jueves, 17 de mayo de 2012

La muerte de Carlos Fuentes




Muere el hombre, nace el mito. Le está ocurriendo a Carlos Fuentes, que está siendo parido ­en México, en Buenos Aires, en Santiago de Chile, en Barcelona, para que su palabra permanezca en la incertidumbre de cada día. Pienso en él, lejano, una tarde en Valladolid, en ese corazón de la “Terra nostra”, convenciendo a quienes estábamos por oírle de que lenguaje e identidad son uno. De que si hablamos una lengua “impura”, una lengua de mestizajes y migraciones, de invasores y de invadidos, de árabes, aztecas y cristianos viejos, es porque “somos” esa misma diversidad, un cruce de vientos, océanos y orillas, ajenos a toda raíz que conduzca a un sentimiento de nacionalismo, de xenofobia, de expropiación. Y ese “somos” de Carlos Fuentes comprende a ese ser en expansión que es, detrás de cualquier frontera, lo hispanohablante, lo indoamericano, lo castellano. Un Quijote cabalgando en América, un gringo viejo en El Escorial, un Martín Fierro cruzando Europa, Atahualpa en Nueva York.

Pienso en aquella tarde, en “Terra nostra” –su novela fundacional y fundamental, con tanto que ver con su visión del mundo–, en él como antítesis de Artemio Cruz, en él como Laura Díaz, en su refinada pose, en la bonhomía de un hombre que creyó en el valor de la palabra, la razón de la música y en la verdad de las cosas. Si algún día fue aquello que Paz le reprochó –“apologista de tiranos”– por su simpatía cubana, siempre la supo diferenciar de su rechazo castrista. Porque Fuentes, como sus novelas, era un pensador obsesionado con todo aquello que veía más allá de su bigote siempre cano, contra todo lo que hacía que el “somos” se fuera cada día transformando en una guerra de tús frente a yos, contra el destino divergente de una América que amaba y vivía, contra todo aquello que significaba olvidar la memoria y evitar la imaginación. Nunca quiso conformarse con el mundo como lo veía: soñaba con cambiarlo, escribió para cambiarlo, habló para cambiarlo.

Quisó diseccionar México en unas cuantas novelas, vivió el “boom” y encontró su voz integradora entre “Gabo” y Vargitas, reprobó al Octavio Paz en Adán en Edén como “mezquino cacique cultural” o lamentó no haberse logrado imbuir de la narrativa póstuma de Roberto Bolaño. Carlos Fuentes era así: coherente con sus gustos; pertinaz con sus ideas, nunca evitaba un pulso. A la vez, era un pacificador constante, pero nunca ofreció la derrota de callarse. Pienso, en su maestría literaria –temprana, cansada ya en las últimas novelas– y creo, con todo lo dicho, que tenía aún más valor como pensador de lo contemporáneo, como adalid de la lengua, como conferenciante espléndido, como intelectual del sentido común. Como un escritor, culto y honorable, que va por ahí –ahora que nace un mito– mirando al mundo con timidez, pero describiéndolo con saña. Y viviéndolo con pasión. Un humanista genuino que escribió: “Nada está a salvo del destino. Nunca admires al poder, ni odies al enemigo, ni desprecies al que sufre”.