jueves, 22 de noviembre de 2012

La Capilla Sixtina o la grandeza de Dios


Una celebración litúrgica presidida por el Papa conmemora el V Centenario de los frescos de Miguel Ángel Buenarroti en la bóveda de la Capilla Sixtina.

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | “Cofre de memorias”, según Benedicto XVI, por lo que ha visto y oído, la Capilla Sixtina es Miguel Ángel lleno de luz, de color y de luminosidad: la bóveda de la fe. 500 años entre el cielo y la tierra, testimonio de la capacidad de asombro a la que nos convoca el arte y de la capacidad del arte para transmitir el asombro de Dios. 

“Capaz de guiar la mente y el corazón hacia lo Eterno, de elevarlos hasta las alturas de Dios”, como proclama el Papa del lenguaje del arte y su dimensión evangelizadora. 20.000 personas pasan a diario –cinco millones al año– por debajo de un Dios representado como un ser lleno de fuerza y energía, que extiende su brazo poderoso para dar la vida a Adán. 

“La Capilla Sixtina –según afirmó el Papa en la celebración de su quinto centenario– narra una historia de luz, liberación, salvación y habla de la relación de Dios con la humanidad”. 

Una relación que es de amor. Ese mismo amor al que Miguel Ángel le dedicó versos platónicos. Él que se consideraba escultor y no pintor, fue poeta. “Espíritu delicioso, en el que se espera creer / por dentro, como aparece en el rostro por fuera, / amor, piedad, merced, cosas tan raras / que nunca con tanta fe se unieron en belleza. / Me cautiva el amor y la beldad me ata”. 

El techo pintado por Miguel Ángel

En 1508, Miguel Ángel Buonarroti (Caprese, 1475-Roma, 1564) dio su primera pincelada en la Capilla Sixtina, construida durante el papado de Sixto IV, entre los años 1471 y 1484. 

Julio II, el gran mecenas renacentista, encargó a Miguel Ángel que pintara la bóveda, instigado por Rafael y Bramante, que en la turbia rivalidad que tenían con Miguel Ángel quisieron dejarlo en evidencia, a él que nunca había pintado al fresco, a él que ni siquiera veía la pintura como su verdadero oficio, como reconoció en 1509 –ya enfrascado en la capilla– en unos versos que envió a Francesco Berni dedicados a su amigo el poeta Giovanni da Pistoya: “Por delante se me estira la corteza / y por plegarse atrás se me reagrupa / y me extiendo como un arco de Siria. / Pero engañoso y extraño / brota el juicio que la mente lleva, / pues tira mal la cerbatana rota. / Este cadáver de pintura / defiéndelo ahora, Juan, y también mi honor / no estando yo en mi sitio ni siendo yo pintor”. 

Así se veía Miguel Ángel: “Cadáver de pintura”, y así se retrató en la pared del altar cuando, 25 años después, regresa a la Capilla Sixtina para pintar el Juicio Final. “Ni pintar ni esculpir me dan sosiego / al alma, vuelta a aquel amor divino / que en la cruz a todos nos abraza”. 

Manuel J. Santayana ha publicado este mismo año Rimas 1507-1555 (Pre-Textos), una selección de los poemas de Miguel Ángel. Amor, belleza, muerte, pecado, vida, Dios, alegría, felicidad, son temas constantes. 

La creación de Adán, en la bóveda de Miguel Ángel

“La obra poética de Miguel Ángel se realizó ajena a la ambición característica del literato profesional, del erudito humanista; desigual y fragmentaria, va de la imitación de diversos estilos a la sencillez de un confíteor a las puertas de lo desconocido, pasando por la complejidad y el virtuosismo. Las Rimas describen una impresionante parábola temporal y nos dejan el apasionante autorretrato del que apenas hay esbozos, casi secretas alusiones, en su escultura y en su pintura”, escribe Santayana en el prólogo. 


También en verso 

Lector de Virgilio, Horacio y Dante, la poesía le sirve a Miguel Ángel como caudal de anhelos religiosos y afectivos de marcado neoplatonismo, como se lee en su poema CVII: “Mis ojos, que codician cosas bellas / como mi alma anhela su salud, / no ostentan más virtud / que al cielo aspire, que mirar aquellas. / De las altas estrellas / desciende un esplendor / que incita a ir tras ellas / y aquí se llama amor. / No encuentra el corazón nada mejor / que lo enamore, y arda y aconseje / que dos ojos que a dos astros semejen”. 

El talento sobrenatural de Miguel Ángel para la escultura, la pintura, el dibujo, la arquitectura… hasta la poesía. Como los frescos de la Capilla Sixtina, están llenos de oposiciones, concordancias y divergencias. No es el Antiguo y Nuevo Testamento, frente a frente, en perpetuo diálogo, en perfecta exaltación, de los frescos vaticanos, pero en su poesía el artista se explica, se confiesa, en “agónica lucha por la perfección”. 

El Juicio Final, con autorretrato de M. Ángel incluido

El genio se hace humano: “El mármol es, como él nos recordó, perenne, pero la forma debía ser para el artista, en la plenitud torturada de sus últimos años, algo insuficiente. De ahí es naturalidad con la que nace en él la poesía: la palabra como último recurso para expresar lo más entrañable, una interioridad absoluta”, explica el poeta Antonio Colinas, quien ve en esos versos de Buenarroti “un absoluto desencanto ante el mundo y ante todo lo que en él pudo apartar al poeta de la contemplación de Dios”. 

Son versos tardíos, en los que entrega a la Pasión de Cristo como única salvación posible. Aunque Miguel Ángel había comenzado a escribir sonetos muy tempranamente, entonces, entre 1508 y 1512, cuando se entrega en cuerpo y alma a transmitir el misterio de la fe católica en la bóveda de 500 metros cuadrados de la Capilla Sixtina, le mueve más la “grandeza de Dios”. 

Lo explica Miguel Falomir, jefe del Departamento de Pintura Italiana y Francesa (hasta 1700) del Museo Nacional del Prado: “Si Miguel Ángel fue comparado en vida con Dante, la Capilla Sixtina es su Divina Comedia. Es probable que estas razones llevaran a Goethe a afirmar que quien no ha visto la Capilla Sixtina ignora hasta dónde puede llegar el hombre. El hombre de Miguel Ángel es, sin embargo, más complejo. Lo representa en plenitud física y moral, pero hace derivar su grandeza de Dios”. 

Miguel Ángel acaba pintando más de 300 figuras que cobran vida y hablan del Génesis y de los Evangelios como una inmensa catequesis: “Aquí todo vive, todo resuena en contacto con la Palabra de Dios”, según las palabras de Benedicto XVI. 

Afortunadamente, Miguel Ángel desoyó a otro Papa, a Julio II, que limitó su encargo a un triunfo y los 12 apóstoles en magna presencia rodeados de elementos vegetales. Al escultor, que ya había dejado huella de su maestría con su imponente David y su magistral Pietà, le pareció “poca cosa”. Y solo su genio pudo atreverse a establecer un perfecto programa pictórico que Falomir define como “la más grandiosa obra de arte”. 


Mirar al cielo 

Y eso que al entrar a la Capilla Sixtina puede que, primero, nos llamen la atención los frescos de Ghirlandaio, Botticelli, Perugino y Cosimo Rosselli, pero la vista se eleva casi inmediatamente. “Tengo una cita con Miguel Ángel / en el ring, siempre habitado, / donde todos pagan / para mirar al cielo raso / esperando que arda. / Y arde”, como escribe el poeta y dramaturgo Isaac Cuende Landa (Santander, 1930). 

Como Juan Pablo II escribió en su Tríptico romano, era Dios mismo, quizás, quien dijo: “¡Te invoco, Miguel Ángel! / ¡En el Vaticano hay una capilla que espera el fruto de tu visión!”. Era George Steiner quien decía que “el poema, la sinfonía, la Capilla Sixtina son los actos supremos de contracreación”. Los únicos ejemplos en los que, quizás, el hombre logre estar a la altura de Dios. 


En el nº 2.824 de Vida Nueva.