jueves, 18 de octubre de 2012

Gauguin y el viaje de la fe


El Museo Thyssen-Bornemisza inaugura una gran exposición sobre el “primitivismo” en el arte contemporánea a partir de la huida del pintor francés a Tahití. 


JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | El viaje a lo exótico de Paul Gauguin (París, 1848-Atuona, 1903), su abandono de Francia y su destino a los Mares del Sur, su renuncia a la civilización para encerrarse en un primitivismo también fue un viaje de fe. 

El que va desde el Gauguin que, en una carta al pintor Emile Schuffenecker, afirmaba en 1888: “Un consejo. No pinte imitando demasiado a la naturaleza. El arte es una abstracción; extraiga esta abstracción de la naturaleza, soñando ante ella. Piense más en la creación que resultará que en la propia naturaleza. Crear como nuestro Divino Maestro es la única forma de elevarnos hacia Dios”. 

A ese otro que, sobre todo desde 1895, reniega de la jerarquía eclesiástica en una batalla sin cuartel –ahí están sus Diarios íntimos–, pero no olvida su credo. 

Como escribe Isabelle Cahn a propósito del Estudio para el Cristo Amarillo (1889), dibujo en lápiz sobre papel de la colección permanente del Museo Thyssen-Bornemisza: “Fue en Bretaña, en su retiro de Pont-Aven y de Le Pouldu, donde Gauguin empezó a interesarse por los temas religiosos; interés que mantendría hasta el fin de sus días”

En ese mismo 1888, Gauguin pintó, por ejemplo, una de sus primeras grandes obras simbolistas y católicas, La visión tras el sermón. Y solo un año después, ya en óleo sobre lienzo, su famoso Cristo amarillo. Unas semanas después, vuelve a pintarlo: esta vez en un autorretrato que dice mucho de la transformación que va a sufrir su concepción de la Iglesia católica en los próximos años. 

Estudio para Cristo Amarillo.


Es lo que explica, de nuevo, Isabelle Cahn, en el catálogo del Thyssen: “Justo antes de marcharse de Tahití, cuando Gauguin se cuestionaba el sentido y el alcance de su vocación, causa de tantos sacrificios y sufrimientos, el Cristo de la capilla de Trémalo volvió a aparecer en su obra. Puede apreciarse un primer plano del mismo, en forma de cuadro dentro del cuadro, detrás de un autorretrato del artista, y su presencia confiere un sentido metafórico al rostro del pintor. Al asimilar su destino al de Cristo, Gauguin se incluía en la tradición wagneriana, que concebía el arte como una misión superior, necesaria para la salvación de la humanidad, que exigía el sacrificio total del artista. Pero la sencillez casi inocente del Cristo amarillo sugiere una idea muy importante para Gauguin, la de la redención a través de lo primitivo y lo salvaje”. 

Es lo que va a ir a buscar en 1891 cuando pone rumbo a Tahití y cuando, cuatro años más tarde, regresa a la Polinesia. 


Místico y violento 

Su arte, pero también su vida y su fe, en cierto modo también giran hacia lo místico, lo violento y lo bárbaro. En una transición en la que afloran el dolor, la rabia, la rebelión contra la jerarquía, contra el colonialismo, contra la cristianización o la nada, contra todo lo que signifique Francia, Europa, civilización, Occidente

“El exotismo primitivo es una cultura sin contaminar, de vuelta a los orígenes de la humanidad. Lo europeo es lo corrupto, lo primitivo es lo natural. Se trata de volver al Jardín del Edén del que el hombre no debía haber salido nunca”, explica Paloma Alarcó, jefa de Conservación de Pintura Moderna del Museo Thyssen-Bornemisza y comisaria de la exposición que reúne 111 obras cedidas por museos de todo el mundo y que incluyen préstamos como Matamoe (1892), del Pushkin de Moscú; Dos mujeres tahitianas (1899), del Metropolitan de Nueva York; o Muchacha con abanico (1902), del Museum Folkwang de Essen (Alemania). 

Ese mesianismo utópico, esa reconstrucción, que emprende del paraíso perdido, es el eco que perdura del Cristo amarillo: se siente, quiere ser un maorí más, fundirse en un pueblo que el colonialismo francés –y la jerarquía católica– había, según denunció en sus Diarios, debilitado y transformado

“Gran parte de la cultura maorí se había perdido –explica Alarcó–. Él quiere devolver a los nativos su cultura perdida en una visión idealizada de un Edén arcaico en donde el hombre vive en perfecta sintonía con la naturaleza, la música, los colores”. 

Ese primitivismo no se deshace de la fe –se escapa en la exposición–, aún latente en la asimilación simbólica que hace Gauguin entre el Evangelio y la sociedad maorí en desaparición frente a la alianza entre la Iglesia y el París colonizador. De ahí que pinte Tierra deliciosa (1892), Yo te saludo, María (1892) o El nacimiento de Cristo, hijo de Dios (1896), en donde la Sagrada Familia tiene rostros maoríes.


Mata Mua (1892)
Es cierto que el distanciamiento de la jerarquía eclesiástica acaba en un enfrentamiento sangrante. Uno, Gauguin, escribiendo contra una Iglesia que acusa de irreconocible. De ahí lo que el obispo Martin anuncia a la metrópolis cuando en 1903 muere y es enterrado en “tierra sagrada” en Atuona: “Y por aquí no hay nada más que reseñar que la muerte súbita de un triste personaje, llamado Paul Gauguin, artista de renombre, enemigo de Dios y de todo lo que sea honestidad”. 

Gauguin y el viaje a lo exótico es, sin embargo, el testimonio de la interacción entre el primitivismo y el arte moderno. Del viaje, no de la fe, sino de “la experiencia viajera a lo exótico en el contexto del cosmopolitismo colonial”, como afirma el Thyssen. De la transformación que la hégira de Gauguin en busca de un paraíso no contaminado, de la última oportunidad de salvación. 

Enfermo de sífilis, abandonado y despreciado, el impulso del pintor francés ejerció una poderosa influencia y fue imitado por Monet, Rousseau, Nolde, Kirchner, Franz Marc y Otto Müller, entre otros. Sobre todo, en lo que Alarcó opina que es una de las mayores aportaciones: la etnología. 

El itinerario expositivo –que continúa la gran exposición de 2004, Gauguin y los orígenes del simbolismo– arranca con la sala denominada ‘Invitación al viaje’ que examina el aliento de Delacroix, precedente de Gauguin en busca de lo exótico. Le sigue ‘Idas y venidas, Martinica’, con el cuadro homónimo pintado en 1887 antes de que descubra el ‘Paraíso tahitiano’ –tercera sala– que plasma en obras como Matamoe (1892) o Dos mujeres tahitianas (1899).

En ‘Bajo las palmeras’, Alarcó reflexiona sobre ese nuevo lenguaje artístico que encontró Gauguin en Tahití: “Ya no quiere representar lo que está viendo, sino lo que él siente en el ambiente en el que vive, sus ensoñaciones”. Nada mejor que la naturaleza para mostrar esta quimera. Porque en ‘El artista como etnógrafo’ y ‘Gauguin, el canon exótico’, los maoríes copan sus grandes obras, como Muchacha con abanico (1903). En ‘La luna del sur’ lo hace, sin embargo, Nolde, Kandinsky o Paul Klee antes de que en ‘Tabú. Matisse y Murnau en Tahití’ explore la transformación de la pintura de Matisse en lo que, lejos del ejemplo de Gauguin, había sido un viaje de placer. 


En el nº 2.819 de Vida Nueva