domingo, 14 de diciembre de 2014

Chaves de la Rosa, obispo pecador (y 2) / Laurel y rosas (24)

Fotografía del epitafio de este Obispo en el crucero de la
Iglesia Mayor de San Juan Bautista (Chiclana).

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ
A su vuelta del castillo de Valençay en 1814 –donde había permanecido retenido por Napoleón desde 1808– Fernando VII llega a Valencia el 16 de abril dispuesto a aceptar el famoso “Manifiesto de los Persas”. La restauración de la Monarquía absolutista toma cuerpo el 4 de mayo, cuando firma el decreto que deja sin efecto la Constitución de Cádiz y el rey pasa de ser el “deseado” a “felón”. Tal decisión, marcará el futuro de España y también el de un Pedro Chaves de la Rosa que, ya con 74 años, había acabado de prestar en las Cortes de Cádiz su último servicio a la Corona, a la patria y al liberalismo. Había sido nombrado meses antes, aún en plena guerra de la Independencia, nada más y nada menos, que Pro-Capellán de Palacio, Limosnero Mayor del Rey, Patriarca de las Indias y Vicario General de los Ejércitos y la Armada por Luis de Borbón y Villabriga, cardenal arzobispo de Toledo y presidente de la Regencia, sobrino de Carlos III, el único Borbón que hizo frente a Napoleón y permaneció fiel a los liberales y a la Constitución de 1812. La biografía del sabio ilustrado enterrado en la Iglesia Mayor de San Juan Bautista se bifurca como dos ríos en este preciso instante, justo ante su encuentro con Fernando VII, que debía de confirmarle en el cargo. Nunca lo hizo. Fernando VII tenía ya una primera víctima para su taimada represión liberal…
Mariano de Cateriano sostiene que Chaves de la Rosa fue “confinado” en Chiclana por orden del Rey, quien le negó además la pensión: “Vive en el destierro y en la miseria”, escribe. Sin embargo, duda de una escena que algunos historiadores sitúan en Burgos, otros –como el peruano Andrés Martínez– en Valencia, recién llegado Fernando VII del cautiverio francés. Por su alto cargo, Chaves de la Rosa acompañó al Regente al encuentro del rey. El general Manuel de Mendiburu narra la escena en su “Diccionario Histórico Biográfico del Perú”. Y dice: “Como Patriarca fue a recibir a Fernando VII en Burgos cuando regresó de Francia, y le tocó bendecir la mesa. El Rey no lo convidó a ella, y dejó que estuviese de pie todo el tiempo que él tardó en comer: en seguida lo confinó a Chiclana. Fue tal su indigencia, que en su última enfermedad tuvo que vender un cáliz que era lo único de algún valor que le quedaba”. Aunque Cateriano niega el desplante –duda incluso ante la falta de testimonios históricos que Fernando VII pisara Burgos– y también Cambiaso, entre otros.
El testimonio de Joaquín Lorenzo Villanueva, liberal, diputado en las Cortes de Cádiz e inspirador de gran parte de las nuevas políticas religiosas que se pusieron en marcha en aquellas sesiones, difiere del general Mendiburu. En sus memorias –tituladas “Vida literaria” y publicada en Londres en 1825– afirma: “En esta jornada acompañé en calidad de cura de palacio al nuevo patriarca de las indias, obispo de Arequipa don Pedro Chaves de la Rosa prelado anciano, sabio y virtuoso, que hallándose en Cádiz retirado en el oratorio de san Felipe Neri, después que renunció su obispado, fue estrechado por razones prudentes á admitir aquella dignidad, de la cual hizo dimisión hallándose en Madrid gravemente enfermo, poco días antes de llegar el rey a aquélla capital; y luego se retiró a Chiclana”.

Es lo que también sostiene Cambiaso: que “dejó” su cargo de patriarca de Indias para “venirse a Chiclana”, en donde, sigue afirmando, “coronado de dignidad, honor y honestidad, frutos correspondientes á una vejez adquirida en los caminos de la honra y de la justicia, aguardó que las leyes de la naturaleza, y la caduca suerte de los mortales, pusiese fin á su respetable ancianidad”. Falleció, según todas las fuentes, el día 26 de octubre de 1819, teniendo la edad de setenta y nueve años, cuatro meses y dos días. “Sin pompa, ni capilla ardiente, ni castrum dolores, ni cámaras regias, ni hayas enlutadas –dice Cambiaso–, fueron sus funerales y entierro”. Cateriano añade que “pocas, pero muy distinguidas personas, formaron su cortejo fúnebre”. El propio Chaves de la Rosa dispuso ser enterrado en su amada Iglesia Mayor, recién finalizada la cúpula que hoy le cobija, privilegio que debió aprobarse por el aura de hombre sabio y santo. Él mismo, según Cambiaso, dictó los dos primeros versos de su epitafio: “Pedro José/ Obispo pecador…”. Humilde y sencillo vivió, y así murió. La historia ha borrado su actividad a favor de los más desfavorecidos –que debió ser amplia– en Chiclana, en donde debió cultivar además su amor por la literatura y por las ciencias. Aún es recordado, afortunadamente, como gran impulsor de la educación, de las artes y de la beneficencia durante su brillante paso como obispo por Arequipa. En el Archivo Histórico Nacional duerme una petición de un sobrino –Francisco de Paula Narváez Cabeza de Vaca, “vecino de Chiclana”– fechada en 1820 para que se le concediera póstumamente la Cruz de la Real y Muy Distinguida Orden de Carlos III. Ese documento nos arrojará nueva luz –convenientemente examinado y transcrito– sobre un gaditano, un chiclanero más, que ha de salir de las sombras e iluminarnos con su sabiduría y su ejemplo.