lunes, 8 de enero de 2018

EL CHICLANERO, HÉROE TRÁGICO | Laurel y rosas (102)



JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

Hubo un tiempo, a mediados del siglo XIX, en el que Chiclana no era más que torería y romanticismo. La grandeza de Paquiro y el arrojo del Chiclanero resonaban tarde tras tarde en el coso y en Palacio, en la prensa y en las tabernas. En las de Madrid, y también de Bilbao a Sevilla. José Redondo, discípulo de Francisco Montes y rival de Cúchares, lució ese apodo de Chiclanero porque la fama de la Villa ya era grande y daba cartel. Luego ya se fue encargando con bravura, con desatado garbo, con ese volapié que las crónicas juzgan de inigualable, de asombrar a los aficionados. “Oiga usted, señor Paquiro/ dígale usted al Chiclanero/ que para matar un toro/ no sea tan pinturero”, compuso –y escribió– el maestro Sebastián Iradier en la “Jota del Chiclanero”, que fue célebre como el torero, a juzgar por lo que afirmó muchos años después Pío Baroja. En los salones y los teatros la cantaban Concha Méndez, Rosita Serrano, Madame Bossio y Didier Ronconi, que popularizaron las canciones de Iradier, como también hicieron con “La Paloma” y esa habanera, “El arreglito”, que Bizet hizo suya en la ópera “Carmen” al son del “toreador”. Y mira si era torero El Chiclanero: “Curro Cuchares divertía, Chiclanero causaba admiración”, escribió Nestor Luján.

El Chiclanero toreaba –y vivía– con trazas de héroe trágico. A porfía por tarde ganó renombre, desde que comenzó a acompañar a Paquiro, a partir de una tarde en la que este le vio gañán y atrevido en una novillada, aquí mismo, seguramente en la plaza Mayor en 1838. Paquiro ya estaba en la cúspide del escalafón, y con él se llevó en la cuadrilla a aquel jovenzuelo “galán, afable y satisfecho de un público que no le escasea jamás sus justas cuanto entusiastas aclamaciones”, que es como le describían los periódicos. Ambos se llevaban trece años, pero Redondo era todo orgullo, valentía exacerbada, y apenas pudo soportar dos años a la sombra de Francisco Montes, aunque esta fuera de prestigio y renombre. Ahí sigue, no obstante: el Chiclanero está aún hoy, a punto de cumplirse el bicentenario de su nacimiento el 13 de marzo de 1818 –tres días antes de su bautismo en la parroquia de San Juan Bautista–, tapado por la fama infinita de Montes. Es ahora el momento de dejar que salga del burladero, se planté en medio del ruedo, y descubramos a ese chiclanero cabal, brioso, romántico, al que Solana, el pintor, y Azorín, el escritor, veneraban sin haberlo podido ver nunca torear. 

José Redondo, según Fernando Miranda. Fuente: BNE.es

Perseguían la memoria, el nombre del Chiclanero, clavado en la espada y en la leyenda. Redondo murió joven y tísico, apenas dos años después de Paquiro, su maestro y protector. Y lo hizo siendo la gran figura de esa temporada de 1853, año en el que falleció en una cama de su casa de Madrid, en la calle del León, número 24, junto a la que fue de Cervantes –y en donde encontró la muerte también el escritor–, frente al convento de las Trinitarias. Esa misma tarde debía estar toreando en la Puerta del Alcalá, que es donde estaba el coso madrileño. Y dice la crónica que bajo su ventana vio pasar a la cuadrilla de Julián Casas, el torero que le hubo de sustituir ante el delirio y la fiebre con la que había llegado a Madrid. No soportó ese dolor. Solo tenía 33 años.

“Ayer a las cinco menos cinco minutos, falleció el célebre y tantas veces aplaudido lidiador José Redondo, el Chiclanero, cuyo acontecimiento, aunque esperado por lo grave del mal que tantos días ha estado sufriendo, ha llenado de sentimiento a cuantos le conocían y a los aficionados al toreo, que han visto desaparecer en la flor de su edad al mejor y más simpático de los lidiadores de estos tiempos. ¡Háyale Dios otorgado a su alma todo el bien que nosotros deseamos!”, publicó el 29 de marzo “El Enano”, único periódico taurino que entonces se publicaba en Madrid. Fue enterrado en el cementerio de San Luis el día siguiente, el 30, “ante una extraordinario concurrencia perteneciente a todas las clases sociales”, según describe el cronista Luis Carmena y Millán. Hubo aplausos y versos que recitó Antonio Guzmán Palughi: “Venid conmigo sus amigos fieles,/ seguidme todos los del pueblo ibero,/ a colgar en su túmulo laureles,/ a llorar en su tumba al Chiclanero”.

Tanto permaneció vivo su mito, que el periodista y académico José Ortega Munilla –el padre de José Ortega y Gasset– y su amigo Miguel Moya al elegir cabecera para el periódico taurino que crearon en 1875 en Madrid decidieron el que les parecía más torero: “El Chiclanero”. Apenas una década en los ruedos, dos siglos en la leyenda, un año para que aprendamos la profundidad de su huella, el tamaño de su leyenda, el excelso romanticismo que encarnó hasta en su muerte. Tanto que pervive, entre las brumas del olvido, como si fuera, en vez de un torero de leyenda, el personaje de un oscuro drama histórico de Antonio García Gutiérrez. “El Enano” lo retrata así en un poema “A la memoria de José Redondo, El Chiclanero”, publicado días después de aquel fatal 28 de marzo: “Tú, en gracia y garbo y sal, de tu maestro/ discípulo feliz: tú, el más querido./ Y en la sangrienta lid más aplaudido./ Y entre todos los diestros el más diestro”.

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