jueves, 25 de octubre de 2012

Pasión por las catedrales

José María Pérez, Peridis, durante la presentación de su libro. Foto: Fundación Santa María la Real

Peridis y José Luis Corral coinciden con dos ensayos muy personales sobre las “casas de Dios”, los grandes templos catedralicios, con el gótico como protagonista.

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ
Pasión por las catedrales. Luz, piedra y esperanza. Dos ensayos –diferentes, complementarios, ambos apasionados– coinciden en torno a las catedrales como grandes gestas de fe, de conocimiento, de arte. El dibujante José María Pérez, Peridis (Cabezón de Liébana, Cantabria, 1941) ha escrito La luz y el misterio de las catedrales (Espasa). Con él recorre siete catedrales españolas del románico al gótico: Jaca, Santiago de Compostela, Lérida, Barcelona, Burgos, Cuenca y Oviedo. 

“El libro, con otros lenguajes, es un cuento y en él hablo de las catedrales a mi manera, a la pata llana, hablando de la vida, el misterio… –afirma Peridis–. Contamos la peripecia del Códice Calixtino, cómo aparecen las reliquias del Apóstol en Santiago, o en Burgos cómo sería la primera catedral románica, con el obispo Mauricio cuando ve construir Notre Dame de París y sueña la suya para Burgos, la cantera de donde sale la piedra, el Cid que mira hacia arriba pensando que se le puede caer otra vez el cimborrio encima”. 

Diez años de trabajo, viajes a archivos y a catedrales góticas por todo el mundo han dado a José Luis Corral (Daroca, Zaragoza, 1967) material para escribir El enigma de las catedrales (Planeta) y explicar “mitos y misterios de la arquitectura gótica”. Pero el germen del libro es, según admite, la fascinación por catedrales como León o Burgos. “Encontrarán claves para encontrarse con la trascendencia que representan estas dos catedrales –confiesa–. No es un libro de historia de arquitectura, sino un ensayo para comprender en toda su extensión lo que significaron las catedrales góticas para la humanidad del Occidente medieval entre los siglos XII y XVI. Yo digo que es un esfuerzo interpretativo dirigido a los lectores que se sientan atraídos por una de las manifestaciones más apasionantes del genio creador del ser humano”. 

Peridis, arquitecto además de dibujante, ha trabajado en la recuperación de templos románicos rurales –y ahí queda su serie Las claves del románico– y está al frente de la Fundación Santa María la Real, con sede en Aguilar de Campoo. Ahora, como prólogo a la serie televisiva que la fundación ha coproducido con TVE –también denominada La luz y el misterio de las catedrales, aunque aún sin fecha de emisión en La 2–, publica su visión de las catedrales españolas “más representativas”, según afirma, junto a “algunos dibujitos de apuntes que he hecho durante las visitas a los templos”. 


José Luis Corral. Foto: Planeta

Catedrales que define como “luz y espectáculo, innovación y tecnología de la época”. Y añade: “Con ellas se materializó el paso del románico al gótico, del arco de medio punto al arco apuntado, de la bóveda de cañón a la de crucería… Los edificios tenían menos piedra, la materia que sobraba se convertía en luz y en misterio”. Desde un punto de partida similar arranca su ensayo José Luis Corral, quien abre El enigma de las catedrales narrando la conversión al catolicismo del poeta Paul Claudel –“En un instante mi corazón fue tocado, y creí”– y el alumbramiento que sintió cuando entró en la catedral de Notre-Dame por primera vez. “En su interior, una catedral gótica semeja una especie de acumulador de luz mística, pues no en vano está ideada para provocar en el ser humano la sensación de estar recibiendo toda la luz y la energía de la tierra y el cielo”, escribe Corral. 

Claves que se escapan

El historiador y novelista, autor de El Cid, La prisionera de Roma o El códice del peregrino, insiste en que ha intentado volcar en su obra las claves que al visitante, incluso al fiel de hoy, se les escapa cuando pisa una catedral gótica. “Una catedral es también un texto semiótico que contiene un mensaje expresado a través de unas claves que es preciso conocer para poder entenderlo en su totalidad –afirma a Vida Nueva–. Es decir, una catedral es un universo que está lleno de símbolos. Lo que ocurre es que los hombres y mujeres del siglo XX y XXI hemos perdido la capacidad de entender ese código de señales. Lo desconocen. Sin embargo, en la Edad Media ese código de símbolos era el lenguaje del conocimiento y la fe”. 

Dicho de otro modo, según añade: “Lo que pretendo es que la gente que se acerque a una catedral después de leer el libro sufra un impacto emocional una vez que sea capaz de comprenderla en toda su amplitud. Porque fueron construidas para asombrar, y porque siguen despertando sensaciones prodigiosas”. [...]

En el nº 2.820 de Vida Nueva. Pasión por las catedrales, íntegro solo para suscriptores

jueves, 18 de octubre de 2012

Gauguin y el viaje de la fe


El Museo Thyssen-Bornemisza inaugura una gran exposición sobre el “primitivismo” en el arte contemporánea a partir de la huida del pintor francés a Tahití. 


JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | El viaje a lo exótico de Paul Gauguin (París, 1848-Atuona, 1903), su abandono de Francia y su destino a los Mares del Sur, su renuncia a la civilización para encerrarse en un primitivismo también fue un viaje de fe. 

El que va desde el Gauguin que, en una carta al pintor Emile Schuffenecker, afirmaba en 1888: “Un consejo. No pinte imitando demasiado a la naturaleza. El arte es una abstracción; extraiga esta abstracción de la naturaleza, soñando ante ella. Piense más en la creación que resultará que en la propia naturaleza. Crear como nuestro Divino Maestro es la única forma de elevarnos hacia Dios”. 

A ese otro que, sobre todo desde 1895, reniega de la jerarquía eclesiástica en una batalla sin cuartel –ahí están sus Diarios íntimos–, pero no olvida su credo. 

Como escribe Isabelle Cahn a propósito del Estudio para el Cristo Amarillo (1889), dibujo en lápiz sobre papel de la colección permanente del Museo Thyssen-Bornemisza: “Fue en Bretaña, en su retiro de Pont-Aven y de Le Pouldu, donde Gauguin empezó a interesarse por los temas religiosos; interés que mantendría hasta el fin de sus días”

En ese mismo 1888, Gauguin pintó, por ejemplo, una de sus primeras grandes obras simbolistas y católicas, La visión tras el sermón. Y solo un año después, ya en óleo sobre lienzo, su famoso Cristo amarillo. Unas semanas después, vuelve a pintarlo: esta vez en un autorretrato que dice mucho de la transformación que va a sufrir su concepción de la Iglesia católica en los próximos años. 

Estudio para Cristo Amarillo.


Es lo que explica, de nuevo, Isabelle Cahn, en el catálogo del Thyssen: “Justo antes de marcharse de Tahití, cuando Gauguin se cuestionaba el sentido y el alcance de su vocación, causa de tantos sacrificios y sufrimientos, el Cristo de la capilla de Trémalo volvió a aparecer en su obra. Puede apreciarse un primer plano del mismo, en forma de cuadro dentro del cuadro, detrás de un autorretrato del artista, y su presencia confiere un sentido metafórico al rostro del pintor. Al asimilar su destino al de Cristo, Gauguin se incluía en la tradición wagneriana, que concebía el arte como una misión superior, necesaria para la salvación de la humanidad, que exigía el sacrificio total del artista. Pero la sencillez casi inocente del Cristo amarillo sugiere una idea muy importante para Gauguin, la de la redención a través de lo primitivo y lo salvaje”. 

Es lo que va a ir a buscar en 1891 cuando pone rumbo a Tahití y cuando, cuatro años más tarde, regresa a la Polinesia. 


Místico y violento 

Su arte, pero también su vida y su fe, en cierto modo también giran hacia lo místico, lo violento y lo bárbaro. En una transición en la que afloran el dolor, la rabia, la rebelión contra la jerarquía, contra el colonialismo, contra la cristianización o la nada, contra todo lo que signifique Francia, Europa, civilización, Occidente

“El exotismo primitivo es una cultura sin contaminar, de vuelta a los orígenes de la humanidad. Lo europeo es lo corrupto, lo primitivo es lo natural. Se trata de volver al Jardín del Edén del que el hombre no debía haber salido nunca”, explica Paloma Alarcó, jefa de Conservación de Pintura Moderna del Museo Thyssen-Bornemisza y comisaria de la exposición que reúne 111 obras cedidas por museos de todo el mundo y que incluyen préstamos como Matamoe (1892), del Pushkin de Moscú; Dos mujeres tahitianas (1899), del Metropolitan de Nueva York; o Muchacha con abanico (1902), del Museum Folkwang de Essen (Alemania). 

Ese mesianismo utópico, esa reconstrucción, que emprende del paraíso perdido, es el eco que perdura del Cristo amarillo: se siente, quiere ser un maorí más, fundirse en un pueblo que el colonialismo francés –y la jerarquía católica– había, según denunció en sus Diarios, debilitado y transformado

“Gran parte de la cultura maorí se había perdido –explica Alarcó–. Él quiere devolver a los nativos su cultura perdida en una visión idealizada de un Edén arcaico en donde el hombre vive en perfecta sintonía con la naturaleza, la música, los colores”. 

Ese primitivismo no se deshace de la fe –se escapa en la exposición–, aún latente en la asimilación simbólica que hace Gauguin entre el Evangelio y la sociedad maorí en desaparición frente a la alianza entre la Iglesia y el París colonizador. De ahí que pinte Tierra deliciosa (1892), Yo te saludo, María (1892) o El nacimiento de Cristo, hijo de Dios (1896), en donde la Sagrada Familia tiene rostros maoríes.


Mata Mua (1892)
Es cierto que el distanciamiento de la jerarquía eclesiástica acaba en un enfrentamiento sangrante. Uno, Gauguin, escribiendo contra una Iglesia que acusa de irreconocible. De ahí lo que el obispo Martin anuncia a la metrópolis cuando en 1903 muere y es enterrado en “tierra sagrada” en Atuona: “Y por aquí no hay nada más que reseñar que la muerte súbita de un triste personaje, llamado Paul Gauguin, artista de renombre, enemigo de Dios y de todo lo que sea honestidad”. 

Gauguin y el viaje a lo exótico es, sin embargo, el testimonio de la interacción entre el primitivismo y el arte moderno. Del viaje, no de la fe, sino de “la experiencia viajera a lo exótico en el contexto del cosmopolitismo colonial”, como afirma el Thyssen. De la transformación que la hégira de Gauguin en busca de un paraíso no contaminado, de la última oportunidad de salvación. 

Enfermo de sífilis, abandonado y despreciado, el impulso del pintor francés ejerció una poderosa influencia y fue imitado por Monet, Rousseau, Nolde, Kirchner, Franz Marc y Otto Müller, entre otros. Sobre todo, en lo que Alarcó opina que es una de las mayores aportaciones: la etnología. 

El itinerario expositivo –que continúa la gran exposición de 2004, Gauguin y los orígenes del simbolismo– arranca con la sala denominada ‘Invitación al viaje’ que examina el aliento de Delacroix, precedente de Gauguin en busca de lo exótico. Le sigue ‘Idas y venidas, Martinica’, con el cuadro homónimo pintado en 1887 antes de que descubra el ‘Paraíso tahitiano’ –tercera sala– que plasma en obras como Matamoe (1892) o Dos mujeres tahitianas (1899).

En ‘Bajo las palmeras’, Alarcó reflexiona sobre ese nuevo lenguaje artístico que encontró Gauguin en Tahití: “Ya no quiere representar lo que está viendo, sino lo que él siente en el ambiente en el que vive, sus ensoñaciones”. Nada mejor que la naturaleza para mostrar esta quimera. Porque en ‘El artista como etnógrafo’ y ‘Gauguin, el canon exótico’, los maoríes copan sus grandes obras, como Muchacha con abanico (1903). En ‘La luna del sur’ lo hace, sin embargo, Nolde, Kandinsky o Paul Klee antes de que en ‘Tabú. Matisse y Murnau en Tahití’ explore la transformación de la pintura de Matisse en lo que, lejos del ejemplo de Gauguin, había sido un viaje de placer. 


En el nº 2.819 de Vida Nueva




viernes, 12 de octubre de 2012

"Entrevista con un fantasma". Un homenaje in memoriam al periodista Antonio Rivera


He contado, aproximadamente, el proceso de nacimiento del libro de relatos Fantasmas y monstruos de Chiclana, que incluye uno de mis relatos: "Entrevista con un fantasma". Me gustaría –además de incluir aquí el comienzo del mismo, gracias a Navarro Editorial– contaros de modo breve cómo nació esta narración porque, ante todo, y quizás sea su motivación más precisa, es un homenaje a un gran periodista del que aprendí mucho cuando aún era estudiante de periodismo y que ahora, cuando se cumplen diez años de su muerte, está más que nunca presente en la memoria de quienes le conocimos y apreciamos: Antonio Rivera (Chiclana, 1961-Valparaiso, Chile, 2002). 

Entre el 11 y 30 de abril de 1983, Diario de Cádiz publicó, al menos, una decena de artículos acerca del “Fantasma” de Chiclana, un ensabanado –es decir: sabana blanca al vuelo– que se había hecho famoso en un tiempo de crisis y de transformación en el que la sociedad (y el periodismo) estaba de algún modo ingresando en la modernidad. Hoy, una noticia así –o una secuencia de informaciones– me gustaría pensar que no iría más allá de un breve... ni causaría el revuelo que aquellas "apariciones" levantaron.

El último, un amplio reportaje titulado “Nadie quiere desvelar la identidad del fantasma”, es el único que tiene firma: Antonio Rivera. Entonces era un recién llegado al Diario de Cádiz. Veinte años después, cuando fallece en un viaje turístico por Chile, era subdirector y referencia personal y profesional para muchos compañeros. Como advierto en la "nota final" de mi relato, todas las citas usadas en el mismo –un homenaje con un añadido de ficción– son entresacadas de esos artículos, especialmente del firmado por Rivera. Desde la admiración. 



En el anuario "La transición en Andalucía", Juan José Téllez Rubio –otro periodista que compartía aquella redacción, junto a Jorge Bezares– titula el artículo sobre el año 1983 con una frase nada sicalíptica: "Ya están aquí los fantasmas". En la entradilla, lo explicaba así: "En Chiclana, en plena primavera del año 83, una fantasma recorre las calles. Pero la población sospecha que se trata de un amante adúltero cuya identidad se desconoce y provoca recelos entre la población. El suceso dará pie a una de las principales leyendas urbanas que servirá de frontera entre la Transición y la postmodernidad en Cádiz".

Eso es, y no sé si lo he conseguido, lo que he intentado narrar, así como ser fiel lo más posible, digamos, a la ambientación del relato: es decir, a la descripciones de los personajes y su barrio, de la ciudad y de sus circunstancias. Así, por supuesto, a las reflexiones que Antonio Rivera hace en su reportaje y, sin duda, a lo que me imagino que habría pensado en ese instante... 

Sí, el protagonista de mi relato no es el "mentecato" ensabanado. Es Antonio Rivera; acudiendo desde la redacción de Cádiz a Chiclana para culminar aquella serie de noticias anónimas publicadas en torno al fantasma, ejerciendo de reportero sobre el terreno, sin duda, hastiado por el tema, pero dispuesto a contarlo todo...

No contó la identidad de aquel fantasma de vuelo corto. No importaba. La noticia –y cualquiera se daría cuenta al leer ese reportaje firmado por Antonio– estaba en el escenario, los rostros, el barrio, el ser colectivo, la ciudad... A eso es a lo que he querido ser fiel. 




Del mismo modo, no he querido ser preciso en la ubicación exacta del "fantasma", entre las barriadas de San Sebastián, el Arenal o Solagitas. Porque hubo implicados más allá de las fronteras del barrio... De algún modo, ese espacio impreciso quiere ser todos ellos, aunque se le de el nombre de Solagitas... Licencia literaria.

Ya lo digo: no encontrarán, casi treinta años después, la identidad del fantasma descrita en el relato ni de quienes estuvieron involucrados en ello. No he tratado de reescribir el reportaje de Antonio, por tanto me he permitido otorgar nombres y cargos ficticios a algunos personajes (como al guardia civil, el sargento Romero) y respetar tan solo con nombre y apellidos a quienes sí aparecen con ellos en algunos de los textos periodísticos.

Un texto literario, un relato, en cualquier caso debe tener validez de por sí, sin codas ni notas. Así que, en cualquier caso, olvídense de lo dicho. Aquí os dejo los primeros párrafos del relato. Ya saben que Fantasmas y monstruos de Chiclana está a la venta en la librería Navarro y próximamente en su web. Que disfruten:

Entrevista con un fantasma 



A Antonio Rivera, in memoriam 



«Era una sábana enorme que lo tapaba por completo, de los pies a la cabeza, como consumando su desaparición». 
Luis Mateo Díez, El paraíso de los mortales. 


«Y sacó del bolsillo otra carta de Chiclana, provincia de Cádiz, en la cual se leía también la palabra sibilítica, el misterioso conjuro: ¡Mentecato!» 
Luis Coloma, Pequeñeces 



Nada pródiga en hechos extraordinarios ni otras taumaturgias, la aparición de un fantasma de los de siempre —con un espíritu invisible bajo el sudario de pinta en blanco, huecos por ojos y una movilidad diríase que espontánea o, más bien, sideral— le había dado a Chiclana un tema de conversación generoso, rico en chácharas de ida y vuelta que no se sabían muy bien cómo iban a desenvolverse. El gran Rivera, alto y altivo, novel periodista de los del Diario, no había podido evitar tomarse los desvelos de la vencindad a chacona. Y le había contado al redactor-jefe que «para las personas mayores está claro que se trata de un chiflado o de una simple tomadura de pelo, aunque para los pequeños es motivo de verdadero terror». Y el Diario, siempre tan veleidoso con la verdad, le dio cuerpo de plomo a la confesión, composición en la linotipia y al Pájaro a venderlo. Lo cierto era, y Rivera fue haciéndose a la idea un poco más tarde, que chanza había la justa y, una vez que habían pasado varios días desde que se viera al fantasma correr o volar —hiciera lo que fuera—, se aparecían en Chiclana legiones de curiosos que más que a besar a San Sebastián, subían La Banda como si fuera la Feria, única ocasión en la que en el pueblo parece que no son fantasmas quienes habitan las casas y la gente apabulla las calles. Esas primeras noches, a esa riada de novelería se le escucha el murmullo cruzando el río, calle Ancha arriba. Aunque, debido a que el Fantasma había tenido a bien quedarse en casa dado el curso de los acontecimientos y no rondar, de momento, por las cuatro calles de Solagitas, ese público curioso fue transformándose —algunas noches después— en una mesnada dispuesta a darle caza con palos y perros a cualquier atisbo de sábana andante, más por verse privado del espectáculo que por miedo alguno. O es lo que parecía.

Al gran Rivera no le había quedado claro si al Fantasma se lo llevó la levantera después de ser visto atravesar casapuertas tres o cuatro noches, porque desde que cruzó la calle Calvario por primera vez —iba tras un fantasma al fin y al cabo— a él se le aparecían en las esquinas vecinos en confesión que más que el perdón del padre Almandoz buscaban una foto de Paco Muriel y reírse posando para el Diario. Al fin y al cabo, nadie podía saber, o eso pensaba, desde cuando la sábana con espíritu o sin él salía a la calle dada las diez, según unos; con la carta de ajuste, según los otros. Ahí se detenían las coincidencias: en torno a la medianoche estaba visto que era el horario preferido del Fantasma para abandonar las sombras y atravesar callejones sin luces ni almas. Por eso Rivera había preferido, antes de tomar ninguna otra decisión, ignorar desde cuándo venían dándose las apariciones porque los testimonios eran caprichosos y variables. Ni había manera, por lo pronto, de comprobarlo.

Como tampoco contaba con averiguar la calle o calles que el Fantasma andaba, o volaba —aunque aún no había renunciado del todo a ello—, así como en qué casapuertas desaparecía. No había modo, o es lo que parecía, de dar con el itinerario de esas idas y vueltas, porque si pintaba una cruz en cada casa en la que se decía haber visto salir o entrar al Fantasma, y así lo había hecho en el callejero que había tenido que ir a comprar a la Imprenta Navarro, le salía un cementerio o una mancomunidad de espectros que iban hasta el Arenal, y hasta alguno parecía fugarse en la orilla o ahogarse en el río Iro. Los así elocuentes, en cambio, se volvían mudos y hasta ciegos cuando, con rodeos o no, preguntaba si en los andares, las botas, las manos o los ojos del Fantasma —si es que los tenía— se presentía una identidad, un nombre. Tan sólo había dado por supuesto, porque había unanimidad, que el Fantasma era él y no ella. Con andares de hombre e identidad, por tanto, desconocida. No logró un testimonio ni tan siquiera cuando se le ponía esa cara de joputa que decía «si está vivo o muerto me da igual, ¿a quién se parecía?, ¿te sonaba a alguien?». Había dado con la conclusión de que los que hablaban de más confundían puertas y calles a propósito. Y los que hablaban de menos, igualmente a voluntad, volvían la cara con un «yo no se nada, yo no he visto nada, yo no conozco a nadie». Sabía –y no era poco– que ahí, en la frontera de las barriadas de Solagitas con el Arenal, más bien tierra de nadie, todo el mundo sabía a dónde y a quién el Fantasma se le sobrevenía. Y, por supuesto, quién era este mentecato de sábana andabile. Y que había un dicho y hecho sobre ocultar al villano, esconder lo que hubiera cometido y, sobre todo, para seguir dándole carrete al asunto aquel de las apariciones que, por una vez, hacía que el barrio estuviera en boca de todos. Hasta del Diario, que nunca había reparado —más en ocasiones de esta misma futilidad— en aquellas calles, aquel enfangado, aquel despropósito. Y con el Diario habían llegado la Guardia Civil, los Municipales y la cofradía de curiosos de La Banda y el El Lugar…
Fantasmas y monstruos de Chiclana (Navarro Editorial), está a la venta en la propia Librería Navarro (c/ Vega, 24) al precio de 13,00 euros y próximamente en su página web www.navarrolibreria.com

Fantasmas y monstruos de Chiclana


Una tarde del invierno pasado, en la tertulia convocada por la recién estrenada Editorial Navarro, surgió la lectura de algunos relatos que tenían como personaje central un fantasma y que habían acabado de escribir José Luis Aragón Panés y Pedro M. Quiñones Grimaldi. Los dos autores locales –sobra decir, de Chiclana, Cádiz– ni sabían lo que el uno y el otro estaban escribiendo... 

[Y hago un inciso obligado por la actualidad: supongo que el género fantástico en su estricto soignificado vuelve a estar de moda: los miedos, la crisis, lo desconocido en el horizonte. Eso quizás explique el Nobel a Mo Yan, autor de ciencia ficción y en quien suele sembrar sus obras de fantasmas, monstruos y otros seres en continua reencarnación. Lean su extraordinario: La vida y la muerte me están devastando (Kailas)].

Decía, que ni José Luis Aragón Panés ni Pedro M. Quiñones Grimaldi sabían lo que el uno había traído para leer esa tarde a los otros escritores allí presentes. De esas lecturas o más bien de su persistencia –hubo una segunda vez, y otras lecturas de nuevo con fantasmas– nació la idea de proponer a la novel editorial que nos acogía un libro de relatos escrito por los que allí estábamos presentes o al menos acudían de vez en cuando por la librería Navarro.

A la venta desde el día 11

Ya está a la venta. Ha tenido un largo camino: Fantasmas y monstruos de Chiclana (Navarro Editorial). Porque no sé si he dicho que aquellos relatos que se leyeron en voz alta tenían como escenario esta ciudad de Chiclana y, como era de esperar de los autores, se situaban en tiempos pasados. 

Es decir, de algún modo, y con fantasmas, monstruos o leyendas de por medio, esas narraciones contaban capítulos de la historia de Chiclana. Así que el interés de los editores, de Jose Guillén y Eva Vicente, era el de fundir el género fantástico con la historia de Chiclana. Y que, de algún modo, el lector saliera de su lectura conociendo algo más de nuestra ciudad. Y lo han conseguido.

Por ello, y no me voy a extender más, se ha intentado, en la medida de lo posible, organizar los textos de una manera cronológica. intentado porque en el escenario de lo fantástico a veces los tiempos se mezclan, saltan y se funden...

Vista del castillo de Sancti Petri. Foto de María Benítez
Desde la visita de Aníbal al templo de Melkart que recrea José de Mier Guerra, referente de la historia fenicia de la ciudad de Chiclana en lo que es hoy el castillo de Sancti Petri, hasta un recorrido por lo que José Luis Ramos ha calificado acertadamente de "Chiclana macabra", los relatos encierran tres mil años de historia y pasión...

Pasión, sí. Porque es fruto de la pasión por una ciudad. En él, además de episodios históricos, van a encontrar hitos en la geografía de la ciudad: castillo de Sancti Petri, salinas, bodegas, poblado de Sancti Petri y su alambraba, playa de la Barrosa, ermita de Santa Ana, Plaza Mayor, iglesia de San Telmo, Paquiro, río Iro, el vino y la sal...

Pasión por la historia

Y porque la pasión, de algún modo, hilvana mucho de los relatos. No querría dejarme ninguno atrás pero este es su índice de autores, destacando antes que nada la aportación de la Fundación Fernando Quiñones, con su hijo Mauro al frente: porque compartir en un libro la maestría y el ejemplo del gran Fernando Quiñones es todo un ejemplo. 

Ese texto de Fernando cedido por la Fundación, Cubalix, tan sólo es uno de los relatos fantásticos –otro imprescindible, pero de extensión prohibitiva para el libro era Todo un verano para el padre Alfonso– que escribió y que ubicó en su imaginaria y literaria "Contreras", ciudad que en sus descripciones, monumentos, edificios, personajes... responde a Chiclana.

Junto a Fernando Quiñones, José Luis Aragón Panés, Pedro M. Quiñones Grimaldi y José de Mier, han participado escritores también referenciales de Chiclana en lo literario, como los ineludibles Jesús Romero y José A. Ureba, o la joven y prometedora Jacqueline M.Q. También en lo histórico, como Tomás Gutiérrez, Paco Montiel o Pepe Verdugo. Además de otros apasionados por nuestro ser colectivo como Julián M. Cano, José Luis Ramos, Concha Herrera y la jovencísima Irene Gómez Villarreal.

De mi relato ya os contaré...

Fantasmas y monstruos de Chiclana (Navarro Editorial), está a la venta en la propia Librería Navarro (c/ Vega, 24) al precio de 13,00 euros y próximamente en su página web www.navarrolibreria.com

La novela de la semana | Haruki Murakami: Baila, baila, baila


En esta reinvención que habíamos hecho –críticos y lectores– de Haruki Murakami (Kioto, 1949) como el gran nombre a seguir, ya desde unos años atrás, de la literatura contemporánea cundió cierta desesperación ante el sabor amargo que dejó su monumental 1Q84, su última novela. Pero he aquí que Baila, baila, baila supone una inevitable reencuentro con la magia narrativa, los silencios, la lentitud, la realidad amplificada, la fantasía que nos han maravillado de Murakami. 

Tusquets nos la ofrece traducida ahora (por fin), pero el japonés la escribió en 1988, inmediatamente después de aquella otra novela que supuso su coronación internacional: Tokyo blues. Además, supone una especie de continuación de La caza del carnero salvaje, la primera novela –y seguramente la que más me gustó– publicada en España hace una década y escrita en 1982. 

Establecida esta cronología fundamental, Baila, baila, baila nos devuelve a un protagonista que regresa al Hotel Delfín, un escenario de su adolescencia que, como él, se ha transformado, pero en el que encuentra el rastro de lo que fue. Eso mismo va a encontrar el lector: el rastro de lo que Murakami fue sin ser su novela más redonda.


Haruki Murakami: Baila, baila, baila (Tusquets), Barcelona, septiembre de 2012, 453 páginas. En papel (tapa blanda): 22 euros.

En el nº 2.815 de Vida Nueva.

Enlace con página de la novela en Tusquets Editores

Mo Yan, extraordinario e intenso: un gran Nobel


Más que merecido el Nobel a Mo Yan. A vuela pluma es justo y gratificante, aunque como ocurrió como Gao Xingjian: si no fuera por su disidencia con el régimen de Pekin seguramente no lo hubiera ganado... A propósito de una de sus obras favoritas, al menos para mí, La vida y la muerte me están desgastando (Kailas Editorial), escribí hace unos años esta breve reseña que comparto ahora. Aquella novela le elegí entre las cinco mejores escritas en 2009. Afortunadamente, será un clásico –afortunadamente, gracias al Nobel, sin duda–, la obra que tan sólo un grande es capaz de concebí. Esto es lo ya dije en 2009:




Mo Yan es el seudónimo de Guan Moye (Gaomi, Shandong, 1955) y significa “no hables” en chino. Su novela Sorgo Rojo fue llevada al cine por el gran director Zhang Yimou. Hoy es el escritor chino más conocido en Occidente, junto con Gao Xingjian (premio Nobel en el año 2000). Su última obra, narra los avatares del terrateniente Ximen Nao, que es ejecutado y se pasa dos años en el infierno antes de ser devuelto a la Tierra por el señor del inframundo, Yama, reencarnado en un burro.

Estamos en 1950. Así arranca una serie de vidas, muertes y transmigraciones -cerdo, buey, perro y mono- que agotan al protagonista pero que nunca le hacen olvidar su esencia humana. En cada una de las reencarnaciones, el terrateniente sufre una injusticia aún mayor, lo que el autor utiliza para criticar el régimen comunista mediante un relato que viaja de la Revolución Cultural a la muerte de Mao, y en el que hay un gran sentido del humor.

Extraordinaria e intensa, sin duda, que incomprensiblemente las librerías han condenado al ostracismo de los anaqueles de “ciencia ficción”. Es mucho más. Es la vida misma. La China de ayer y de hoy. Sobra decir que Mo Yan, autor también de las censuradas “Las baladas del ajo”, reside ahora en Pekín. Lo cual da aún más valor a su literatura.