domingo, 1 de diciembre de 2013

García Gutiérrez, de la cumbre del teatro romántico al olvido


Tumba de Espronceda y García Gutiérrez en el Panteón de Hombres Ilustres de la sacramental de San Junto. Foto: José Luis Aragón Panés.

La celebración del Bicentenario del nacimiento del poeta chiclanero reivindica su verdadero lugar en la literatura: el mismo que tiene en el Panteón de Hombres Ilustres, donde está enterrado entre Larra y Espronceda. 

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | REVISTA HADES
En un cementerio hay más justicia con la vida que fuera de sus muros. Lo que la historia de la Literatura Española ha negado a Antonio García Gutiérrez (Chiclana, 1813-Madrid, 1884), se lo ha dado el Panteón de Hombres Ilustres de la Asociación de Escritores y Artistas en la Sacramental de San Justo. En ese panteón creado en 1902 –uno de esos rincones neoclásicos admirables y escondidos de Madrid–, García Gutiérrez yace en el lugar que debió ocupar en la historia de la Literatura Española: entre Mariano José de Larra y José de Espronceda. Es decir, como uno más de la triada de autores que protagonizó el romanticismo español en el siglo XIX: el mejor periodista (Larra), el mejor poeta (Espronceda) y el mejor dramaturgo (García Gutiérrez). Figura fundamental del teatro español durante el siglo XIX, acaso junto a José Zorrilla. El propio autor del Don Juan Tenorio admitió toda su vida el magisterio de García Gutiérrez, el autor más representado en el siglo XIX en los teatros de la Corte. Zorrilla –acaso como un guiño con la historia– impuso a García Gutiérrez en 1881, al frente de un nutrido grupo de dramaturgos y periodistas, una corona de oro y plata como “aurora de la inmortalidad” del teatro español. El cronista Isidoro Fernández Flores, Fernanflor, recogió aquella escena en el periódico El Liberal. Un Zorrilla que en su juventud había confesado que “adoraba en sueños” al poeta chiclanero, “se acercó a García Gutiérrez, abrazó su cuerpo inmoble y le besó en el rostro. El último poeta besaba la estatua de la poesía”.

Ahí, en la tumba del Panteón de Hombre Ilustres desde la que lamenta su olvido, García Gutiérrez debe recordar aquellos versos que puso en boca de Manrique suspirando por Leonor, a quién en la escena segunda de El Trovador le llega a decir que “la muerte me fuera / más grata que tu desdén”. El desdén, el olvido, la desmemoria ha hecho de García Gutiérrez uno de esos enigmas incomprensibles del universo de las letras. Ahora que andamos sobre el rastros del bicentenario de su nacimiento –5 de julio de 1813– que el Ayuntamiento de Chiclana se ha encargado de conmemorar y difundir, tenemos una mejor perspectiva histórica y literaria para considerar su figura, tal como la describía el periódico madrileño La América en diciembre de 1880: “García Gutiérrez, el patriarca de los autores dramáticos; el maestro cuyas obras ofrecen siempre ejemplo admirable de originalidad y de elegancia; el poeta inspirado en cuya lira hay notas para todos los sentimientos, desde el más trágico y sublime hasta el más delicado y tierno; el anciano venerable; la modestia y el genio con cabellos blancos, gafas azules y cánticos de trovador, que resonarán en nuestro teatro eternamente, ha vuelto a estrenar”. 

Páginas interiores del texto publicado en la revista Hades en noviembre de 2013.

Aquella obra era Un grano de arena, la última que escribió García Gutiérrez. La última entre un centenar de títulos –si se contabilizan sus traducciones de los románticos franceses– que cabalgaron del drama a la comedia, de los libretos de zarzuela a la poesía, género de la primera obra que publicó, en 1834, Un baile en casa de Abrantes. El romántico chiclanero fue un personaje sobre el que, para calibrar su verdadera trascendencia –mucha más de la que podamos si quiera imaginar–, hay que verlo como los hombres y mujeres de aquella España del siglo XIX, extraordinariamente famoso y respetado, tremendamente popular y admirado: “Era el ilustre autor de Venganza catalana una de las glorias más puras de nuestro país, y la tierra, al recibir en su seno al poeta insigne, ofrece también honrado reposo a un ciudadano integérrimo. Sus laureles se han reverdecido ahora con el recuerdo de las portentosas obras que brotaron de su pluma. La actual generación debe al poeta horas de entusiasmo y deleite, que no se borrarán jamás de nuestra memoria. Descanse en paz el vate ilustre” (Madrid Cómico, 31 de agosto de 1884).

La muerte, el funeral, la tumba, ya lo hemos dicho, definen la grandeza de García Gutiérrez. Humilde y honesto –dos adjetivos que siempre calificaron al hombre, más allá del poeta–, el último romántico pretendió morirse sin pompa. Magdalena y Ricardo fueron sus dos únicos hijos, de un matrimonio pasajero y tumultuoso con Carmen Martínez Zorrilla. A Lena, la mayor, con la que convivía –junto a su marido y sus seis hijos, en la calle Fuencarral, 139–, desde que un ictus cerebral le había dejado prácticamente inmóvil en 1876, le hizo prometer que “sería enterrado sin ostentación, sin ruido... Ni los periódicos debían decirlo, ni el público saberlo, ni sus admiradores acompañarlo... Cuatro pobres conducirían, en hombros, su cadáver, en una caja de negro percal, sin galones ni adornos, y lo depositarían en la fosa común. ¡Entierro de humildísimo cristiano, nada más!”, según Fernández Flores. 

Samuel (1839), con uno de los primeros grabados de García Gutiérrez.

Ricardo, en cambio, quiso otorgarle a su padre el adiós merecido, avisó de la muerte de su padre al secretario de la Real Academia –en el que García Gutiérrez ocupaba el sillón “P” desde 1862– y al Museo Arqueológico Nacional, del que aún era director, cargó para el que fue nombrado en 1872 por el rey Amadeo I de Saboya. Era el 26 de agosto de 1884. El cortejo fúnebre se convirtió en multitudinaria despedida, como lo retrató José Fernández Bremón en La ilustración española y americana: “A la mitad de la calle de Fuencarral presentaron una corona de laurel: era un recuerdo de la Sra. Tubau de Palencia al autor de La Criolla. Siguió su marcha la comitiva, cada vez más acompañada de hombres ilustres, torciendo por la calle del Caballero de Gracia, Peligros, atravesando la de Alcalá, Sevilla y Príncipe, para detenerse en el Español, donde esperaban, para unirse al duelo, el empresario del teatro y todos los actores residentes, que depositaron nuevas coronas en el féretro, mientras las actrices arrojaban flores desde los balcones enlutados”. 

Moría el autor de El trovador, “la obra que había de conducirle a la inmortalidad”, según dijo inmediatamente el mismísimo Larra, en una doble crítica apoteósica del aquel estreno de 1 de marzo de 1836 en el Teatro del Príncipe y en la que el joven García Gutiérrez, con solo 22 años, salió al escenario aclamado por el público al grito de “¡el autor! ¡qué salga el autor!”. Fue la primera vez que esa tradición francesa llegó a las tablas de los teatros españoles. “El autor de El Trovador se ha presentado en la arena, nuevo lidiador, sin títulos literarios, sin antecedentes políticos –escribió Larra–; solo y desconocido, la ha recorrido bizarramente al son de las preguntas multiplicadas: «¿Quién es el nuevo, quién es el atrevido?»; y la ha recorrido para salir de ella victorioso. Entonces ha alzado la visera, y ha podido alzarla con noble orgullo, respondiendo a las diversas interrogaciones de los curiosos espectadores: «Soy hijo del genio, y pertenezco a la aristocracia del talento». ¡Origen por cierto bien ilustre, aristocracia que ha de arrollar al fin todas las demás!”. Arrolladora fue, de inmediato, la carrera de ese joven poeta, capaz de escribir un verso que llevó al romanticismo dramático a su máxima expresión. “Ha muerto un gran poeta: uno de los últimos, uno de los más ilustres representantes de una época literaria que se extingue”, escribió Fernández Bremón en su necrológica. Enterrado en la Sacramental de San Isidro, patio de San José, fosa número 97. En la sencilla lápida solo una despedida: “Tus hijos”. Acaso Fernanflor escribió el verdadero epitafio en su crónica mortuoria: “Allí está su cuerpo; su alma, en sus obras”.

No solo de El trovador vivió la fama de García Gutiérrez, aunque solo esa obra le habría arrojado a la popularidad y a los manuales de literatura. Escribió también otros dramas de grandísimo eco entre el público: Simón Bocanegra (1843), Venganza catalana (1864), Juan Lorenzo (1865) o Doña Urraca de Castilla (1872), siempre en una versificación admirable. Más allá de la breve historia del romanticismo español –que en rigor podría considerarse que fue de 1834 a 1845–, García Gutiérrez representó durante toda su vida el triunfo de ese romanticismo, al que nunca renunció aunque pasara de moda: liberal, de reivindicación de lo popular, de la pasión frente a la razón, del destino individual, del amor sin barreras y la patria como fin colectivo. Además de un ansia literaria, ese romanticismo fue también un modelo de vida para García Gutiérrez. Poeta a toda costa frente a un padre que le quería médico. Un desengaño amoroso y el sueño de convertirse en un nuevo Calderón le llevó a pie hasta Madrid. Incipiente periodista y traductor, escribió El trovador en noches cuartelarias en Leganés. Rumió su desencanto con el poder marchándose a La Habana en 1844. Héroe en México regresó a Madrid para sentir de nuevo la gloria. “García Gutiérrez fue un hombre muy querido, muy respetado y muy homenajeado en vida. No se puede decir que no fue reconocido. Le sobrevive el olvido después. Y en esto comparte el destino del Duque de Rivas, inspirador de otros de los grandes temas de Verdi, la Forza del Destino, con su drama Don Álvaro o la fuerza del sino. Y también de Hartzenbusch, el autor de Los amantes de Teruel”, según el dramaturgo Gustavo Tambascio.

Tumba de Espronceda y García Gutiérrez en el Panteón de Hombres Ilustres en 1974.  Foto: Archivo Municipal de Chiclana.
“En un país donde la literatura apenas tiene más premio que la gloria”, como escribió Larra en su crítica a El trovador, triunfó García Gutiérrez. Pero, como todos los grandes autores del siglo XIX, necesitó del reconocimiento de un cargo administrativo para subsistir económicamente, los tuvo, sin duda, en una alianza entre su amplia fama literaria –sin ella nunca habría sido reconocido con semejantes cargos– y su activismo político. Su participación a pie de trinchera en la revolución liberal de 1854 le valió ser nombrado comisario de la Deuda Española en la Embajada de Londres; a continuación del famoso himno ¡Abajo los Borbones! contra Isabel II, con música de Emilio Arrieta, obtuvo el consulado en Bayona y Génova, donde conoció a Amadeo de Saboya, el rey salvador –y breve– del general Prim y el liberalismo. Su Oda a Amadeo I hizo que éste le nombrara director del Museo Arqueológico Nacional en 1872. Aunque nada hizo tanto por García Gutiérrez que ese encuentro con Guissepe Verdi. El compositor italiano –del que también se ha cumplido el bicentenario de su nacimiento este año, el pasado 10 de octubre– recurrió por dos veces a obras de García Gutiérrez: El trovador y Simón Bocanegra. Las dos óperas con sus títulos italianizados –Il trovatore y Simon Boccanegra– están entre las mejores obras del genio verdiano, que recurrió a Shakespeare, a Schiller, a Leopardi, a Victor Hugo… Gracias a él, se ha mantenido la memoria de un poeta que fue ejemplo de tenacidad y de constancia, con el talento necesario para reinar en el teatro español del siglo XIX. Quizás ya también sea hora de admitir lo que el genio de García Gutiérrez contribuyó al éxito de esas dos óperas magistrales.

Como Zorrilla, el genio murió pobre, modesto, sencillo. “Los que penetramos en la morada modesta del poeta –escribió Fernández Bremón– pudimos ver, en una alcoba escayolada y estrecha, de una ventana interior, un sencillo catafalco alumbrado por cuatro hachas, y sobre él una caja de zinc, pintada de negro, con adornos y agarraderos dorados, ya estañada: y mirando por el cristal de la tapa interna vimos la dulce y venerable cabeza del anciano, amarilleada por la muerte, y sus hermosos ojos cerrados por el amor filial, y aquella barba blanca, que con la rigidez de la edad le daba el aspecto de una estatua”. De aquella caja de zinc lo sacó en 1974 el empeño de otro grupos de románticos, más contemporáneos sin duda, para darle sepultura definitiva: Félix Arbolí Martínez, que instigó el traslado al Panteón de Hombres Ilustres, en el que colaboró el Ayuntamiento de Chiclana, con el entonces alcalde Carlos Bertón Ruiz al frente, y la Asociación de Escritores y Artistas, que presidía el Marqués de Lozoya. “¡Descansa en paz poeta! ¡El más esclarecido de los chiclaneros!”, gritó en verso Carlos Martell el 4 de diciembre de 1974 en el cementerio de San Justo. Desde entonces, en un verdadero gesto de justicia poética, García Gutiérrez –“poeta y autor dramático”– comparte con Espronceda y Larra la tumba y la gloria. No tenemos que permitir que se olvide.


Leer en la revista Hades (Noviembre, 2013. Nº 11):

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Memoria fúnebre de Álvaro Mutis



JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Un fabulador del lenguaje. Un creador de mundos literarios, de personajes ficticios que recorren la memoria del mundo. Ese es Álvaro Mutis (Colombia, 1923). La poética de una narrativa inteligente y emocional. 

Su poesía, su narrativa, recoge la filosofía –y las aventuras– de uno de los protagonistas más importantes de las letras hispánicas del siglo XX: Maqroll el Gaviero. Heredero de la gran literatura hispanoamericana. 

Trotamundo de culturas, viajero de la memoria, enamorado de Pollensa, monárquico tradicionalista en la corte de Felipe II, gaditano presumido, conversador desbordante. 

Novelista universal de hondas raíces poéticas, narrador de personajes trashumantes y lenguaje imaginativo, llevaba escribiendo desde 1947. Ha muerto con 90 años. Requiem por Maqroll. 

En 1953, con Los elementos del desastre, apareció el personaje que le otorgó el buen nombre, la fama y el don de los grandes. No volvió a aparecer hasta 30 años después. El Gaviero era una catedral sumergida. 

Maqroll era –es–, simplemente, el viajero que cabalgó en la imaginación, en la memoria y en las obsesiones de Álvaro Mutis, recorre los siete mares y todos los mundos desde la gavia de sus paraísos perdidos, arrastra a miles de lectores y enhebra gran parte de la aventura literaria de este escritor irreversible. 

Inmortal como Maqroll, protagonista de siete novelas, de ocho libros de poesía, ya imprescindible en las letras de aquí y de allá. Maqroll, su Ulises. El Ulises del siglo XX en busca de Ítaca. 

En La nieve del almirante, Maqroll se aleja del mar y trabaja en una posada de montaña. Ahí deja, escritas en un muro, una colección de sentencias que se resume en ésta: “Sigue a los navíos. Sigue las rutas que surcan las gastadas y tristes embarcaciones. Evita hasta el más humilde fondeadero. Niega toda orilla”.




Lo escribió hace mucho David Gistau: “La vocación errante, la soledad esteparia, la burla escéptica, la huida, la habilidad con el revólver si viene al caso, todo eso es Maqroll, personaje capaz de prolongar también al lector más allá de su propia inmediatez, de su propia ceguera de prisionero doméstico”. 

«Es un personaje creado con imaginación, pero es independiente de mí –reconoció Mutis–. Él lleva hasta el último extremo experiencias que he tenido en mi vida y que no me he atrevido a llevarlas hasta donde él las lleva. Él es otra persona, pero me acompañará toda la vida, aunque da mucha lata, una lata terrible». 

Mutis encarnaba, en sí mismo, una vida cervantina, “un entrañable, conmovedor y doloroso ejemplo de lo que es el destino humano». Y esa era su descripción de las desventuras del Manco de Lepanto. 

Mutis, como Cervantes, es un exiliado de sí mismo: infancia en Bruselas, regreso fortuito a Colombia tras la muerte temprana de su padre, inmersión en los trópicos, embarcado en mil trabajos que le llevaron por el mundo con su charlatanería y pinta de bonachón. 

Al autor de «El Quijote» le unen, incluso, turbios asuntos de «manejo caprichoso y romántico» de fondos de la ESSO -la petrolera colombiana en la que trabajó de 1954-, que acabó con su huida a México y, sin poder zafarse de la justicia, dieciséis meses de cárcel en los que descubrió la condición humana. 

La que tuvo esos otros personajes devotos: San Luis, rey de Francia; Napoleón, Felipe II. O esos otros personajes abrumadores, a la sombra de Maqroll: Ylona, Flor Estévez, «Wita», Ibn Bashur... 

En ambos, Mutis y Maqroll, existe un desencanto nacido de la certeza de la muerte, de una orfandad ante lo irremediable. Para Maqroll, como a su hacedor, solo la poesía, la escritura, palia la fugacidad, evita que todo sea en vano.




Podría elegir cualquier poema de ese poemario prodigioso que el Summa de Maqroll el Gaviero. Poesía 1948-1988 (Visor), tan releído. Pero quería despedirle con esa "Oración de Maqroll", que hoy es –así la entono– la "Oración de Mutis":

ORACIÓN DE MAQROLL 

Tu as marché par les rues de chair 
René Crevel, Babylone 


No está aquí completa la oración de Maqroll el Gaviero.
Hemos reunido sólo algunas de sus partes más salientes,
cuyo uso cotidiano recomendamos a nuestros amigos como antídoto
eficaz contra la incredulidad y la dicha inmotivada.


Decía Maqroll el Gaviero:


¡Señor, persigue a los adoradores de la blanda serpiente!
Haz que todos conciban mi cuerpo como una fuente inagotable de tu infamia.
Señor, seca los pozos que hay en mitad del mar donde los peces copulan sin lograr reproducirse.
Lava los patios de los cuarteles y vigila los negros pecados del centinela. Engendra, Señor, en los caballos la ira de tus palabras y el dolor de viejas mujeres sin piedad.
Desarticula las muñecas.
Ilumina el dormitorio del payaso, ¡Oh, Señor!
¿Por qué infundes esa impúdica sonrisa de placer a la esfinge de trapo que predica en las salas de espera?
¿Por qué quitaste a los ciegos su bastón con el cual rasgaban la densa felpa de deseo que los acosa y sorprende en las tinieblas?
¿Por qué impides a la selva entrar en los parques y devorar los caminos de arena transitados por los incestuosos, los rezagados amantes, en las tardes de fiesta?
Con tu barba de asirio y tus callosas manos, preside ¡Oh, fecundísimo! la bendición de las piscinas públicas y el subsecuente baño de los adolescentes sin pecado.
¡Oh Señor! recibe las preces de este avizor suplicante y concédele la gracia de morir envuelto en el polvo de las ciudades, recostado en las graderías de una casa infame e iluminado por todas las estrellas del firmamento.
Recuerda Señor que tu siervo ha observado pacientemente las leyes de la manada. No olvides su rostro.
Amén.

jueves, 6 de junio de 2013

En busca de García Gutiérrez



Prólogo de "Crónicas para una biografía. Antonio García Gutiérrez (1836-1884)", magnífico y necesario libro de José Luis Aragón Panés.

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Antonio García Gutiérrez es un enigma. Una de esas insondables incógnitas de la historia de la literatura. El poeta, dramaturgo y poeta chiclanero no solo murió en 1884 en Madrid, sino que con él pereció también su fama. Su enorme, exagerada, fama. Es un caso sin igual: si extraordinaria fue su aura y su popularidad desde el estreno de El trovador en 1836, con sólo 22 años, mayor fue aún el silencio que le siguió en el siglo XX. Es lo primero que el lector va a encontrar en estas crónicas: a un García Gutiérrez envuelto en el cortejo del poder y sometido a elogios excelsos –y reiterados– como “gloria” de la literatura española. No lo es por la voluntad del historiador, sino porque en esa ingente tarea emprendida por José Luis Aragón Panés de seguir el rastro periodístico a García Gutiérrez abundan sobre manera la loa, el elogio, el reconocimiento. 

Y no a su muerte. Lo es, ya, de inmediato en la crítica de Mariano José de Larra travestido en ese crítico magistral que fue “Fígaro” en 1836. Lo era en 1852 cuando a vuelta de América le saluda la Gaceta de Madrid: “Ha llegado a esta corte de vuelta de su viaje por las provincias el célebre poeta y aplaudido escritor dramático D. Antonio García Gutiérrez. Esperamos ver representada dentro de poco alguna obra nueva de tan fecundo ingenio, digna como todas las suyas del autor de El Trovador”[1]. Y lo seguía siendo en 1880 cuando en el Teatro Español se le homenajeó, con la presencia de Alfonso XII, con la “corona que le ofrecían gran número de escritores dramáticos y periodistas; el señor Zorrilla depositó a los pié del vate laureado la corona, en medio del silencio religioso y la profunda admiración de toda la concurrencia”[2]. En una crónica magistral de ese día, Isidoro Fernández Florez, recuerda como Zorrilla “se acercó á García Gutiérrez, abrazó su cuerpo inmoble y le besó en el rostro. El último poeta besaba la estatua de la poesía”. Y viene a concluir: “Cayó la cortina y el público quiso que García Gutiérrez se presentase sólo. Y así recibió aquella indescriptible ovación; aurora de la inmortalidad que se alzaba en los últimos términos de la vida”[3]

Una segunda evidencia de la gloria de García Gutiérrez se percibe en estas crónicas: la amplitud o, usando una palabra muy poco romántica, la “multidisciplinariedad” del genio. En cierto modo, la posteridad ha reducido a García Gutiérrez al autor de El trovador. Los breves ensayos o prólogos biográficos que giran repetidamente sobre las mismas y escasas fuentes, no han juzgado la inmensidad de referencias de García Gutiérrez en la prensa, básicamente madrileña, entre 1836 y 1884, incluso hasta 1934, año en el que el padre Salado –don Fernando Salado Olmedo, figura fundamental de la Chiclana de principios del siglo XX– ya hizo un esfuerzo egregio por recuperar la figura de García Gutiérrez y asumió el reto, incluso, de plantar un monumento en Madrid en su memoria. 






El busto que hoy ocupa la Plaza Patiño –muy cerca de su casa natal, esculpido en 1932 por el escultor palentino Pedro Frías Alejandro– tenía como destino la capital de España, escenario de sus triunfos. En singular atrevimiento, según describe el historiador y cronista de la villa de Madrid Pedro de Répide,[4] el padre Salado llegó incluso a proponer que ocupara el pedestal de Isabel II que, más adelante, legó el compositor Francisco Asenjo Barbieri, aunque tampoco llegó a instalarse su monumento. Finalmente, solicitó otra ubicación: “Existe una instancia al Concejo pidiendo como lugar posible el jardinillo de la plaza de las Salesas, próximo a la calle que lleva el nombre del poeta”, según Répide. El intento fue vano: ya el padre Salado se topó con la ignorancia a la que sucumbió la fama de García Gutiérrez: “Mucho ha tenido que luchar el entusiasta chiclanero, a quien en alguna ocasión se le ha contestado en cierta casa oficial: —He preguntado por ese García Gutiérrez y aquí no le conoce nadie. Pero ya me figuro quién es. Y ya es hora de acabar con las estatuas de los caciques”. 

Este desvío hacia el Padre Salado no tiene que ocultar la intención originaria: elogiar como Aragón Panés ha sabido tirar del hilo de ese campo virgen que era hasta ahora la hemeroteca y la presencia de García Gutiérrez en ella. Una figura literaria de tanta raigambre popular por fuerza tenía que tener un lugar de privilegio en la prensa. En un siglo –el XIX– que es, por excelencia, el siglo del periodismo[5]. Este libro contiene, en este sentido, un triple homenaje. El primero, inevitable, al propio García Gutiérrez, al que el autor le ha dedicado años de investigación con la pasión del coleccionista, con la intuición del investigador, con la devoción del lector y con la admiración del cronista. El segundo, evidente, a aquel periodismo del XIX apasionado, febril, épico y literario. El tercero, más escondido, a una profesión que en su familia se vive a fondo y que hoy en día no transita por sus mejores momentos. He aquí donde he de insistir en el García Gutiérrez periodista; sobre el que, ciertamente, las biografías al uso han pasado de puntillas por la dificultad para seguirle el rastro en artículos firmados por él, más allá de unos pocos en el Eco del Comercio, la Gaceta de Madrid o El colibrí, periódico de La Habana del que llegó a ser director. De algún modo, siempre se sintió periodista. 


El 15 de enero de 1854, en plena censura impuesta por el oscuro presidente del Gobierno Luis José Sartorius, García Gutiérrez se encontraba entre los abajo firmantes de un manifiesto en defensa de la libertad de prensa y rechazando los secuestros que amenazan constantemente a ediciones de El Diario Español, El Clamor Público, Las Novedades, La Nación, La Época, El Tribuno y El Oriente. “Escritores en distintas épocas de periódicos políticos, amantes de la independencia y del decoro de la imprenta, no hemos podido menos de aplaudir la noble conducta de Vds., defendiendo las instituciones del país en las presentes circunstancias. Y por si ocasiona esa conducta que no puedan Vds. seguir escribiendo con la misma decisión que hasta ahora, ofrecemos á Vds. el concurso de nuestras fuerzas, á fin de que mientras haya periódicos independientes no deje de sonar en ellos, como suena ahora, la voz de la verdad”[6]








Esa voz de la verdad es la que también ejecuta el anónimo "repporter", como se escribía entonces, con el que Aragón Panés enuncia este libro. Sí, enuncia, porque expone un conjunto de datos que facilitan la comprensión y la resolución de un problema historiográfico: el desconocimiento que campea sobre García Gutiérrez. Que esa “voz de la verdad” adopte un papel de cronista y que, en manos de la ficción literaria, envíe regularmente artículos a Chiclana narrando la epopeya del dramaturgo chiclanero debería contribuir a un mayor mérito para su autor, que ha lidiado con la necesidad de impostar ese cadencia lírica tan presente en la prensa de la época. 


La ficción, en cualquier caso, no evita o desmerece esa “verdad” que antes aludíamos, porque el lector debe tener la certeza de que cuanto se dice, se cita o se entrecomilla en estas páginas procede de un ejemplar de los numerosos periódicos decimonónicos que el autor ha consultado y añadido en la batería de notas con la que acompaña el texto. Si han de parecer muchos los artículos o noticias que se incluyen, sepa el lector que más aún son los que se han descartados y que el autor ha renunciado a la tentación de recuperar al completo muchas de las críticas teatrales o crónicas que, por su calidad literaria y por justicia con don Antonio, merecían reeditarse. En todo caso, quiero añadir, que Aragón Panés, a su cronista anónimo y a todos esos periodistas del siglo XIX que escribieron sobre García Gutiérrez les une, en casi todos los casos, una devoción denodada no solo por el poeta, sino por la humildad y por la modestia de la persona. 

No es necesario entrar más a fondo en la figura insigne de García Gutiérrez, porque en las crónicas que siguen el lector va a poder sumergirse en los viajes, las dramas, los cargos diplomáticos, los reconocimientos, las comedias, los personajes, las críticas y las pasiones... de García Gutiérrez de primera mano. Tan solo creo necesario abundar en dos aspectos que también van a encontrar en estas Crónicas para un biografía de Antonio García Gutiérrez, pero acerca de los cuales me gustaría hacer brevemente hincapié. El primero es el romanticismo que él representó durante, prácticamente, toda su vida; el segundo, de algún modo inseparable del primero, el de sus deudos políticos. Vayamos, por parte. 

En García Gutiérrez habita un romanticismo permanente. Él mismo lo encarnó. No ya en El trovador, que fue de algún modo la implosión del romanticismo en España, ciertamente tardío mirando a Francia o Alemania. Aquella obra, El trovador era la que “había de conducirle a la inmortalidad”[7], pero más allá de su éxito, encerraba todo un ideario literario y político al que García Gutiérrez nunca renunció, por más que el movimiento romántico pereciera como tal pocos años después, a mitad de siglo, de manos del realismo del teatro de Echegaray y de la novela de Pérez Galdós. Sin embargo, García Gutiérrez no renuncia, insiste una y otra vez, en esa concepción del romanticismo “caracterizada por su oposición al clasicismo y su exaltación del sentimiento y la libertad”[8]. Y que ejecuta en sus dramas históricos y en verso. Pero que también se trasluce en sus desconocidas comedias, sus escasamente leídas zarzuelas y, sobre todo, en sus irregulares poemas… De ahí que no extrañen esas palabras de José Fernández Bremón en la crónica de su funeral: “Ha muerto un gran poeta: uno de los últimos, uno de los más ilustres representantes de una época literaria que se extingue”[9]






¿Qué proponía ese romanticismo? En una frase ejemplar es posible sondear un programa político: “En un mundo sin amor, el dolor y la muerte son inevitables”. Si nos detenemos en ella, expresa mucho más de lo que parece: García Gutiérrez propugna un amor sin barreras, sin clases sociales, sin nobles y sin vasallos, sin imposiciones. No lo podemos imaginar hoy, pero en esa transgresión del amor representado en Venganza Catalana o Doña Urraca de Castilla hay todo un programa indisociable del liberalismo político que lo alentó y que pone patas arribas la tradición, la religión o la legislación: es la primera vez que en la literatura española surge en aliento en pos de la igualdad social y la libre elección del destino personal. En sí mismo, los dramas de García Gutiérrez eran llamamientos a la revolución. Pero con las armas de las letras –escribir para cambiar el mundo– y desde un “liberalismo sosegado”: el que se plantea en Simón Bocanegra, donde expone como la venganza política debe desaparecer bajo el bien común, o en Juan Lorenzo, acerca de cómo la revolución es lícita como arma política pero execrable si conlleva sangre y muerte. 

“En un país donde la literatura apenas tiene más premio que la gloria”, como escribió Larra en su crítica a El trovador, a veces hemos olvidado la pregunta fundamental: ¿de qué vivían los escritores en 1836? Los bosquejos biográficos de Antonio Ferrer del Río o de Cayetano Rosell insisten en esa penuria económica que siempre persiguió a García Gutiérrez –como a todos los de la época, el propio José Zorrilla sin ir más lejos– sobre todo en la primeras décadas de su vida madrileña. Esa razón explica, por ejemplo, su gran número de obras, dado que prácticamente hasta finales de siglo XIX, un autor dramático vendía la obra para su representación a una compañía y no volvía a recibir remuneración alguna se representara una o cien veces. De ahí, que tuviera adentrarse en el pujante periodismo o, sobre todo, en la Administración. No cabía en aquella España, por tanto, abstraerse de lo político y lo convulso, porque no otra manera había de conseguir un cargo. En Cabezas y calabazas (1864), el libro en el que los periodistas Manuel del Palacio y Luis Rivera –fundadores de la mítica revista de humor gráfico Gil Blas– pasan revista al siglo dibujando y describiendo con sátira e inquina política a todos los que eran alguien por entonces fuera o pareciera progresista. De García Gutiérrez dijeron: 

Fue Venganza catalana 
un triunfo y una desdicha, 
pues al aplaudir al vate 
me lo hicieran progresista. 

El cómico Salvador M. Granés, que firmaba como Moscatel, respondió a Palacio y Rivera con otro libro titulado de forma viceversa: Calabazas y cabezas[10](1879), en el que en muchos casos corregía a los anteriores. Es es el dibujante Perea quien caricaturiza a un García Gutiérrez de pies endebles, como su salud. Escribió Moscatel: 

Buen poeta y buen prosista, 
aún en su ocaso conquista 
laureles para su nombre. 
¡Lástima que tan gran hombre 
haya sido progresista! 

El verso satírico de Moscatel, es más preciso con García Gutiérrez, sin duda, pero ambas sátiras dan pie a explicar como el poeta chiclanero tuvo el respeto de unos y otros, de progresistas y conservadores, de liberales y demócratas. Nada explica mejor, a veces la realidad, que el humor. Otra caricatura expresa, por un lado, la servidumbre política inherente a la clase literaria del XIX y, por otro, que en aquella España, aún siendo “gloria de las letras”, era difícil vivir, como decía Larra, de dramas, comedias y zarzuelas. Sin ser diplomático, García Gutiérrez había aceptado cargos de gobiernos liberales en la embajada de Londres y como cónsul en Bayona y Génova. Sin ser arqueólogo –o anticuario, como aún se decía entonces–, aceptó más tarde del mismísimo Amadeo de Saboya el cargo de director del Museo Arqueológico Nacional y jefe de la Sección de Museos del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios. 






Para satisfacer el capricho de Emilio Arrieta –su habitual compositor en las zarzuelas por aquellos años–, García Gutiérrez le puso letra al Himno de la Gloriosa, la revolución de 1868 –el famoso ¡Abajo los Borbones!– con el mismo ímpetu que solo tres años después puso en halagar al futuro rey en la Oda a Amadeo de Saboya. Poema, gracias al que García Gutiérrez por fin recibe, más allá de la fama y el laurel, un cargo político que le hará olvidar esa pobreza incauta que recayó sobre nuestros poetas románticos y autores decimonónicos. Esta caricatura a plumilla aparece en el periódico Madrid Cómico, en 1880, que retrata en la portada a García Gutiérrez, según el dibujo de Cilla, en su serie de “Poetas célebres”. Junto al dibujo de Cilla, unos versos al pie a modo de diálogo resume los avatares de aquellos autores atrapados aún en la maraña económica de unos derechos de autor aún sin suficiente desarrollo: 


–Fama le dio El Trovador, 
y pues honra á España, es lógico 
que viva bien este autor 
por sus obras. 

–No, señor; 
por el Museo Arqueológico. 

El escritor construye una imagen a través de la escritura, pero no construye una biografía, construye un personaje que coincide esencialmente con el autor. El biógrafo ha de ir completando esa visión, llenando el vacío –el enigma, si quieren– con datos, citas, fuentes, cartas, prensa, documentos oficiales. García Gutiérrez, como bien sabe José Luis Aragón Panés y su quehacer investigador, tiene aún muchos vacíos, quizás porque su biografía está aún por escribir. La imagen que tenemos de él básicamente es su obra y esos esbozos literarios de sus contemporáneos que se repiten una y otra vez. Aún desconocemos mucho: sobre su mujer –que aparece y desaparece en su vida sin que sepamos por qué aunque lo imaginemos–; de sus dos hijos: de Eduardo y de Magdalena, la mayor que nació mientras él ya estaba en la Habana; de su vida privada, siempre solo y al viento… 

Sí sabemos, en cambio, que esos versos que García Gutiérrez hace decir a don Guillén de Sesé en El trovador quizá los escribió pensando en sí mismo: “Honrado nací en mi casa, / y a la tumba de mis padres / bajará mi honor sin mancha”. Estas crónicas son la contribución de José Luis Aragón Panés a la gloria de García Gutiérrez y, por supuesto, a una biografía que habrá que escribir algún día. Uno podría dar muchas razones de por qué García Gutiérrez interesa: acaso basta decir que en él, en su vida y en su obra, aún aguardan muchas sorpresas. Que en este poeta, en este dramaturgo, diplomático, viajero, católico, progresista, periodista, patriota, maestro… admirado por sus contemporáneos, popular y entrañable, está el siglo XIX en su esencia. Y, somos, del XIX más hijo de lo que pensamos. De momento, doscientos años después de su nacimiento en la calle Corredera, en Chiclana, este hombre esencialmente bueno protagoniza este libro gracias a la devoción de otro romántico, aunque contemporáneo, como es José Luis Aragón Panés.




Quiero acabar con dos citas, breves, que avanzan otras razones que el lector ha de encontrarse en estas páginas. La primera redunda en la imagen de un García Gutiérrez absolutamente grande, con motivo del estreno de Un grano de arena, su última obra dramántica, a finales de 1880: “García Gutiérrez, el patriarca de los autores dramáticos; el maestro cuyas obras ofrecen siempre ejemplo admirable de originalidad y de elegancia; el poeta inspirado en cuya lira hay notas para todos los sentimientos, desde el más trágico y sublime hasta el más delicado y tierno; el anciano venerable; la modestia y el genio con cabellos blancos, gafas azules y cánticos de trovador, que resonarán en nuestro teatro eternamente”[11].

Si aún resuena, si somos consecuentes, es por otro romántico como Giussepe Verdi, al que impresionó “la novedad y extravagancia del drama español”. Y adaptó con su espléndida música dos de las obras maestras de García Gutiérrez que hoy recorren todo el mundo –Il trovatore y Simon Boccanegra–, ajenos prácticamente, en cuanto su conocimiento por el público, al escritor que concibió esos dramas insignes. No es algo nuevo, en el periódico El Entreacto, en 1870 ya se pedía: “La generación presente necesita que se asocien Verdi y Shakespeare en Macbeth, Víctor Hugo y Verdi en Ernani y Rigoletto, Verdi y Schiller en Luisa Miller, Scribe y Meyerbeer en Roberto, García Gutiérrez y Verdi en II Trovatore. ¡Qué mayor triunfo para la literatura romántica que este comercio obligado en la manifestación del drama lírico!”. Lo mismo seguimos necesitando. Shakespeare, Victor Hugo, Schiller y García Gutiérrez unidos por Verdi. Ahí es nada. Pasen y vean. García Gutiérrez está aquí, leamos para conocerle mejor, pero sobre todo para reivindicarle debidamente. 


© Juan Carlos Rodríguez.
© de la edición de "Crónicas para una biografía. Antonio 
García Gutiérrez (1836-1884)", José Luis Aragón Panés.





[1] Gaceta de Madrid, 14/1/1852, nº 6404, página 4. 

[2] La Correspondencia de España. Diario universal de noticias. 25/2/1880, Año XXXI, nº 8009, sin numerar.

[3] El Liberal, 25/2/1880, página 5.

[4] La libertad, 10/8/1934, Año XVI, nº 4488, página 1, “El cincuentenario de García Gutiérrez”.

[5] Seoane, María Cruz: Historia del periodismo en España. 2. El siglo XIX. Alianza Universidad, Madrid, 1992, Pág. 11

[6] El Clamor público. 15/1/1854, página 1.

[7] La Época. 21/12/1935, nº 29.956, página 5.

[8] Definición de Manuel Seco en su Diccionario del español actual. Aguilar, Madrid, 1999. Pág. 3.973

[9] La Ilustración Española y americana. 30/08/1884, nª XXXII, página 114.

[10] Debido al juego del título, algunos autores han confundido ambos libros. Cabezas y calabazas, de Manuel de Palacio y Luis Rivera, fue publicado en 1864 bajo el subtítulo de “Retratos al vuelo de las notabilidades en política, en armas, en literatura, en artes, en toreo y en los demás ramos del saber y de la brutalidad humana, seguido de varios cuadros de costumbres más o menos políticas”. En la primera edición, publicada por Miguel Guijarro Editor, consultada en la Biblioteca Nacional de España, los versos de García Gutiérrez aparecen en la página 73. El segundo de los libros, Calabazas y cabezas, fue editado en 1879 e impreso en Madrid por M. Romero. Todas las “semblanzas de personajes, personas y personillas que figuran o quieren figurar en política, literatura, armas, ciencias o tauromaquia”, incluida la del poeta de Chiclana, están escritas en verso por Salvador M. Granés, Moscatel. La caricatura de García Gutiérrez, firmada por Perea, aparece junto a los versos en la página 172.

[11] La América (Madrid. 1857). 28/12/1880, página 2.





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lunes, 22 de abril de 2013

García Gutiérrez, doscientos años después




JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Antonio García Gutiérrez (Chiclana, 5 de julio de 1813-Madrid, 26 de agosto de 1884) no fue sólo un famoso autor dramático, sino un ejemplo del ideal y vida romántica. Un hombre, un poeta, que en sí mismo representó como pocos el siglo XIX español. Más allá de que llevara el drama romántico a su máxima expresión de belleza lírica, estructura teatral y compromiso político, García Gutiérrez encarnó la misma modernidad que su teatro propugnaba.

El poeta de Chiclana era ya en 1836, con solo 22 años, el indudable referente del Romanticismo español, junto al Duque de Rivas y José Zorrilla. En ese año, el 1 de marzo, protagonizó uno de los estrenos más asombrosos del teatro contemporáneo: El Trovador, en el que un público entusiasmado al grito de “¡El autor, el autor!” obligó a saludar al joven dramaturgo –por entonces soldado en las milicias de Mendizábal– desde el proscenio. Era la primera vez que sucedía en España, inaugurando una costumbre que aún permanece. 

Aún en 1880, ya en el declive de su salud y de su trayectoria dramática, García Gutiérrez seguía representando el ímpetu romántico y liberal –aunque se había ido atemperando– cuando en el ya Teatro Español se le homenajea como “gloria de la literatura española”. Sin duda lo era. Y lo sigue siendo, aunque permanezca en un estado de “semiolvido” que en el Bicentenario de su nacimiento tenemos la obligación de rescatar. 

Apunte manuscrito de la versión de El Trovador de 1850

Insuperable poeta dramático, su obra va mucho más de El trovador y Simón Bocanegra, sus dos grandes éxitos convertidos en famosas óperas por Giussepe Verdi y aún representadas alrededor de todo el mundo. García Gutiérrez escribió más de 90 libretos, entre dramas –la gran mayoría en verso y algunos de triunfal estreno como Venganza catalana o Doña Urraca de Castilla–, comedias y zarzuelas, además de varios poemarios e innumerables versos publicados en la prensa periódica. Hasta su muerte en 1884, fue considerado, entre ellos por el mismísimo Mariano José de Larra, entre los más grandes autores españoles. 

Fue, sin embargo, mucho más que un escritor, aspecto sobre el que no se ha profundizado como se debería: traductor que introdujo el romanticismo francés en España, periodista en México y Cuba, cónsul en Génova y Bayona, comisario de la Deuda Española en Londres, miembro de la Real Academia Española, director del Museo Arqueológico Nacional, jefe del Cuerpo de Bibliotecarios, Archiveros y Anticuarios del Ministerio de Fomento, caballero de la Orden de Isabel la Católica… y un liberal convencido. Muy popular, fue, junto a Zorrilla y Espronceda, el poeta más recitado de la segunda mitad del siglo XIX. Y, sin duda, un andaluz universal.

martes, 9 de abril de 2013

Y José Luis Sampedro se fue con "La vieja sirena"




JUAN CARLOS RODRÍGUEZ
Ha muerto José Luis Sampedro. Y rompo este silencio de meses, para despedirle con honores, revuelto si cabe porque en los papeles y las pantallas se le loa como un estandarte, como un indignado, como un economista, como un intelectual del desencanto. Lo era, lo seguirá siendo. Pero, aún apreciando su humanismo y su rebeldía, quiero decirle adiós al novelista. 

Sí, Sampedro era amplio, poliédrico e icónico, pero para mí –para ese lector juvenil que aún soy de vez en cuando– se va el mago, esa voz legendaria, ese genio capaz de atravesar el tiempo y la literatura de “La vieja sirena” (1990).

Ese portentoso narrador del alma y sus alegrías, de sus quebrantos y miserias, de su amor inextinguible. Ese maravilloso trovador de la valentía, de la justicia, del amor que aún es Glauka con sus ojos verdes, personaje inolvidable y sustancial de la novela española del siglo XX. Esa Glauka, sirena entre los siglos, que es la humanidad misma, inocente, que aprende y se corrompe al mezclarse con los hombres, con los humanos, con sus ambiciones, con su afán de poder y de poseer, con su miedo a la muerte... y a la vida.





Glauka, como Krito, es sabiduría y sensualidad, nostalgia y felicidad nunca ausente de dolor. Pasaron los años, y “La vieja sirena” nunca se ha ido. Ni ahora que creo que Sampedro se reencarnará en algún lugar como Glauka. O estará junto a ella.

Porque puede que lo haga en Salvatore Roncone, su otro gran personaje, el protagonista de “La sonrisa etrusca” (1985), esa otra gran novela –misericorde, lúcida, sentimental– en el haber de Sampedro. Imprescindible, por supuesto. Con ella y con “La vieja sirena”, dicho ya queda, me hubiera bastado rendir honores a José Luis Sampedro, escritor, novelista y nostálgico.

Este mismo Sampedro que es Malvina, el caballero D’Eon, Ernesto Ribalta y hasta el dios Narciso en “Real sitio” (1993), la novela con la que cerró esa trilogía que denominó “Los círculos de los tiempos”, que inauguró con “Octubre, octubre” (1981), retrato eficaz de un tiempo que no acaba de irse y prosiguió con “La vieja sirena”, insuperable testimonio de todo lo que Sampedro es y será.