74 obras, entre pinturas y dibujos, que recorren en Madrid toda su vida, es decir, desde un primer cubismo de extrema sencillez a otro más complejo y sintético desarrollado en paralelo a Juan Gris. “María Blanchard ha sido, y aún sigue siendo hoy, la gran desconocida del grupo de artistas que consolidaron la renovación artística de principios del siglo XX", insiste Salazar.

"Pese al tiempo transcurrido, una serie de hechos ajenos a su devenir artístico hicieron que su vida fuera relatada con grandes lagunas y enormes contradicciones y su obra permaneciera en un segundo plano respecto a sus coetáneos y amigos de la vanguardia –añade–. Sin embargo, Blanchard igualó y, en algunos casos, los superó, especialmente por su personal manera de entender y sentir el cubismo, que se distingue por su rigor formal, su austeridad y el dominio del color”. 

En busca de la belleza

María Blanchard vivió toda su vida buscando la belleza –su vida estuvo marcada por la deformidad, la cifoescoliosis que padeció desde su nacimiento– y, especialmente, desde 1927 muy cerca de Dios, en una etapa de misticismo, de espiritualidad y de realismo, en la que la figuración que había estado en su origen regresa a su pintura marcada por un hondo catolicismo.

Blanchard, al fondo, con J. Rivière

“Su deformidad corporal parece haber sido para ella un motivo de incesante sufrimiento. Se vio siempre excluida de todas las formas normales de la vida, y sólo en muy escasa medida supo hallar un sustitutivo en su arte o, hacia el fin de su vida, en la religión”, según el crítico y poeta Gabriel Ferrater dejó escrito en su libro Sobre la pintura (Seix Barral, 1981).

“Se adentra en esta nueva etapa con un modo de expresión propio, sirviéndose de la figura humana como legataria de sus propias vivencias interiores”, añade Salazar, comisaria de la exposición y conservadora del Reina Sofía. “Es éste un periodo muy interesante –continúa–, con un punto de inflexión en 1927, que redunda en una iconografía más sensible, melancólica, y poética, en la que por debajo de la técnica, el color y el dibujo, subyace un profundo sentido de la realidad”.

Ahí es donde se comprende la descripción que de ella hace Ramón Gómez de la Serna, incluida en su libro Pintores íntegros: “El alma de María era, sin embargo, tan española que necesitaba llenar de misticismo su bóveda románica y después de su éxito sentía que le quedaba íntegro y sin solución el gran espacio de un alma religiosa, entre ermita e iglesia en las afueras de la pintura”. 

La comulgante (1914-20)

Tan a las afueras que, como explicó Ferrater, Blanchard decide abandonar los pinceles por sus “escrúpulos de conciencia” para dedicarse a los más necesitados. Su confesor en París, el padre Alterman, la convence de que la pintura no contradice a Dios. Y Blanchard, que nunca gozó de una sólida posición económica, siguió pintando aunque su arte giró a ese realismo tan palpable de sus últimos años, lleno de patestismo, que ya había intuido en una de sus primeras obras maestras, La comulgante (1914-1920), puente entre sus dos etapas figurativas y causa del gran éxito que obtuvo en el 32º Salon des Indépendants, celebrado en París en 1921. 

La filiación católica que experimenta Blanchard –que provenía de una familia abiertamente atea–, la sitúa Ferrater ya en 1925. “El caso es que, poco antes o poco después de su conversión, entró la pintora en estrecha relación con la familia del escritor Jacques Rivière —ya muerto entonces, según escribe Ferrater—, a cuya hija dio lecciones de pintura. En aquel ambiente de escritores católicos, la religión fue convirtiéndose en el centro de su vida espiritual” [...].

En el nº 2.821 de Vida NuevaMaría Blanchard, la vanguardia de Dios, íntegro solo para suscriptores