jueves, 15 de noviembre de 2012

El via crucis de Botero


El Museo de Bellas Artes de Bilbao acoge una exposición antológica con 80 obras del pintor colombiano en la que está ausente su última gran serie sobre la Pasión de Jesús.

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | “A veces creyente, a veces ateo”. Así ve su fe Fernando Botero (Medellín, Colombia, 1932). Con esa misma duda podría interpretarse su pintura. Más bien esa otra pintura de “religión y clero”, como él mismo la ha denominado en Celebración, la exposición antológica con la que conmemora su 80º cumpleaños en el Museo de Bellas Artes de Bilbao.

La muestra exhibe 80 obras –79 pinturas y una escultura monumental, el bronce Caballo con bridas (2009)–, entre las que tan solo siete muestran la afinidad de Botero con la pintura religiosa.

“El arte sacro es un capítulo fundamental del arte occidental y también de la imaginería colonial barroca latinoamericana. Botero se incluye en esa tradición, tal y como muestran las siete pinturas de esta sala, aunque lejos de los fines didácticos o de representatividad que le son propios”, explica su hija, Lina Botero, comisaria de la exposición y autora del ensayo central del catálogo.


Cardenal durmiendo (2004)

Cierto que en esas siete obras de “religión y clero” que se pueden ver en Bilbao, cinco de ellas –El obispo (2002), El nuncio (2004), Cardenal durmiendo (2004), El seminario (2004), Baño en el Vaticano (2006)– son ejemplos del interés del pintor colombiano por los temas religiosos como una excusa para explorar pictóricamente las situaciones, las formas, los colores, los atuendos y los atributos iconográficos, como camándulas y báculos.

“Es la plasticidad de las formas y vestiduras lo que le interesa, la teatralidad y el boato de este mundo, que el pintor plasma con amable sentido del humor”, añade Lina Botero.


Sin ánimo de ofender

Ante esta serie de pinturas, extensa desde aquel En camino al Concilio Eucarístico (1972) de la colección de los Museos Vaticanos, es imposible sustraerse a la sátira, incluso a la burla o descreencia de casullas vaticanas.

Botero no lo niega, aunque en su retahíla de nuncios, cardenales, obispos, madres superioras, seminaristas… mantiene que no hay sarcasmo ni ánimo de ofender. Las obras están ahí, exponiendo, cuando menos, cierta ambigüedad. Sus composiciones, absurdas casi siempre, responden de modo evidente a esa exaltación del color y del volumen que define su pintura. Al igual que la burla.

Capítulo aparte en esta dualidad de la obra religiosa de Botero es la interpretación, sobre todo, de la figura de Cristo. En Bilbao tan solo se puede ver uno de estos retratos: Ecce homo (1967). Aunque el volumen sigue presente como marca del pintor, la ambigüedad aquí desaparece y queda un Jesús desnudo, paciente, doliente y, en contra de lo que es habitual en la imaginería boteriana, sin ironía, ni sátira.

Muy nítidamente se ve en las obras pintadas entre 2008 y 2011 en torno al vía crucis: la Pasión de Cristo, serie de 27 óleos de diverso formato y 34 dibujos expuesta el pasado mes de diciembre en la Galería Marlborough de Nueva York y, durante esta primavera, en el Museo de Bellas Artes de Antioquía (Medellín, Colombia), al que Botero la ha donado íntegramente.


Jesús y la multitud-Via Crucis (2010)

“Botero, quien en sus propias palabras dice ser a veces creyente y a veces agnóstico, captura la intensidad y crueldad y a la vez la penetrante poesía del tremendo drama del camino de la Cruz que Cristo recorrió hacia su crucifixión”, afirma la historiadora del arte Cristina Carrillo de Albornoz, autora de la introducción del catálogo de la Galería Marlborough. En ese texto, Carrillo de Albornoz compara la obra de Botero con la del filósofo Francis Bacon.

En su conjunto, el vía crucis no responde al orden de las estaciones; y su organización es casi siempre temática o, simplemente, cromática. Parte, desde el punto de vista artístico, de la admiración de Botero por el Quattrocento italiano, su fuente recurrente de inspiración y el período más decisivo en la historia de la pintura según opina el pintor colombiano.


Homenaje pictórico

Así que, en primer lugar, su Pasión de Cristo nace de un homenaje pictórico: “El arte ennobleció las imágenes del vía crucis, que fueron desapareciendo sobre todo a partir de la Revolución Francesa. Picasso, que pintó casi todo, solo tiene un Cristo”, según señala el pintor colombiano.

Sin embargo, en una segunda mirada, ese Botero que se autodenomina “creyente a ratos, pero no religioso; no practico”, ha ideado una serie de plena vigencia contemporánea. Su Cristo está presente entre nosotros, en escenarios de hoy como Central Park o la Quinta Avenida en Nueva York, pero también en esa otra América hispanoamericana que simbolizan las calles de Medellín.

Es un Jesús que habita en los rostros y la angustia, en el dolor y también en la esperanza. Ese Jesús y la multitud (2010), por ejemplo, en donde la mirada de Cristo bajo la corona de espinas encierra una tristeza infinita. Es el Cristo también de El beso de Judas (2010) en el que el propio Botero se sitúa en un ángulo del cuadro y mira hacia Jesús en el mismo instante en que Judas, vestido como cualquiera lo haría hoy pero con un rolex de oro en la muñeca, besa al Maestro entre los soldados romanos.


Crucifixión-Via Crucis (2010)

Incluso ese Jesús de El camino de los lamentos (2011) en el que un policía sudamericano, en vez de un soldado romano, le golpea con su porra mientras al fondo de la escena una mujer mira con horror por una puerta entreabierta. O ese otro de Crucifixión (2012), inmenso, de dos metros por uno y medio, en el que Cristo está pintado de verde en la cruz clavada en Central Park, el icono de Nueva York, mientras que al fondo las niñeras, inmigrantes y latinas, conducen sus carritos de niños como cualquier otro día.

En esta visión contemporánea del vía crucis la presencia de la Virgen es también constante. Una María que nada tiene que ver con esa Nuestra Señora de Colombia (1992) que se puede ver en el Bellas Artes de Bilbao, una simple copia de un icono medieval, sino esa otra Virgen caracterizada como cualquier madre de hoy, con el horror en la mirada, ante el calvario, ante la angustia, ante la multitud que, dos mil años después, le mira y no le ve, con rostros de rabia y de traición, casi de enajenación.

Es lo que se ve en Jesús encuentra a su madre (2011), otra de las escenas extraordinarias de esta Pasión de Cristo interpretada por Botero que da una imagen muy distinta a esa otra que se muestra en Bilbao en siete de las ochenta obras que ha seleccionado Lina Botero en el Museo de Bellas Artes –se pueden ver hasta el 20 de enero– con afán antológico.

El estilo personal, figurativo y a contracorriente del pintor colombiano se ve en la exposición bilbaína, además de en “Religión y clero”, en otros siete apartados en los que se examina la “Obra temprana”, la visión de “Latinoamérica”, el imaginario de “El circo”, las “Versiones” de obras conocidísimas de la pintura universal, la famosa serie sobre la prisión de “Abu Ghraib”, una selección de sus pinturas en torno a la fiesta de los toros reunida, “La corrida”, y un último capítulo dedicado a la “Naturaleza muerta”.

En el nº 2.823 de Vida Nueva.

jueves, 8 de noviembre de 2012

W. R. Hearst, el gran expoliador


Una investigación académica detalla “La destrucción del patrimonio artístico español” entre 1800 y 1950, con el gran magnate norteamericano como gran protagonista.

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ 
“La historia de un tiempo realmente ambiguo, incluso contradictorio, en el que un personaje avalado por una fortuna extraordinaria trató de rodearse de cuantos tesoros históricos deseó y fue capaz de atesorar. Con ello propició despojos hasta entonces difíciles de imaginar, a fin de materializar proyectos arquitectónicos sólo posibles de soñar, a la vez que procuró, a su paso, vacíos a duras penas disimulables en el catálogo histórico-artístico español”.

Es la historia del magnate W. R. Hearst, al que Orson Welles retrató en Ciudadano Kane, y protagonista del mayor expolio cometido contra el patrimonio artístico español. También es el gran protagonista de la profusa y sorprendente investigación publicada por José Miguel Merino de Cáceres y María José Martínez: La destrucción del patrimonio artístico español: W.R. Hearst, el gran acaparador (Cátedra).

Setecientas páginas apasionantes que Merino de Cáceres, catedrático de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, y Martínez Ruiz, profesora de Historia del Arte de la Universidad de Valladolid, han escrito para describir la “perniciosa asociación de ignorancia, desidia, codicia y una mal interpretada modernidad” que se extendió, al menos, durante siglo y medio, entre 1800 y 1950, en una combinación de expolio artístico y negocio que, de algún modo, tuvo su origen en el despojo indiscriminado de las tropas francesas durante la Guerra de Independencia.

El comedor de San Simeón, la mansión de Hearst en California
 “Una vez perdida esa especie de inviolabilidad de las obras sagradas, o de aquellas que se encontraban en la órbita de las clases poderosas, éstas quedaron a merced de cualquier desmán cometido bajo el signo de las más variadas razones”. La cuestión es que, como enumeran los autores, “avispados agentes traspasaron nuestras fronteras durante el siglo XIX con carretas repletas de obras de arte, y a lo largo de la primera mitad del XX se permitieron completar barcos con obras de todo tipo con destino a los mercados más prósperos”. El principal destino tenía por nombre William R. Hearst, el todopoderoso “Ciudadano Kane”. 

Voracidad coleccionista

Los objetivos fueron iglesias y monasterios –que particularmente padecieron una desamortización en 1836 que si bien “nacionalizó” numerosos bienes artísticos pero también arrojó a muchos inmuebles a la destrucción absoluta– y también palacios, casas nobles, castillos. La rapiña llegó, según Merino y Martínez Ruiz, con “la voracidad del coleccionismo estadounidense” durante finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX.

“La potente burguesía norteamericana era capaz de comprar todo cuanto en España se deseara vender”. Ambos autores apuntan directamente a los hispanistas Arthur Byne y su esposa, Mildred Stapley, como “los protagonistas fundamentales del negocio clandestino de venta y exportación de obras de arte del país”. Es decir, los marchantes que se encargaron de abastecer a Hearst y a todos cuantos nuevos ricos quisieron hacerse con un trozo de Historia de España, entre los que se citan a los J.P. Morgan, Henry S. Frick, Andrew Mellow o John D. Rockefeller, Jr. 

Montaje del monasterio de Sacramenia en Miami en 1952
Sólo a partir de 1922, coincidiendo con la denuncia en las Cortes del despojo de San Baudelio de Berlanga, y especialmente con la legislación de 1933, el expolio pasó a ser un negocio clandestino. Hearst, el primer gran magnate de la prensa, fue “el mayor comprador de arte español” y un verdadero especialista en armas, armaduras, tapices y cerámica hispanomorisca, sus piezas favoritas. Con Byne de agente, “no dudó en vulnerar todo tupo de obstáculos legales a fin de satisfacer su insaciable apetito como coleccionista”. Las piezas catalogadas procedentes de España –y hoy esparcidas por museos norteamericanos y de medio mundo– que acaparó entre 1912 y 1951 son miles y miles. 

Buena parte para decorar su impresionante mansión de San Simeón en California y su apartamento de Nueva York –cinco plantas y un ático del Clarendon Building de la calle 86, en donde colgaba, por ejemplo, El credo de los apóstoles, tapiz del siglo XVI procedente de la catedral de Toledo–, entre otra decena de inmensas residencias a lo largo de todo Estados Unidos, además de castillos en Irlanda y Escocia.

“Llevo la corte de los Austrias a pleno corazón de Manhattan o a lo alto de una loma en California. El gran magnate de la comunicación convirtió en posible lo aparentemente imposible –escriben los autores–, procuró para sí una puesta en escena que mucho debía a la historia y la cultura europeas, si bien interpretadas de una manera tan excéntrica y personal que sólo una personalidad como la suya podía imaginar”. 

Foto actual del claustro del Monasterio de Sacramenia en Miami
Como inimaginable fueron sus compras, entre ellas, el claustro, sala capitular y refectorio del desamortizado monasterio románico de Santa María la Real de Sacramenia (Segovia), así como heraldos del convento de San Francisco de Cuéllar (Segovia) que se instalaron, a partir de 1925, en Sacramenia, reconstruido piedra a piedra en Miami. 

Hearst también adquirió del monasterio cisterciense de Óvila (Guadalajara), vendido por Fernando Beloso, director del Banco Español de Crédito en 1931, su claustro, sala capitular, refectorio, dormitorio de novicios y portada manierista de la iglesia, cuyas piedras están dispersas hoy en el Golden Gate Park de San Francisco. [...]


José Miguel Merino de Cáceres y María José Martínez: La destrucción del patrimonio artístico español: W. R. Hearst, el gran acaparador (Cátedra), 736 páginas. En papel (Tapa blanda): 32,00 €

En el nº 2.822 de Vida Nueva, Hearst, el gran expoliador, íntegro solo para suscriptores.


jueves, 1 de noviembre de 2012

María Blanchard, la vanguardia de Dios



El Reina Sofía dedica una gran retrospectiva a la pintora cubista española para romper el olvido ochenta años después de su muerte. 
JUAN CARLOS RODRÍGUEZ 

Su nombre es María Gutiérrez Blanchard (Santander, 1881-París, 1932). Y cambió para siempre el destino de la pintura simplemente como María Blanchard, ese apellido que le dejó su madre francesa de Biarritz y ascendencia polaca. El Museo Reina Sofía le dedica, 80 años después de su muerte, una retrospectiva que quiere sacarla del olvido y reivindicarla: “Si hay una gran pintora cubista esa es María Blanchard”, afirma María José Salazar, comisaria de la exposición.

El Reina Sofía reúne 74 obras, entre pinturas y dibujos, que recorren en Madrid toda su vida, es decir, desde un primer cubismo de extrema sencillez a otro más complejo y sintético desarrollado en paralelo a Juan Gris. “María Blanchard ha sido, y aún sigue siendo hoy, la gran desconocida del grupo de artistas que consolidaron la renovación artística de principios del siglo XX", insiste Salazar.

"Pese al tiempo transcurrido, una serie de hechos ajenos a su devenir artístico hicieron que su vida fuera relatada con grandes lagunas y enormes contradicciones y su obra permaneciera en un segundo plano respecto a sus coetáneos y amigos de la vanguardia –añade–. Sin embargo, Blanchard igualó y, en algunos casos, los superó, especialmente por su personal manera de entender y sentir el cubismo, que se distingue por su rigor formal, su austeridad y el dominio del color”. 

En busca de la belleza

María Blanchard vivió toda su vida buscando la belleza –su vida estuvo marcada por la deformidad, la cifoescoliosis que padeció desde su nacimiento– y, especialmente, desde 1927 muy cerca de Dios, en una etapa de misticismo, de espiritualidad y de realismo, en la que la figuración que había estado en su origen regresa a su pintura marcada por un hondo catolicismo.

Blanchard, al fondo, con J. Rivière

“Su deformidad corporal parece haber sido para ella un motivo de incesante sufrimiento. Se vio siempre excluida de todas las formas normales de la vida, y sólo en muy escasa medida supo hallar un sustitutivo en su arte o, hacia el fin de su vida, en la religión”, según el crítico y poeta Gabriel Ferrater dejó escrito en su libro Sobre la pintura (Seix Barral, 1981).

“Se adentra en esta nueva etapa con un modo de expresión propio, sirviéndose de la figura humana como legataria de sus propias vivencias interiores”, añade Salazar, comisaria de la exposición y conservadora del Reina Sofía. “Es éste un periodo muy interesante –continúa–, con un punto de inflexión en 1927, que redunda en una iconografía más sensible, melancólica, y poética, en la que por debajo de la técnica, el color y el dibujo, subyace un profundo sentido de la realidad”.

Ahí es donde se comprende la descripción que de ella hace Ramón Gómez de la Serna, incluida en su libro Pintores íntegros: “El alma de María era, sin embargo, tan española que necesitaba llenar de misticismo su bóveda románica y después de su éxito sentía que le quedaba íntegro y sin solución el gran espacio de un alma religiosa, entre ermita e iglesia en las afueras de la pintura”. 

La comulgante (1914-20)

Tan a las afueras que, como explicó Ferrater, Blanchard decide abandonar los pinceles por sus “escrúpulos de conciencia” para dedicarse a los más necesitados. Su confesor en París, el padre Alterman, la convence de que la pintura no contradice a Dios. Y Blanchard, que nunca gozó de una sólida posición económica, siguió pintando aunque su arte giró a ese realismo tan palpable de sus últimos años, lleno de patestismo, que ya había intuido en una de sus primeras obras maestras, La comulgante (1914-1920), puente entre sus dos etapas figurativas y causa del gran éxito que obtuvo en el 32º Salon des Indépendants, celebrado en París en 1921. 

La filiación católica que experimenta Blanchard –que provenía de una familia abiertamente atea–, la sitúa Ferrater ya en 1925. “El caso es que, poco antes o poco después de su conversión, entró la pintora en estrecha relación con la familia del escritor Jacques Rivière —ya muerto entonces, según escribe Ferrater—, a cuya hija dio lecciones de pintura. En aquel ambiente de escritores católicos, la religión fue convirtiéndose en el centro de su vida espiritual” [...].

En el nº 2.821 de Vida NuevaMaría Blanchard, la vanguardia de Dios, íntegro solo para suscriptores


jueves, 25 de octubre de 2012

Pasión por las catedrales

José María Pérez, Peridis, durante la presentación de su libro. Foto: Fundación Santa María la Real

Peridis y José Luis Corral coinciden con dos ensayos muy personales sobre las “casas de Dios”, los grandes templos catedralicios, con el gótico como protagonista.

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ
Pasión por las catedrales. Luz, piedra y esperanza. Dos ensayos –diferentes, complementarios, ambos apasionados– coinciden en torno a las catedrales como grandes gestas de fe, de conocimiento, de arte. El dibujante José María Pérez, Peridis (Cabezón de Liébana, Cantabria, 1941) ha escrito La luz y el misterio de las catedrales (Espasa). Con él recorre siete catedrales españolas del románico al gótico: Jaca, Santiago de Compostela, Lérida, Barcelona, Burgos, Cuenca y Oviedo. 

“El libro, con otros lenguajes, es un cuento y en él hablo de las catedrales a mi manera, a la pata llana, hablando de la vida, el misterio… –afirma Peridis–. Contamos la peripecia del Códice Calixtino, cómo aparecen las reliquias del Apóstol en Santiago, o en Burgos cómo sería la primera catedral románica, con el obispo Mauricio cuando ve construir Notre Dame de París y sueña la suya para Burgos, la cantera de donde sale la piedra, el Cid que mira hacia arriba pensando que se le puede caer otra vez el cimborrio encima”. 

Diez años de trabajo, viajes a archivos y a catedrales góticas por todo el mundo han dado a José Luis Corral (Daroca, Zaragoza, 1967) material para escribir El enigma de las catedrales (Planeta) y explicar “mitos y misterios de la arquitectura gótica”. Pero el germen del libro es, según admite, la fascinación por catedrales como León o Burgos. “Encontrarán claves para encontrarse con la trascendencia que representan estas dos catedrales –confiesa–. No es un libro de historia de arquitectura, sino un ensayo para comprender en toda su extensión lo que significaron las catedrales góticas para la humanidad del Occidente medieval entre los siglos XII y XVI. Yo digo que es un esfuerzo interpretativo dirigido a los lectores que se sientan atraídos por una de las manifestaciones más apasionantes del genio creador del ser humano”. 

Peridis, arquitecto además de dibujante, ha trabajado en la recuperación de templos románicos rurales –y ahí queda su serie Las claves del románico– y está al frente de la Fundación Santa María la Real, con sede en Aguilar de Campoo. Ahora, como prólogo a la serie televisiva que la fundación ha coproducido con TVE –también denominada La luz y el misterio de las catedrales, aunque aún sin fecha de emisión en La 2–, publica su visión de las catedrales españolas “más representativas”, según afirma, junto a “algunos dibujitos de apuntes que he hecho durante las visitas a los templos”. 


José Luis Corral. Foto: Planeta

Catedrales que define como “luz y espectáculo, innovación y tecnología de la época”. Y añade: “Con ellas se materializó el paso del románico al gótico, del arco de medio punto al arco apuntado, de la bóveda de cañón a la de crucería… Los edificios tenían menos piedra, la materia que sobraba se convertía en luz y en misterio”. Desde un punto de partida similar arranca su ensayo José Luis Corral, quien abre El enigma de las catedrales narrando la conversión al catolicismo del poeta Paul Claudel –“En un instante mi corazón fue tocado, y creí”– y el alumbramiento que sintió cuando entró en la catedral de Notre-Dame por primera vez. “En su interior, una catedral gótica semeja una especie de acumulador de luz mística, pues no en vano está ideada para provocar en el ser humano la sensación de estar recibiendo toda la luz y la energía de la tierra y el cielo”, escribe Corral. 

Claves que se escapan

El historiador y novelista, autor de El Cid, La prisionera de Roma o El códice del peregrino, insiste en que ha intentado volcar en su obra las claves que al visitante, incluso al fiel de hoy, se les escapa cuando pisa una catedral gótica. “Una catedral es también un texto semiótico que contiene un mensaje expresado a través de unas claves que es preciso conocer para poder entenderlo en su totalidad –afirma a Vida Nueva–. Es decir, una catedral es un universo que está lleno de símbolos. Lo que ocurre es que los hombres y mujeres del siglo XX y XXI hemos perdido la capacidad de entender ese código de señales. Lo desconocen. Sin embargo, en la Edad Media ese código de símbolos era el lenguaje del conocimiento y la fe”. 

Dicho de otro modo, según añade: “Lo que pretendo es que la gente que se acerque a una catedral después de leer el libro sufra un impacto emocional una vez que sea capaz de comprenderla en toda su amplitud. Porque fueron construidas para asombrar, y porque siguen despertando sensaciones prodigiosas”. [...]

En el nº 2.820 de Vida Nueva. Pasión por las catedrales, íntegro solo para suscriptores

jueves, 18 de octubre de 2012

Gauguin y el viaje de la fe


El Museo Thyssen-Bornemisza inaugura una gran exposición sobre el “primitivismo” en el arte contemporánea a partir de la huida del pintor francés a Tahití. 


JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | El viaje a lo exótico de Paul Gauguin (París, 1848-Atuona, 1903), su abandono de Francia y su destino a los Mares del Sur, su renuncia a la civilización para encerrarse en un primitivismo también fue un viaje de fe. 

El que va desde el Gauguin que, en una carta al pintor Emile Schuffenecker, afirmaba en 1888: “Un consejo. No pinte imitando demasiado a la naturaleza. El arte es una abstracción; extraiga esta abstracción de la naturaleza, soñando ante ella. Piense más en la creación que resultará que en la propia naturaleza. Crear como nuestro Divino Maestro es la única forma de elevarnos hacia Dios”. 

A ese otro que, sobre todo desde 1895, reniega de la jerarquía eclesiástica en una batalla sin cuartel –ahí están sus Diarios íntimos–, pero no olvida su credo. 

Como escribe Isabelle Cahn a propósito del Estudio para el Cristo Amarillo (1889), dibujo en lápiz sobre papel de la colección permanente del Museo Thyssen-Bornemisza: “Fue en Bretaña, en su retiro de Pont-Aven y de Le Pouldu, donde Gauguin empezó a interesarse por los temas religiosos; interés que mantendría hasta el fin de sus días”

En ese mismo 1888, Gauguin pintó, por ejemplo, una de sus primeras grandes obras simbolistas y católicas, La visión tras el sermón. Y solo un año después, ya en óleo sobre lienzo, su famoso Cristo amarillo. Unas semanas después, vuelve a pintarlo: esta vez en un autorretrato que dice mucho de la transformación que va a sufrir su concepción de la Iglesia católica en los próximos años. 

Estudio para Cristo Amarillo.


Es lo que explica, de nuevo, Isabelle Cahn, en el catálogo del Thyssen: “Justo antes de marcharse de Tahití, cuando Gauguin se cuestionaba el sentido y el alcance de su vocación, causa de tantos sacrificios y sufrimientos, el Cristo de la capilla de Trémalo volvió a aparecer en su obra. Puede apreciarse un primer plano del mismo, en forma de cuadro dentro del cuadro, detrás de un autorretrato del artista, y su presencia confiere un sentido metafórico al rostro del pintor. Al asimilar su destino al de Cristo, Gauguin se incluía en la tradición wagneriana, que concebía el arte como una misión superior, necesaria para la salvación de la humanidad, que exigía el sacrificio total del artista. Pero la sencillez casi inocente del Cristo amarillo sugiere una idea muy importante para Gauguin, la de la redención a través de lo primitivo y lo salvaje”. 

Es lo que va a ir a buscar en 1891 cuando pone rumbo a Tahití y cuando, cuatro años más tarde, regresa a la Polinesia. 


Místico y violento 

Su arte, pero también su vida y su fe, en cierto modo también giran hacia lo místico, lo violento y lo bárbaro. En una transición en la que afloran el dolor, la rabia, la rebelión contra la jerarquía, contra el colonialismo, contra la cristianización o la nada, contra todo lo que signifique Francia, Europa, civilización, Occidente

“El exotismo primitivo es una cultura sin contaminar, de vuelta a los orígenes de la humanidad. Lo europeo es lo corrupto, lo primitivo es lo natural. Se trata de volver al Jardín del Edén del que el hombre no debía haber salido nunca”, explica Paloma Alarcó, jefa de Conservación de Pintura Moderna del Museo Thyssen-Bornemisza y comisaria de la exposición que reúne 111 obras cedidas por museos de todo el mundo y que incluyen préstamos como Matamoe (1892), del Pushkin de Moscú; Dos mujeres tahitianas (1899), del Metropolitan de Nueva York; o Muchacha con abanico (1902), del Museum Folkwang de Essen (Alemania). 

Ese mesianismo utópico, esa reconstrucción, que emprende del paraíso perdido, es el eco que perdura del Cristo amarillo: se siente, quiere ser un maorí más, fundirse en un pueblo que el colonialismo francés –y la jerarquía católica– había, según denunció en sus Diarios, debilitado y transformado

“Gran parte de la cultura maorí se había perdido –explica Alarcó–. Él quiere devolver a los nativos su cultura perdida en una visión idealizada de un Edén arcaico en donde el hombre vive en perfecta sintonía con la naturaleza, la música, los colores”. 

Ese primitivismo no se deshace de la fe –se escapa en la exposición–, aún latente en la asimilación simbólica que hace Gauguin entre el Evangelio y la sociedad maorí en desaparición frente a la alianza entre la Iglesia y el París colonizador. De ahí que pinte Tierra deliciosa (1892), Yo te saludo, María (1892) o El nacimiento de Cristo, hijo de Dios (1896), en donde la Sagrada Familia tiene rostros maoríes.


Mata Mua (1892)
Es cierto que el distanciamiento de la jerarquía eclesiástica acaba en un enfrentamiento sangrante. Uno, Gauguin, escribiendo contra una Iglesia que acusa de irreconocible. De ahí lo que el obispo Martin anuncia a la metrópolis cuando en 1903 muere y es enterrado en “tierra sagrada” en Atuona: “Y por aquí no hay nada más que reseñar que la muerte súbita de un triste personaje, llamado Paul Gauguin, artista de renombre, enemigo de Dios y de todo lo que sea honestidad”. 

Gauguin y el viaje a lo exótico es, sin embargo, el testimonio de la interacción entre el primitivismo y el arte moderno. Del viaje, no de la fe, sino de “la experiencia viajera a lo exótico en el contexto del cosmopolitismo colonial”, como afirma el Thyssen. De la transformación que la hégira de Gauguin en busca de un paraíso no contaminado, de la última oportunidad de salvación. 

Enfermo de sífilis, abandonado y despreciado, el impulso del pintor francés ejerció una poderosa influencia y fue imitado por Monet, Rousseau, Nolde, Kirchner, Franz Marc y Otto Müller, entre otros. Sobre todo, en lo que Alarcó opina que es una de las mayores aportaciones: la etnología. 

El itinerario expositivo –que continúa la gran exposición de 2004, Gauguin y los orígenes del simbolismo– arranca con la sala denominada ‘Invitación al viaje’ que examina el aliento de Delacroix, precedente de Gauguin en busca de lo exótico. Le sigue ‘Idas y venidas, Martinica’, con el cuadro homónimo pintado en 1887 antes de que descubra el ‘Paraíso tahitiano’ –tercera sala– que plasma en obras como Matamoe (1892) o Dos mujeres tahitianas (1899).

En ‘Bajo las palmeras’, Alarcó reflexiona sobre ese nuevo lenguaje artístico que encontró Gauguin en Tahití: “Ya no quiere representar lo que está viendo, sino lo que él siente en el ambiente en el que vive, sus ensoñaciones”. Nada mejor que la naturaleza para mostrar esta quimera. Porque en ‘El artista como etnógrafo’ y ‘Gauguin, el canon exótico’, los maoríes copan sus grandes obras, como Muchacha con abanico (1903). En ‘La luna del sur’ lo hace, sin embargo, Nolde, Kandinsky o Paul Klee antes de que en ‘Tabú. Matisse y Murnau en Tahití’ explore la transformación de la pintura de Matisse en lo que, lejos del ejemplo de Gauguin, había sido un viaje de placer. 


En el nº 2.819 de Vida Nueva




viernes, 12 de octubre de 2012

"Entrevista con un fantasma". Un homenaje in memoriam al periodista Antonio Rivera


He contado, aproximadamente, el proceso de nacimiento del libro de relatos Fantasmas y monstruos de Chiclana, que incluye uno de mis relatos: "Entrevista con un fantasma". Me gustaría –además de incluir aquí el comienzo del mismo, gracias a Navarro Editorial– contaros de modo breve cómo nació esta narración porque, ante todo, y quizás sea su motivación más precisa, es un homenaje a un gran periodista del que aprendí mucho cuando aún era estudiante de periodismo y que ahora, cuando se cumplen diez años de su muerte, está más que nunca presente en la memoria de quienes le conocimos y apreciamos: Antonio Rivera (Chiclana, 1961-Valparaiso, Chile, 2002). 

Entre el 11 y 30 de abril de 1983, Diario de Cádiz publicó, al menos, una decena de artículos acerca del “Fantasma” de Chiclana, un ensabanado –es decir: sabana blanca al vuelo– que se había hecho famoso en un tiempo de crisis y de transformación en el que la sociedad (y el periodismo) estaba de algún modo ingresando en la modernidad. Hoy, una noticia así –o una secuencia de informaciones– me gustaría pensar que no iría más allá de un breve... ni causaría el revuelo que aquellas "apariciones" levantaron.

El último, un amplio reportaje titulado “Nadie quiere desvelar la identidad del fantasma”, es el único que tiene firma: Antonio Rivera. Entonces era un recién llegado al Diario de Cádiz. Veinte años después, cuando fallece en un viaje turístico por Chile, era subdirector y referencia personal y profesional para muchos compañeros. Como advierto en la "nota final" de mi relato, todas las citas usadas en el mismo –un homenaje con un añadido de ficción– son entresacadas de esos artículos, especialmente del firmado por Rivera. Desde la admiración. 



En el anuario "La transición en Andalucía", Juan José Téllez Rubio –otro periodista que compartía aquella redacción, junto a Jorge Bezares– titula el artículo sobre el año 1983 con una frase nada sicalíptica: "Ya están aquí los fantasmas". En la entradilla, lo explicaba así: "En Chiclana, en plena primavera del año 83, una fantasma recorre las calles. Pero la población sospecha que se trata de un amante adúltero cuya identidad se desconoce y provoca recelos entre la población. El suceso dará pie a una de las principales leyendas urbanas que servirá de frontera entre la Transición y la postmodernidad en Cádiz".

Eso es, y no sé si lo he conseguido, lo que he intentado narrar, así como ser fiel lo más posible, digamos, a la ambientación del relato: es decir, a la descripciones de los personajes y su barrio, de la ciudad y de sus circunstancias. Así, por supuesto, a las reflexiones que Antonio Rivera hace en su reportaje y, sin duda, a lo que me imagino que habría pensado en ese instante... 

Sí, el protagonista de mi relato no es el "mentecato" ensabanado. Es Antonio Rivera; acudiendo desde la redacción de Cádiz a Chiclana para culminar aquella serie de noticias anónimas publicadas en torno al fantasma, ejerciendo de reportero sobre el terreno, sin duda, hastiado por el tema, pero dispuesto a contarlo todo...

No contó la identidad de aquel fantasma de vuelo corto. No importaba. La noticia –y cualquiera se daría cuenta al leer ese reportaje firmado por Antonio– estaba en el escenario, los rostros, el barrio, el ser colectivo, la ciudad... A eso es a lo que he querido ser fiel. 




Del mismo modo, no he querido ser preciso en la ubicación exacta del "fantasma", entre las barriadas de San Sebastián, el Arenal o Solagitas. Porque hubo implicados más allá de las fronteras del barrio... De algún modo, ese espacio impreciso quiere ser todos ellos, aunque se le de el nombre de Solagitas... Licencia literaria.

Ya lo digo: no encontrarán, casi treinta años después, la identidad del fantasma descrita en el relato ni de quienes estuvieron involucrados en ello. No he tratado de reescribir el reportaje de Antonio, por tanto me he permitido otorgar nombres y cargos ficticios a algunos personajes (como al guardia civil, el sargento Romero) y respetar tan solo con nombre y apellidos a quienes sí aparecen con ellos en algunos de los textos periodísticos.

Un texto literario, un relato, en cualquier caso debe tener validez de por sí, sin codas ni notas. Así que, en cualquier caso, olvídense de lo dicho. Aquí os dejo los primeros párrafos del relato. Ya saben que Fantasmas y monstruos de Chiclana está a la venta en la librería Navarro y próximamente en su web. Que disfruten:

Entrevista con un fantasma 



A Antonio Rivera, in memoriam 



«Era una sábana enorme que lo tapaba por completo, de los pies a la cabeza, como consumando su desaparición». 
Luis Mateo Díez, El paraíso de los mortales. 


«Y sacó del bolsillo otra carta de Chiclana, provincia de Cádiz, en la cual se leía también la palabra sibilítica, el misterioso conjuro: ¡Mentecato!» 
Luis Coloma, Pequeñeces 



Nada pródiga en hechos extraordinarios ni otras taumaturgias, la aparición de un fantasma de los de siempre —con un espíritu invisible bajo el sudario de pinta en blanco, huecos por ojos y una movilidad diríase que espontánea o, más bien, sideral— le había dado a Chiclana un tema de conversación generoso, rico en chácharas de ida y vuelta que no se sabían muy bien cómo iban a desenvolverse. El gran Rivera, alto y altivo, novel periodista de los del Diario, no había podido evitar tomarse los desvelos de la vencindad a chacona. Y le había contado al redactor-jefe que «para las personas mayores está claro que se trata de un chiflado o de una simple tomadura de pelo, aunque para los pequeños es motivo de verdadero terror». Y el Diario, siempre tan veleidoso con la verdad, le dio cuerpo de plomo a la confesión, composición en la linotipia y al Pájaro a venderlo. Lo cierto era, y Rivera fue haciéndose a la idea un poco más tarde, que chanza había la justa y, una vez que habían pasado varios días desde que se viera al fantasma correr o volar —hiciera lo que fuera—, se aparecían en Chiclana legiones de curiosos que más que a besar a San Sebastián, subían La Banda como si fuera la Feria, única ocasión en la que en el pueblo parece que no son fantasmas quienes habitan las casas y la gente apabulla las calles. Esas primeras noches, a esa riada de novelería se le escucha el murmullo cruzando el río, calle Ancha arriba. Aunque, debido a que el Fantasma había tenido a bien quedarse en casa dado el curso de los acontecimientos y no rondar, de momento, por las cuatro calles de Solagitas, ese público curioso fue transformándose —algunas noches después— en una mesnada dispuesta a darle caza con palos y perros a cualquier atisbo de sábana andante, más por verse privado del espectáculo que por miedo alguno. O es lo que parecía.

Al gran Rivera no le había quedado claro si al Fantasma se lo llevó la levantera después de ser visto atravesar casapuertas tres o cuatro noches, porque desde que cruzó la calle Calvario por primera vez —iba tras un fantasma al fin y al cabo— a él se le aparecían en las esquinas vecinos en confesión que más que el perdón del padre Almandoz buscaban una foto de Paco Muriel y reírse posando para el Diario. Al fin y al cabo, nadie podía saber, o eso pensaba, desde cuando la sábana con espíritu o sin él salía a la calle dada las diez, según unos; con la carta de ajuste, según los otros. Ahí se detenían las coincidencias: en torno a la medianoche estaba visto que era el horario preferido del Fantasma para abandonar las sombras y atravesar callejones sin luces ni almas. Por eso Rivera había preferido, antes de tomar ninguna otra decisión, ignorar desde cuándo venían dándose las apariciones porque los testimonios eran caprichosos y variables. Ni había manera, por lo pronto, de comprobarlo.

Como tampoco contaba con averiguar la calle o calles que el Fantasma andaba, o volaba —aunque aún no había renunciado del todo a ello—, así como en qué casapuertas desaparecía. No había modo, o es lo que parecía, de dar con el itinerario de esas idas y vueltas, porque si pintaba una cruz en cada casa en la que se decía haber visto salir o entrar al Fantasma, y así lo había hecho en el callejero que había tenido que ir a comprar a la Imprenta Navarro, le salía un cementerio o una mancomunidad de espectros que iban hasta el Arenal, y hasta alguno parecía fugarse en la orilla o ahogarse en el río Iro. Los así elocuentes, en cambio, se volvían mudos y hasta ciegos cuando, con rodeos o no, preguntaba si en los andares, las botas, las manos o los ojos del Fantasma —si es que los tenía— se presentía una identidad, un nombre. Tan sólo había dado por supuesto, porque había unanimidad, que el Fantasma era él y no ella. Con andares de hombre e identidad, por tanto, desconocida. No logró un testimonio ni tan siquiera cuando se le ponía esa cara de joputa que decía «si está vivo o muerto me da igual, ¿a quién se parecía?, ¿te sonaba a alguien?». Había dado con la conclusión de que los que hablaban de más confundían puertas y calles a propósito. Y los que hablaban de menos, igualmente a voluntad, volvían la cara con un «yo no se nada, yo no he visto nada, yo no conozco a nadie». Sabía –y no era poco– que ahí, en la frontera de las barriadas de Solagitas con el Arenal, más bien tierra de nadie, todo el mundo sabía a dónde y a quién el Fantasma se le sobrevenía. Y, por supuesto, quién era este mentecato de sábana andabile. Y que había un dicho y hecho sobre ocultar al villano, esconder lo que hubiera cometido y, sobre todo, para seguir dándole carrete al asunto aquel de las apariciones que, por una vez, hacía que el barrio estuviera en boca de todos. Hasta del Diario, que nunca había reparado —más en ocasiones de esta misma futilidad— en aquellas calles, aquel enfangado, aquel despropósito. Y con el Diario habían llegado la Guardia Civil, los Municipales y la cofradía de curiosos de La Banda y el El Lugar…
Fantasmas y monstruos de Chiclana (Navarro Editorial), está a la venta en la propia Librería Navarro (c/ Vega, 24) al precio de 13,00 euros y próximamente en su página web www.navarrolibreria.com