lunes, 19 de marzo de 2012

Acerca de la Constitución de 1812, la Iglesia y la libertad de culto


El famoso cuadro de Viniegra que recoge la ceremonia de constitución de las Cortes de Cádiz
Mi visión acerca de un tema que, a mi juicio, no se ha destacado lo suficiente: La iglesia y las Cortes de 1812. Mucho se habla de que no era una Constitución "democrática". Es cierto, por supuesto, pero era la mejor que se pudo haber hecho. Tanto que fue, a la vez, utópica. Sin embargo, se suele argumentar la prohibición de la libertad de culto para sentenciar que ni tan siquiera era liberal. Falso. No podemos examinarla a ojos de hoy. Entonces, ese era un tema que, repito, en aquella España ni siquiera era cuestión a debatir: la única religión era la católica. Más aún cuando se vivía una guerra contra el francés (la mal llamada "Guerra de independencia") que se había convertido en una guerra de religión... o sea, que desde el púlpito se llamó a la guerrilla, al levantamiento,  a la sublevación contra las tropas napoleónicas. Se podrá interpretar, pero esto fue lo que ocurrió...

La cuestión religiosa fue utilizada en la Guerra de Independencia para incitar el levantamiento contra los franceses. “La guerra se sacraliza, se teologiza y adquiere un carácter de cruzada”, como afirmó el historiador Leandro Higueruela. Pero la fuerza de la religión, aquello que se dio en llamar la “ciudadanía católica”, cobró especialmente importancia durante las Cortes de Cádiz y los debates encaminados a promulgar la que sería denominada “Constitución de 1812”, nacida el 19 de marzo, día de San José, y por ello bautizada como “La Pepa”.
El texto doceañista no es tan sólo el primer articulado propiamente constitucional y asentado en la soberanía popular en la historia de España; aunque hija del liberalismo, también es una norma forjada con una decisiva presencia de la Iglesia Católica. Lo es desde sus inicios. Desde que el Obispo electo de Cádiz, Acisclo de Vera y Delgado, presidente de la Junta Central, convocara las Cortes el 24 de septiembre de 1810 en la Isla de León “para restablecer y mejorar la Constitución fundamental de la Monarquía”.
Un equipo de historiadores, dirigido por el profesor de la Universidad San Pablo-CEU Francisco G. Conde Mora lleva años investigando en el Archivo Secreto Vaticano la amplia documentación sobre las Cortes gaditanas. En las próximas semanas, publicarán sus primeras conclusiones. De momento, Conde Mora avanza: “Tanto en San Fernando como en Cádiz, la Iglesia estuvo muy presente en la obra constitucional desarrollada en nuestras tierras, y, por qué no decirlo, en nuestros templos”.

Diego Muñoz Torrero, líder liberal
En este sentido, en 2009, ante el bicentenario de la apertura de las Cortes en San Fernando –actual Isla de León, a diez kilómetros de Cádiz–, monseñor Antonio Ceballos Atienza, recientemente sustituido por Rafael Zornoza Boy en agosto de 2011 al frente del Obispado de Cádiz-Ceuta, afirmó en una carta pastoral titulada Recordar y celebrar que “no puede olvidarse, ciertamente, que algunos eclesiásticos influyentes se alinearon con el grupo llamado reaccionario, defensores del absolutismo real y que se opusieron con fuerza a algunas de las decisiones de las Cortes, como la libertad de imprenta o la supresión de la Inquisición, pero, en verdad, lo más florido del Clero ilustrado de la época, apoyó positivamente el trabajo constitucional y fue verdadero protagonista de este momento señero de nuestra historia moderna”.
No habría más que recordar a algunos clérigos y liberales ilustres como Diego Muñoz Torrero –rector de la Universidad de Salamanca–, el cardenal Luis de Borbón, José Mejía Lequerica, José Nicasio Gallego –adalides de la libertad de imprenta– o Antonio Jesús Ruiz de Padrón, sacerdote canario que se erigió en el ejemplo del catolicismo liberal con su demoledor discurso contra la Inquisición.
Cuestión de número
No era sólo una cuestión de ideología, también de número. Melchor Fernández Almagro hizo recuento. En primer lugar, entre los 308 diputados presentes en las Cortes gaditanas, procedentes de la península y los virreinatos americanos, figuran los eclesiásticos, con 97 diputados; detrás van 60 abogados y 55 funcionarios públicos, les siguen 37 militares y 16 catedráticos, y los 43 puestos restantes se los reparten entre propietarios, comerciantes, médicos y títulos del Reino, que tan sólo eran tres.
“Ante estas cifras que representan un 30 por 100 de la totalidad de los diputados –sostiene Ramón Solís en El Cádiz de las Cortes, aún hoy indespensable pese a ser publicado en 1958–, no puede decirse, como tantas veces se ha afirmado, que el Congreso gaditano sea anticlerical y enemigo de la Iglesia; tanto menos cuando que en la mayoría de las ocasiones surge del mismo Clero el afán renovador en materia religiosa”.

Pergamino con el texto constitucional
Por eso, monseñor Ceballo sostuvo en su día: Sólo desde una lectura sesgada de la historia puede ignorarse la presencia y la influencia que tuvo la Iglesia de aquella época en tan importantes acontecimientos”, según una de sus últimas cartas pastorales, precisamente en la que defendía la presencia de la Iglesia Católica en los actos del Bicentenario de la Constitución de 1812. Así será.
En el magma de la amplísima programación de actos culturales e institucionales aprobado por el Consorción para la Conmemoración de La Pepa figura la exposición “La Iglesia en 1812”, que abrirá en abril en la Torre de la Catedral Vieja, además de la celebración XXIII Simposio de Historia de la Iglesia en España y América.
El debate eclesiástico
Las Cortes se ocuparon ampliamente de los temas eclesiásticos porque “existía un generalizado deseo de subsanar las deficiencias –como señala Emilio La Parra–, inclinándose unos por la acentuación de las formas tradicionales, optando otros, los más numerosas, por la reforma”.
Lo había entre el propio clero y porque lo exigía un sentimiento general del país. Según Claude Morange, “más significativas eran para las masas la cuestión del diezmo o la del poder económico de la Iglesia que la posibilidad de practicar otra religión que la católica, cuestión por así decirlo intempestiva”.


Eso explica, a diferencias de otras constituciones contemporáneas, por qué Cádiz no decretó la libertad de culto: no era una preocupación, como lo era, por ejemplo, la reforma de las órdenes religiosas o, sobre todo, la Inquisición. Y frente a ello, las diferencias eran más de método –de si era necesaria la aprobación de Roma o no– que de objeto, aunque esto no quiere decir que el padre Muñoz Torrero, una especie de Abate Sieyès del liberalismo hispano, compartiera políticas con el oratoriano Simón López García, representante de ideales conservadores que adelantaron lo que más tarde sería el carísimo.
En cierto sentido, los bancos del Oratorio de San Felipe Neri, sede de las Cortes y de la proclamación de la Constitución de Cádiz, escenificaron una especie de Concilio Nacional, sin llegar a serlo, claro está.
Un patrimonio al servicio de las Cortes
La presencia de la Iglesia Católica en el texto constitucional gaditano no es sólo tangible en diputados. Lo es también en otros dos elementos sustanciales. Primero, en el propio articulado. Más allá del artículo 12 y el mantenimiento de la prohibición de cualquier otra confesión, se encuentran referencias vinculadas a “misas del espíritu santo” antes de proceder a la elección de diputados (art. 47, 71 y 86), juramentos de cargos sobre los “santos evangelios” (art.117), sobre la fidelidad constitucional de los “cargos eclesiásticos” (art. 374) o sobre la enseñanza del catecismo en la “escuelas de primeras letras” (art. 336).

Juan Nicasio Gallego, con un papel fundamental en la libertad de Imprenta
Segundo, en una cuestión práctica que en palabras de monseñor Ceballos supuso “la aportación de lo que la Iglesia tenía” en aquel Cádiz sitiado por el ejército francés. Es decir, “los canónigos pusieron en venta algunas piezas del patrimonio catedralicio para ayudar a los gastos de la Nación y puso a disposición de las Cortes sus Templos más apropiados para las Sesiones de Cortes”.
No ya sólo el Oratorio de San Felipe Neri –recién inaugurado tras una larga rehabilitación, que mantiene su uso eclesiástico, a la vez que es símbolo constitucional–, sino otras iglesias como la del Carmen, que acogió el Te Deum de acción de gracias al que asistieron los diputados y las autoridades tras la proclamación constitucional, que se volverá a interpretar doscientos años después con la misma partitura de Nicolás Zabala, conservada en los Archivos Catedralicios.
La Constitución de 1812 fue un texto utópico –además de excesivamente reglamentista, prólijo, inviable– que, tan pronto como los liberales tienen la oportunidad de gobernar a su amparo, mostró su inutilidad como fórmula de gobierno. Útil como mito, como símbolo de la libertad, de una revolución que consistía –como explicó Agustín de Argüelles– “no en muertes, atrocidades y crímenes”, sino “en la alteración inevitable que deben tener nuestras instituciones, consecuencia necesaria de la que va corriendo por toda la Europa, anunciada por las luces”. Aunque a los liberales, a Muñoz Torrero y a tantos otros, les costaría más tarde el exilio y la represión.