jueves, 6 de junio de 2013

En busca de García Gutiérrez



Prólogo de "Crónicas para una biografía. Antonio García Gutiérrez (1836-1884)", magnífico y necesario libro de José Luis Aragón Panés.

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Antonio García Gutiérrez es un enigma. Una de esas insondables incógnitas de la historia de la literatura. El poeta, dramaturgo y poeta chiclanero no solo murió en 1884 en Madrid, sino que con él pereció también su fama. Su enorme, exagerada, fama. Es un caso sin igual: si extraordinaria fue su aura y su popularidad desde el estreno de El trovador en 1836, con sólo 22 años, mayor fue aún el silencio que le siguió en el siglo XX. Es lo primero que el lector va a encontrar en estas crónicas: a un García Gutiérrez envuelto en el cortejo del poder y sometido a elogios excelsos –y reiterados– como “gloria” de la literatura española. No lo es por la voluntad del historiador, sino porque en esa ingente tarea emprendida por José Luis Aragón Panés de seguir el rastro periodístico a García Gutiérrez abundan sobre manera la loa, el elogio, el reconocimiento. 

Y no a su muerte. Lo es, ya, de inmediato en la crítica de Mariano José de Larra travestido en ese crítico magistral que fue “Fígaro” en 1836. Lo era en 1852 cuando a vuelta de América le saluda la Gaceta de Madrid: “Ha llegado a esta corte de vuelta de su viaje por las provincias el célebre poeta y aplaudido escritor dramático D. Antonio García Gutiérrez. Esperamos ver representada dentro de poco alguna obra nueva de tan fecundo ingenio, digna como todas las suyas del autor de El Trovador”[1]. Y lo seguía siendo en 1880 cuando en el Teatro Español se le homenajeó, con la presencia de Alfonso XII, con la “corona que le ofrecían gran número de escritores dramáticos y periodistas; el señor Zorrilla depositó a los pié del vate laureado la corona, en medio del silencio religioso y la profunda admiración de toda la concurrencia”[2]. En una crónica magistral de ese día, Isidoro Fernández Florez, recuerda como Zorrilla “se acercó á García Gutiérrez, abrazó su cuerpo inmoble y le besó en el rostro. El último poeta besaba la estatua de la poesía”. Y viene a concluir: “Cayó la cortina y el público quiso que García Gutiérrez se presentase sólo. Y así recibió aquella indescriptible ovación; aurora de la inmortalidad que se alzaba en los últimos términos de la vida”[3]

Una segunda evidencia de la gloria de García Gutiérrez se percibe en estas crónicas: la amplitud o, usando una palabra muy poco romántica, la “multidisciplinariedad” del genio. En cierto modo, la posteridad ha reducido a García Gutiérrez al autor de El trovador. Los breves ensayos o prólogos biográficos que giran repetidamente sobre las mismas y escasas fuentes, no han juzgado la inmensidad de referencias de García Gutiérrez en la prensa, básicamente madrileña, entre 1836 y 1884, incluso hasta 1934, año en el que el padre Salado –don Fernando Salado Olmedo, figura fundamental de la Chiclana de principios del siglo XX– ya hizo un esfuerzo egregio por recuperar la figura de García Gutiérrez y asumió el reto, incluso, de plantar un monumento en Madrid en su memoria. 






El busto que hoy ocupa la Plaza Patiño –muy cerca de su casa natal, esculpido en 1932 por el escultor palentino Pedro Frías Alejandro– tenía como destino la capital de España, escenario de sus triunfos. En singular atrevimiento, según describe el historiador y cronista de la villa de Madrid Pedro de Répide,[4] el padre Salado llegó incluso a proponer que ocupara el pedestal de Isabel II que, más adelante, legó el compositor Francisco Asenjo Barbieri, aunque tampoco llegó a instalarse su monumento. Finalmente, solicitó otra ubicación: “Existe una instancia al Concejo pidiendo como lugar posible el jardinillo de la plaza de las Salesas, próximo a la calle que lleva el nombre del poeta”, según Répide. El intento fue vano: ya el padre Salado se topó con la ignorancia a la que sucumbió la fama de García Gutiérrez: “Mucho ha tenido que luchar el entusiasta chiclanero, a quien en alguna ocasión se le ha contestado en cierta casa oficial: —He preguntado por ese García Gutiérrez y aquí no le conoce nadie. Pero ya me figuro quién es. Y ya es hora de acabar con las estatuas de los caciques”. 

Este desvío hacia el Padre Salado no tiene que ocultar la intención originaria: elogiar como Aragón Panés ha sabido tirar del hilo de ese campo virgen que era hasta ahora la hemeroteca y la presencia de García Gutiérrez en ella. Una figura literaria de tanta raigambre popular por fuerza tenía que tener un lugar de privilegio en la prensa. En un siglo –el XIX– que es, por excelencia, el siglo del periodismo[5]. Este libro contiene, en este sentido, un triple homenaje. El primero, inevitable, al propio García Gutiérrez, al que el autor le ha dedicado años de investigación con la pasión del coleccionista, con la intuición del investigador, con la devoción del lector y con la admiración del cronista. El segundo, evidente, a aquel periodismo del XIX apasionado, febril, épico y literario. El tercero, más escondido, a una profesión que en su familia se vive a fondo y que hoy en día no transita por sus mejores momentos. He aquí donde he de insistir en el García Gutiérrez periodista; sobre el que, ciertamente, las biografías al uso han pasado de puntillas por la dificultad para seguirle el rastro en artículos firmados por él, más allá de unos pocos en el Eco del Comercio, la Gaceta de Madrid o El colibrí, periódico de La Habana del que llegó a ser director. De algún modo, siempre se sintió periodista. 


El 15 de enero de 1854, en plena censura impuesta por el oscuro presidente del Gobierno Luis José Sartorius, García Gutiérrez se encontraba entre los abajo firmantes de un manifiesto en defensa de la libertad de prensa y rechazando los secuestros que amenazan constantemente a ediciones de El Diario Español, El Clamor Público, Las Novedades, La Nación, La Época, El Tribuno y El Oriente. “Escritores en distintas épocas de periódicos políticos, amantes de la independencia y del decoro de la imprenta, no hemos podido menos de aplaudir la noble conducta de Vds., defendiendo las instituciones del país en las presentes circunstancias. Y por si ocasiona esa conducta que no puedan Vds. seguir escribiendo con la misma decisión que hasta ahora, ofrecemos á Vds. el concurso de nuestras fuerzas, á fin de que mientras haya periódicos independientes no deje de sonar en ellos, como suena ahora, la voz de la verdad”[6]








Esa voz de la verdad es la que también ejecuta el anónimo "repporter", como se escribía entonces, con el que Aragón Panés enuncia este libro. Sí, enuncia, porque expone un conjunto de datos que facilitan la comprensión y la resolución de un problema historiográfico: el desconocimiento que campea sobre García Gutiérrez. Que esa “voz de la verdad” adopte un papel de cronista y que, en manos de la ficción literaria, envíe regularmente artículos a Chiclana narrando la epopeya del dramaturgo chiclanero debería contribuir a un mayor mérito para su autor, que ha lidiado con la necesidad de impostar ese cadencia lírica tan presente en la prensa de la época. 


La ficción, en cualquier caso, no evita o desmerece esa “verdad” que antes aludíamos, porque el lector debe tener la certeza de que cuanto se dice, se cita o se entrecomilla en estas páginas procede de un ejemplar de los numerosos periódicos decimonónicos que el autor ha consultado y añadido en la batería de notas con la que acompaña el texto. Si han de parecer muchos los artículos o noticias que se incluyen, sepa el lector que más aún son los que se han descartados y que el autor ha renunciado a la tentación de recuperar al completo muchas de las críticas teatrales o crónicas que, por su calidad literaria y por justicia con don Antonio, merecían reeditarse. En todo caso, quiero añadir, que Aragón Panés, a su cronista anónimo y a todos esos periodistas del siglo XIX que escribieron sobre García Gutiérrez les une, en casi todos los casos, una devoción denodada no solo por el poeta, sino por la humildad y por la modestia de la persona. 

No es necesario entrar más a fondo en la figura insigne de García Gutiérrez, porque en las crónicas que siguen el lector va a poder sumergirse en los viajes, las dramas, los cargos diplomáticos, los reconocimientos, las comedias, los personajes, las críticas y las pasiones... de García Gutiérrez de primera mano. Tan solo creo necesario abundar en dos aspectos que también van a encontrar en estas Crónicas para un biografía de Antonio García Gutiérrez, pero acerca de los cuales me gustaría hacer brevemente hincapié. El primero es el romanticismo que él representó durante, prácticamente, toda su vida; el segundo, de algún modo inseparable del primero, el de sus deudos políticos. Vayamos, por parte. 

En García Gutiérrez habita un romanticismo permanente. Él mismo lo encarnó. No ya en El trovador, que fue de algún modo la implosión del romanticismo en España, ciertamente tardío mirando a Francia o Alemania. Aquella obra, El trovador era la que “había de conducirle a la inmortalidad”[7], pero más allá de su éxito, encerraba todo un ideario literario y político al que García Gutiérrez nunca renunció, por más que el movimiento romántico pereciera como tal pocos años después, a mitad de siglo, de manos del realismo del teatro de Echegaray y de la novela de Pérez Galdós. Sin embargo, García Gutiérrez no renuncia, insiste una y otra vez, en esa concepción del romanticismo “caracterizada por su oposición al clasicismo y su exaltación del sentimiento y la libertad”[8]. Y que ejecuta en sus dramas históricos y en verso. Pero que también se trasluce en sus desconocidas comedias, sus escasamente leídas zarzuelas y, sobre todo, en sus irregulares poemas… De ahí que no extrañen esas palabras de José Fernández Bremón en la crónica de su funeral: “Ha muerto un gran poeta: uno de los últimos, uno de los más ilustres representantes de una época literaria que se extingue”[9]






¿Qué proponía ese romanticismo? En una frase ejemplar es posible sondear un programa político: “En un mundo sin amor, el dolor y la muerte son inevitables”. Si nos detenemos en ella, expresa mucho más de lo que parece: García Gutiérrez propugna un amor sin barreras, sin clases sociales, sin nobles y sin vasallos, sin imposiciones. No lo podemos imaginar hoy, pero en esa transgresión del amor representado en Venganza Catalana o Doña Urraca de Castilla hay todo un programa indisociable del liberalismo político que lo alentó y que pone patas arribas la tradición, la religión o la legislación: es la primera vez que en la literatura española surge en aliento en pos de la igualdad social y la libre elección del destino personal. En sí mismo, los dramas de García Gutiérrez eran llamamientos a la revolución. Pero con las armas de las letras –escribir para cambiar el mundo– y desde un “liberalismo sosegado”: el que se plantea en Simón Bocanegra, donde expone como la venganza política debe desaparecer bajo el bien común, o en Juan Lorenzo, acerca de cómo la revolución es lícita como arma política pero execrable si conlleva sangre y muerte. 

“En un país donde la literatura apenas tiene más premio que la gloria”, como escribió Larra en su crítica a El trovador, a veces hemos olvidado la pregunta fundamental: ¿de qué vivían los escritores en 1836? Los bosquejos biográficos de Antonio Ferrer del Río o de Cayetano Rosell insisten en esa penuria económica que siempre persiguió a García Gutiérrez –como a todos los de la época, el propio José Zorrilla sin ir más lejos– sobre todo en la primeras décadas de su vida madrileña. Esa razón explica, por ejemplo, su gran número de obras, dado que prácticamente hasta finales de siglo XIX, un autor dramático vendía la obra para su representación a una compañía y no volvía a recibir remuneración alguna se representara una o cien veces. De ahí, que tuviera adentrarse en el pujante periodismo o, sobre todo, en la Administración. No cabía en aquella España, por tanto, abstraerse de lo político y lo convulso, porque no otra manera había de conseguir un cargo. En Cabezas y calabazas (1864), el libro en el que los periodistas Manuel del Palacio y Luis Rivera –fundadores de la mítica revista de humor gráfico Gil Blas– pasan revista al siglo dibujando y describiendo con sátira e inquina política a todos los que eran alguien por entonces fuera o pareciera progresista. De García Gutiérrez dijeron: 

Fue Venganza catalana 
un triunfo y una desdicha, 
pues al aplaudir al vate 
me lo hicieran progresista. 

El cómico Salvador M. Granés, que firmaba como Moscatel, respondió a Palacio y Rivera con otro libro titulado de forma viceversa: Calabazas y cabezas[10](1879), en el que en muchos casos corregía a los anteriores. Es es el dibujante Perea quien caricaturiza a un García Gutiérrez de pies endebles, como su salud. Escribió Moscatel: 

Buen poeta y buen prosista, 
aún en su ocaso conquista 
laureles para su nombre. 
¡Lástima que tan gran hombre 
haya sido progresista! 

El verso satírico de Moscatel, es más preciso con García Gutiérrez, sin duda, pero ambas sátiras dan pie a explicar como el poeta chiclanero tuvo el respeto de unos y otros, de progresistas y conservadores, de liberales y demócratas. Nada explica mejor, a veces la realidad, que el humor. Otra caricatura expresa, por un lado, la servidumbre política inherente a la clase literaria del XIX y, por otro, que en aquella España, aún siendo “gloria de las letras”, era difícil vivir, como decía Larra, de dramas, comedias y zarzuelas. Sin ser diplomático, García Gutiérrez había aceptado cargos de gobiernos liberales en la embajada de Londres y como cónsul en Bayona y Génova. Sin ser arqueólogo –o anticuario, como aún se decía entonces–, aceptó más tarde del mismísimo Amadeo de Saboya el cargo de director del Museo Arqueológico Nacional y jefe de la Sección de Museos del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios. 






Para satisfacer el capricho de Emilio Arrieta –su habitual compositor en las zarzuelas por aquellos años–, García Gutiérrez le puso letra al Himno de la Gloriosa, la revolución de 1868 –el famoso ¡Abajo los Borbones!– con el mismo ímpetu que solo tres años después puso en halagar al futuro rey en la Oda a Amadeo de Saboya. Poema, gracias al que García Gutiérrez por fin recibe, más allá de la fama y el laurel, un cargo político que le hará olvidar esa pobreza incauta que recayó sobre nuestros poetas románticos y autores decimonónicos. Esta caricatura a plumilla aparece en el periódico Madrid Cómico, en 1880, que retrata en la portada a García Gutiérrez, según el dibujo de Cilla, en su serie de “Poetas célebres”. Junto al dibujo de Cilla, unos versos al pie a modo de diálogo resume los avatares de aquellos autores atrapados aún en la maraña económica de unos derechos de autor aún sin suficiente desarrollo: 


–Fama le dio El Trovador, 
y pues honra á España, es lógico 
que viva bien este autor 
por sus obras. 

–No, señor; 
por el Museo Arqueológico. 

El escritor construye una imagen a través de la escritura, pero no construye una biografía, construye un personaje que coincide esencialmente con el autor. El biógrafo ha de ir completando esa visión, llenando el vacío –el enigma, si quieren– con datos, citas, fuentes, cartas, prensa, documentos oficiales. García Gutiérrez, como bien sabe José Luis Aragón Panés y su quehacer investigador, tiene aún muchos vacíos, quizás porque su biografía está aún por escribir. La imagen que tenemos de él básicamente es su obra y esos esbozos literarios de sus contemporáneos que se repiten una y otra vez. Aún desconocemos mucho: sobre su mujer –que aparece y desaparece en su vida sin que sepamos por qué aunque lo imaginemos–; de sus dos hijos: de Eduardo y de Magdalena, la mayor que nació mientras él ya estaba en la Habana; de su vida privada, siempre solo y al viento… 

Sí sabemos, en cambio, que esos versos que García Gutiérrez hace decir a don Guillén de Sesé en El trovador quizá los escribió pensando en sí mismo: “Honrado nací en mi casa, / y a la tumba de mis padres / bajará mi honor sin mancha”. Estas crónicas son la contribución de José Luis Aragón Panés a la gloria de García Gutiérrez y, por supuesto, a una biografía que habrá que escribir algún día. Uno podría dar muchas razones de por qué García Gutiérrez interesa: acaso basta decir que en él, en su vida y en su obra, aún aguardan muchas sorpresas. Que en este poeta, en este dramaturgo, diplomático, viajero, católico, progresista, periodista, patriota, maestro… admirado por sus contemporáneos, popular y entrañable, está el siglo XIX en su esencia. Y, somos, del XIX más hijo de lo que pensamos. De momento, doscientos años después de su nacimiento en la calle Corredera, en Chiclana, este hombre esencialmente bueno protagoniza este libro gracias a la devoción de otro romántico, aunque contemporáneo, como es José Luis Aragón Panés.




Quiero acabar con dos citas, breves, que avanzan otras razones que el lector ha de encontrarse en estas páginas. La primera redunda en la imagen de un García Gutiérrez absolutamente grande, con motivo del estreno de Un grano de arena, su última obra dramántica, a finales de 1880: “García Gutiérrez, el patriarca de los autores dramáticos; el maestro cuyas obras ofrecen siempre ejemplo admirable de originalidad y de elegancia; el poeta inspirado en cuya lira hay notas para todos los sentimientos, desde el más trágico y sublime hasta el más delicado y tierno; el anciano venerable; la modestia y el genio con cabellos blancos, gafas azules y cánticos de trovador, que resonarán en nuestro teatro eternamente”[11].

Si aún resuena, si somos consecuentes, es por otro romántico como Giussepe Verdi, al que impresionó “la novedad y extravagancia del drama español”. Y adaptó con su espléndida música dos de las obras maestras de García Gutiérrez que hoy recorren todo el mundo –Il trovatore y Simon Boccanegra–, ajenos prácticamente, en cuanto su conocimiento por el público, al escritor que concibió esos dramas insignes. No es algo nuevo, en el periódico El Entreacto, en 1870 ya se pedía: “La generación presente necesita que se asocien Verdi y Shakespeare en Macbeth, Víctor Hugo y Verdi en Ernani y Rigoletto, Verdi y Schiller en Luisa Miller, Scribe y Meyerbeer en Roberto, García Gutiérrez y Verdi en II Trovatore. ¡Qué mayor triunfo para la literatura romántica que este comercio obligado en la manifestación del drama lírico!”. Lo mismo seguimos necesitando. Shakespeare, Victor Hugo, Schiller y García Gutiérrez unidos por Verdi. Ahí es nada. Pasen y vean. García Gutiérrez está aquí, leamos para conocerle mejor, pero sobre todo para reivindicarle debidamente. 


© Juan Carlos Rodríguez.
© de la edición de "Crónicas para una biografía. Antonio 
García Gutiérrez (1836-1884)", José Luis Aragón Panés.





[1] Gaceta de Madrid, 14/1/1852, nº 6404, página 4. 

[2] La Correspondencia de España. Diario universal de noticias. 25/2/1880, Año XXXI, nº 8009, sin numerar.

[3] El Liberal, 25/2/1880, página 5.

[4] La libertad, 10/8/1934, Año XVI, nº 4488, página 1, “El cincuentenario de García Gutiérrez”.

[5] Seoane, María Cruz: Historia del periodismo en España. 2. El siglo XIX. Alianza Universidad, Madrid, 1992, Pág. 11

[6] El Clamor público. 15/1/1854, página 1.

[7] La Época. 21/12/1935, nº 29.956, página 5.

[8] Definición de Manuel Seco en su Diccionario del español actual. Aguilar, Madrid, 1999. Pág. 3.973

[9] La Ilustración Española y americana. 30/08/1884, nª XXXII, página 114.

[10] Debido al juego del título, algunos autores han confundido ambos libros. Cabezas y calabazas, de Manuel de Palacio y Luis Rivera, fue publicado en 1864 bajo el subtítulo de “Retratos al vuelo de las notabilidades en política, en armas, en literatura, en artes, en toreo y en los demás ramos del saber y de la brutalidad humana, seguido de varios cuadros de costumbres más o menos políticas”. En la primera edición, publicada por Miguel Guijarro Editor, consultada en la Biblioteca Nacional de España, los versos de García Gutiérrez aparecen en la página 73. El segundo de los libros, Calabazas y cabezas, fue editado en 1879 e impreso en Madrid por M. Romero. Todas las “semblanzas de personajes, personas y personillas que figuran o quieren figurar en política, literatura, armas, ciencias o tauromaquia”, incluida la del poeta de Chiclana, están escritas en verso por Salvador M. Granés, Moscatel. La caricatura de García Gutiérrez, firmada por Perea, aparece junto a los versos en la página 172.

[11] La América (Madrid. 1857). 28/12/1880, página 2.





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