martes, 6 de marzo de 2012

Vindicación de una utopía llamada Cádiz

La proclamación de la Constitución de 1812, según Salvador Viniegra (Museo de las Cortes de Cádiz)

Ahora que estamos en el umbral del Bicentenario, recupero un texto y una pregunta: ¿Hubiera sido posible una Constitución como la de 1812 sin Cádiz? ¿Hubiera sido la misma si las Cortes se hubieran celebrado, un poner, en Valencia? ¿O en Valladolid? Y no, no me digan, que aquel texto ni era democrático ni liberal... era, en una España desgajada por los jirones de la guerra, lo mejor hacia donde se podía ir. Que se lo pregunten (ojalá pudiéramos hacerlo) a todos aquellos diputados a lasque le hemos dado el calificativo de liberal y que, poco después, padecieron, algunos la muerte, otros –casi todos– el destierro. Desde el "divino" Arguelles al padre Muñoz Torrero... O, todos aquellos, que cayeron bajo el grito libertario de "Viva la Pepa"... Aunque en eso, si se tercia, entraremos otro día, antes o después, del 19 de marzo. 

Las Cortes aquí, las Cortes allá. ¿Y de Cádiz qué? Sin Cádiz ni habría Pepa ni guirigay, sin Cádiz la Constitución de 1812 habría sido poco más de una quimera de señoritos jugando a la libertad. De la revuelta contra el francés y la cobardía absolutista del rey felón, seguramente, habría surgido otra constitución predemocrática, pero no habría sido la que fue. Sin Cádiz ni se le parecería. Ahí al fondo, tan poca cosa y casi escondida desde que el fenicio se encaprichó con ella hace tres mil años, Cádiz tiñó la carta magna: le dio su coña marinera, sus sueños de progreso y hasta su vocabulario. 

A liberal, nadie ganó a Cádiz, entre otras evidencias, porque ella vino a parir la palabrita, que hasta entonces era más modesta y sinónimo de «generoso» o «espléndido ». Y de ahí creció hasta que su nueva acepción, «modernidad», comenzó a cavar en las dichosas Cortes la tumba del «Antiguo Régimen». Lo dijo Marichal: «Cádiz dio nacimiento semántico al liberalismo». Porque Cádiz, aún hoy, llama a las cosas por su nombre cuando nadie sabe bautizarlas y se inventa otros cuando ya tienen. No hubo batallones ni regimientos: en el Cádiz asediado por las tropas napoleónicas el ejército español era «lechuginos» , «guacamayos», «perejiles»... según el color del uniforme.

De 1810 a 1814, Cádiz, que ni aún era tacita de plata ni salada claridad, se reinventó a sí misma para reinventar España. Fueron apenas cinco años en los que el sur del sur, por una vez, ocupó el ombligo del poder de decisión justo cuando el comercio de Indias se iba a pique y con él la prosperidad de una ciudad que cerraba los ojos para no verlo. Pero, ahí, mira por dónde, la urbe que un día fue próspera y por entonces apuntaba a moribunda renace hasta el punto de coger a un país por el cuello y salvarle de perecer ahogado bajo las largas manos de Napoleón. 

El conde de Maule –una especie de pepito grillo del liberalismo– definió a Cádiz como «el Alejandría moderno» mentando así su prosperidad fundada sobre el privilegio del monopolio entre 1717 y 1778 para traficar con el chocolate del loro que fue el comercio de Indias. Pero en 1810 el loro ya estaba más que desplumado y la ciudad vivía de las escasas rentas de su puerto. La derrota de Trafalgar puso en inglés, por supuesto, el «The end» a la película. La agonía dura todavía. Algo quedó, no obstante: el principio de Pericles, ese que decía «el mar es libertad, trae nuevas ideas y hace a los hombres superiores». 

Aquel Cádiz de las Cortes fue una ciudad que se soñó a sí misma como sociedad ideal y utópica, lo hizo con graciosa majestad y, faltaría más, recreándose en el intento. Eso es lo que importa. Aunque, años después, el felón innombrable se lo hiciera pagar con sangre. Pero ese es ya otro cuento.


Desde la ermita (Fundación Vipren), pág. 15-16