martes, 8 de noviembre de 2011

Tomás Segovia, muerte del ausente



“Indignado, pero por mi cuenta” –como va diciendo Victor Manuel aún por los escenarios y las cuencas mineras– ando esta tarde, después de ver y escuchar dos, tres, telediarios –qué decepción con TVE– y ver que la noticia es lo insípida que acostubra, pero que, aún así, ignora la muerte de Tomás Segovia (Valencia, 1927), poeta y exiliado. Por este orden. El creador va siempre con su dolor y su experiencia subidos a los hombros, eso ya se sabe, de ahí que sea innecesario separar al último exiliado del verso patrio de su cumbre poética. La palabra de Segovia encarna los valores del exilio, de esa errancia per se del hombre contemporáneo, condenado a huir de la tierra, de lo cercano, de la raíz. Pero en ese vivir lo ajeno encontró Segovia el origen de la civilización y de su propia voz poética. Escribir era también, así lo decía él, mirarles a los ojos a unos cuantos enigmas de la vida.

Novelista, traductor, dramaturgo, Segovia se ha paseado en su totalidad literaria por el sentido de la historia, por el rastro de la soledad, por el impulso del eros, por el ahondamiento en lo sagrado de vivir, por el vislumbre de lo profético, por un estar de pie en la realidad y por el punto de vista de un yo siempre desafiante. Todo ello era Segovia, aun cuando, por lo debajo, por lo subterráneo, todo ese mismo eco poético es ausencia, hasta su muerte es ausencia. “La poesía no se produce sola. Hay que descubrirla, no inventarla” (1). Esa frase no sólo retrata su modo de ser poeta, sino también su encarnación de la vida, su modo de vivir. La vivió con intensidad, con rebeldía, con una distancia hacia el poder fuera cual fuera su forma y su nacionalidad, con desobediencia – a “recetas y consignas de época”, como decía, definiendo su poesía misma– entre México y Madrid, a donde volvió silenciosamente como hijo del exilio hace ya unos años.

Viajó recientemente a México, a donde nunca dejó de ir, y allí en DF le sorprendió una muerte que no esperaba antes de regresar a España. Sin telediario, pero con la pasión de los lectores, Segovia estará siempre en las dos orillas del Atlántico. Un poeta errante, del Sol y la Luz, que quizá quiso morirse en México, donde era figura, referente, intelectual y lúcido. Aquí, no se le trató con la desmesura que merecía, independiente de todo y de todos. En “Partida”, un poema de Partición, que reunió poemas de entre 1976 y 1982, escritos en su mayoría tras regresar a España por primera vez, hay tres versos que resuenan de modo especial hoy día de adiós y luto como hoy:

Me voy libre de peso
Contento de no ir a ningún lado
De no ser el ausente en ningún lado.

Le recuerdo por muchos poemas. Por “Atardecer”, por ejemplo, un poema de La voz turbada (1943), presente en la precisa antología que Fondo de Cultura Económica publicó en su colección Tierra Firme, publicada en 1998.

ATARDECER
Qué solo se está el mundo cuando cae la tarde, 
cuando la hora y la luz hacen posible 
la llegada de un reposo que no existe. 
Qué triste es el mundo cuando cae la tarde 
y quedo a solas con él en el silencio. 
Nada tengo puesto en el mundo 
pero él ha puesto en mí su tristeza 
como el mar ancha y salobre. 
Nada tengo puesto en el mundo 
si no es mi origen en su tierra oscura 
y me separa de él toda la fuerza 
de mi esperanza. 
Pero lo llevo dentro, vasto y punzante, 
y amo su tristeza cuando cae la tarde, 
cuando mi alma busca en el silencio 
un reposo que bien sabe que no existe.

(1) En una entrevista mantenida con Mónica Mateos sostenía Tomás Segovia: “La poesía es crear sentido. Pero no utilizo el crear como aquello de ‘Dios creó’, sino como descubrir y así es una responsabilidad. La poesía no se produce sola, no hay una ley inexorable que la produce. Hay que descubrirla, no inventarla”.