domingo, 20 de agosto de 2017

José Jiménez Lozano: “Nunca he llamado biblioteca a mi depósito de libros”


JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | VIDA NUEVA

José Jiménez Lozano (Langa, Ávila, 1930) es uno de los grandes autores de la literatura española. Premio Cervantes (2002), no tiene en su casa de Alcazarén (Valladolid), propiamente, una “biblioteca”, al menos se niega a llamarla así. “Nunca he llamado con este nombre, a mi depósito de libros que, todos juntos, no tienen nada que ver con algo que pudiera llamarse biblioteca, de manera que poca descripción tengo que hacer”, afirma. El autor vallisoletano, galardonado en la última Feria del Libro con el premio “Libros con valores” de la Fundación Troa por su novela Se llamaba Carolina, no sabe ni cuántos ni, a veces, dónde tiene esos libros que guarda: “No tengo ningún orden. Cualquier libro puede estar en cualquier lugar, o no encontrarlo en ninguno, y ocurre con alguna frecuencia, pero no pasa nada”. 

Su “depósito de libros” es heterogéneo: “Ya le digo que no tengo nada que puede llamarse biblioteca, sino que se trata de un lugar donde están unos libros, y donde se va a buscarlos”, insiste. En una “biblioteca ideal”, según la define, deben estar los “libros fundamentales” a los que es necesario volver siempre: “Y no solamente del pensamiento y la literatura clásicos, sino libros de geografía e historia, o ciencia, diccionarios…”. Luego, una “segunda sección” que alguna vez ha definido como de “lectura diversa” o de “intereses variados” y, en tercer lugar, “los libros con los que tenemos una relación de complicidad y que nos acompañan”. Los leídos y releídos, según ha confesado en alguna ocasión: Eurípides, Erasmo, Spinoza, Shakespeare, Santa Teresa, Cervantes –“un humanista más”, lo definió–, Pascal, Dostoievski, Tolstoi, Pirandello y Giovanni Verga, Azorín

“Los libros que tenemos se instalan en los estantes por mil razones que no son personales, sino casuales e imprevistas y utilitarias –manifiesta–; y mucho menos pueden revelar una complicidad intelectual, moral o sentimental entre libro y propietario”. El autor de Los cementerios civiles y la heterodoxia española (1978) sabe muy bien de qué habla. “En asuntos históricos se han sacado gratuitas conclusiones sobre la posesión de un libro, pongamos por caso de Erasmo o de D´Alembert en algunas bibliotecas. El juicio sobre este hecho es casi siempre hablar por hablar”. Y, aún advierte, quizás pensando en Pablo de Olavide y el proceso inquisitorial al que dedicó una de sus primeras novelas: El sambenito (1972): “Pero hubo aventuras de lectores que terminaron mucho peor a cuenta de apresuradas identificaciones de un pensamiento personal a partir de los libros de su librería”. 

Por ello, sostiene: “Las bibliotecas no demuestran mucho. Ni siquiera que se ha leído lo que hay en ellas, y no nos dicen lo que su dueño ha leído y no está en ellas, y puede haber sido lo más importante para él. Esto importante, y aun decisivo, puede haber sido incluso un asunto que pertenece a una conversación”. Y, en consecuencia, no otra puede ser su respuesta ante la cuestión de cuáles son los “tesoros” de lo que él denomina su “depósito de libros” en Alcazarén: “Los tesoros son los libros que uno ama, aunque no los tenga. Y no tengo, desde luego, tesoros bibliográficos, libros valiosos, raros; ni tampoco soy cazador de ellos, aunque fueran baratísimos. Me resultan indiferentes las bibliofilias, aunque materialmente me gustan más los libros de fines del XIX y de principios del XX, de los que no tengo ninguno, y tampoco he hecho nada por tenerlos”. 

Al fin y al cabo, como él mismo ha dicho alguna vez: “La lectura que no es estudio o búsqueda de conocimiento histórico o de otra clase no tiene más finalidad que el placer, en cualquier tiempo, sobre todo si es una lectura literaria”. Y en esa definición encierra el misterio de una biblioteca o de un “depósito de libros” más bien: libros para el estudio, para la búsqueda de conocimiento y para el placer de leer.


Ver en VIDA NUEVA. Nº 3.047. Especial de agosto. "Más libros" / Bibliotecas.