viernes, 6 de julio de 2012

Pablo d'Ors: “Dios me ha puesto entre los enfermos para dejarme ayudar por ellos”



Pablo d’Ors publica Sendino se muere, un ensayo narrativo sobre la muerte y la fe, el amor y el dolor, con el testimonio de la doctora África Sendino como protagonista.

Pablo d’Ors (Madrid, 1963), novelista y sacerdote, publica Sendino se muere (Fragmenta Editorial), un libro breve, contundente y hermoso. Sendino es la doctora África Sendino, oncóloga y enferma de cáncer, a la que d’Ors conoció en el hospital madrileño en donde ejerce de capellán. “Este documento pretende reflejar –aclara el autor– cómo viví yo sus últimos días, así como la impresión que me produjo su lento apagarse: un apagarse que, misteriosamente, nos fue alumbrando a los que estuvimos más cerca”. Y es que Sendino, la paciente, afrontó su enfermedad desde la fe: “Una lección viviente de evangelio para todo el que entrara en su habitación con el corazón abierto”, escribe d’Ors, quien, de nuevo, da una lección de literatura.

-¿Quién fue la doctora África Sendino y cómo le llegó a marcar su “modo de morir”?

-Es cierto que yo sólo la traté durante las últimas semanas de su vida, pero bastaron para que percibiese de qué madera estaba hecha esta mujer, cuál era su temple y hasta su secreto más íntimo, que ella me confesó precisamente para que lo escribiera y fuera algo así como su legado al mundo. No voy a abundar ahora en su exquisita sensibilidad y en su sobresaliente altura moral. Hablo de ello suficientemente en Sendino se muere. Diré sólo –y seguramente esto es lo más importante de cuanto quiero decir aquí– que nunca he conocido a nadie de su altura ética y espiritual. Todos morimos conforme vivimos. A juzgar por la ejemplaridad de la muerte de Sendino, su vida tuvo que ser, sin lugar a duda, excepcional.

-Esto explica que Sendino se muere esté escrito con pasión, con amor, con fe…

-Nunca había escrito un libro tan breve. Nunca había escrito un libro que no fuera ficción y que no hubiera partido del impulso de la imaginación. En realidad, este libro no nace por voluntad propia, sino casi como un encargo. Conocí a Sendino en la fase terminal de su cáncer, y ella me rogó que le ayudara a escribirlo. Originariamente era un proyecto suyo, ella tenía que ser la autora. Pero la vida no le dio para ello, y lo que comenzó siendo por mi parte una simple tarea de asesoramiento o acompañamiento fue deslizándose en autoría. La casualidad quiso –Sendino hablaría aquí de providencia– que encontrara en mí, en una misma persona, a la figura del sacerdote y a la de escritor. Fue esta confluencia la que motivó que ella me abriera su corazón. Porque son ya seis los años que llevo como capellán en el hospital Ramón y Cajal. Y aquí puedo y debo decir que de las incontables experiencias que me ha brindado mi trabajo, el más intenso y humanitario de cuantos conozco, ninguna tan especial como mi relación con la doctora Sendino.

-“Lo religioso era en Sendino la conciencia misma, pero elevada a su más sencilla y bella expresión –escribe usted–. Era, en fin, lo que yo siempre había intuido que debía ser”. ¿He aquí la razón fundamental de este libro?

-Sí, pero hay algo más. Con frecuencia me han dicho que siendo el hospital la casa del dolor, quienes trabajamos en uno debemos ser personas muy fuertes. Es cierto que el hospital es la casa del dolor, pero no menos cierto es –y esto no pueden verlo quienes sólo están de paso– que también es la casa del amor. En un hospital se ve cómo la gente sufre y muere, eso es verdad; pero también se ve –y esto no es menos verdad– hasta qué punto son amados los seres queridos y, lo que es inmensamente reconfortante, cómo son pocos los que pasan sus internamientos hospitalarios realmente solos. En el hospital se aprende que allí donde hay dolor hay también, por lo general, mucho amor, o, por decirlo más claramente, que amor y dolor son las dos caras de la misma moneda. Y ésta es, en última instancia, la razón de este librito.


-Habla usted de Sendino, pero escribe también de cómo le transformó, le “evangelizó”…

-Por supuesto, pero yo no he estado nunca a la altura del testimonio que me brindó Sendino para que yo lo regalara al mundo, ni de la riqueza de la experiencia hospitalaria, que excede en mucho mi pobre capacidad de acogida y de respuesta. Esto no me lo dicta la humildad, sino la sensatez y la verdad. Yo soy sólo alguien que pasaba por ahí, alguien que ha visto y oído, y que se ha dejado afectar, al menos ocasionalmente; alguien que ha escrito lo que ha llegado a sus ojos, oídos y alma, para que otros puedan leerlo y, en el mejor de los casos, alimentarse por dentro.

-Ella escribe una vez que conoce su cáncer: “No tenía miedo. Sentía que Dios estaba cerca; casi me daba apuro moverme, por si por causa del movimiento perdía aquella gozosa sensación”…

-En efecto, el miedo fue vencido, en su caso, por medio de la confianza. Su oración se transformó desde el momento en que cayó enferma. Era, sencillamente, una oración encarnada. Las palabras del salmista, en sus labios, comenzaron a resonar tan terribles como veraces y reconfortantes.

-También reflexiona sobre el sufrimiento ante la enfermedad. “Con el sufrimiento se puede nada menos que redimir el mundo”. ¿Esa es la principal enseñanza de Sendino?

-Es posible. Ella llegó a decirme que no es cierto que con el sufrimiento no se pueda hacer nada, que puede entregarse. Y fue entregándome su sufrimiento como yo aprendí que en un hospital no se trabaja por simple altruismo. Uno puede a lo mejor empezar con la motivación de ayudar a los demás, pero si trabaja en serio descubrirá algo mucho más profundo y esencial. Mi principal descubrimiento a lo largo de estos años, y ésta es una afirmación que para mí tiene una clara valencia mística, es que el enfermo es para los sanitarios (enfermeros y médicos, celadores y capellanes) un espejo de su propia indigencia. Todo enfermo nos recuerda que también nosotros somos frágiles y que podemos enfermar, que enfermaremos –es lo más probable– y que como él, como ella, pasaremos días y semanas, o incluso meses y años, amarrados a una cama. El enfermo no es entonces simplemente otro, un pobrecillo al que hay que ayudar, sino uno mismo: una prefiguración, muy expresiva por cierto, de la propia limitación y caducidad. Los enfermos, en este sentido, nos hacen un gran servicio.

-Pero…

-Ni qué decir tiene que la tendencia natural, ante este espejo de la identidad, es huir. Y todos huimos. Y a veces nos pasamos la vida huyendo, y ello aún cuando parezca que estamos presentes. Pero si alguna vez nos quedamos, aunque sólo sea un poco, descubriremos precisamente esto: que la autonomía o autosuficiencia con la que soñamos es una quimera, y que en realidad Dios, o la vida, o como queramos decirlo, nos ha hecho dependientes unos de otros. Dicho más sencillamente: no somos sólo individuos, somos fundamentalmente humanidad. 


-Impacta también esa frase: “Quien se deja ayudar se parece a Cristo más que quien ayuda”… 

-Atendiendo a la culpa que se experimenta al constatar la propia huida del dolor, así como la torpeza para ofrecer palabras de consuelo a los enfermos, me sale decir que, más que para ayudarles, Dios me ha puesto entre los enfermos para dejarme ayudar por ellos. Estoy entre ellos para que, ante su vulnerabilidad, sea yo capaz de sacar a relucir la mía, y para que de este compartir ambas “menesterosidades” pueda nacer la verdadera comunión, que sólo es posible a partir de la debilidad. A otro nivel, ésta es la experiencia de África Sendino, quien la dejó escrita de este modo: “He dedicado mi vida a ayudar a los demás, pero no he podido marcharme de este mundo sin dejarme ayudar por ellos. Dejarse ayudar supone un nivel espiritual muy superior al del simple ayudar. Porque si ayudar a los demás es bueno, mejor es ser ocasión para que los demás nos ayuden. Sí, lo más difícil de este mundo es aprender a ser necesitado.”

-Supongo que ha sido un reto literario, pastoral y espiritual para usted como narrador, ¿no?

-Así es. En mi opinión, todo novelista debe afrontar antes o después lo que considero los tres grandes temas de la literatura: el sexo, la locura y la muerte, es decir, la pérdida de sí mismo en la pasión, en la razón y en la resurrección. Yo abordé la pasión amorosa en mi primera novela, Las ideas puras; esa locura que lo cura todo en Lecciones de ilusión, que sigo considerando mi obra más ambiciosa; y, por fin, la muerte en este Sendino se muere, que para mí es algo así como una colección de aforismos o apotegmas que yo, mejor o peor, he querido presentar en forma de ensayo narrativo.

En el nº 2.803 de Vida NuevaEntrevista con Pablo d’Ors