domingo, 25 de junio de 2017

ENTRE LOS ARCOS DE VILLA VIOLETA | Laurel y rosas (88)

Acuarela con las golondrinas daúricas de "Villa Violeta" pintada por W. H. Riddell. Foto: Marqués de Tamarón.

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

A finales de la década de 1920, un matrimonio británico encontró en La Barrosa su “paraíso en la tierra”. Compraron en lo que entonces se conocía como Pinar de Galindo una finca de 20 hectáreas a la que pusieron por nombre “Villa Violeta”. Era el nombre de ella: Violeta Buck, mujer culta, hermosa y de armas tomar, nacida en Jerez e hija de un célebre naturalista británico, Walter J. Buck, don Gualterio, cónsul británico, exportador de vinos, propietario de la bodega Sandeman & Buck y del Recreo de las Cadenas –sede hoy de la Real Escuela de Arte Ecuestre–, que había fallecido en 1917. Antes de su boda, doña Violeta había comprado el Castillo de Arcos, en ruinas, para salvarlo del derribo y lo había convertido en su casa. Años después, aún recibía visitas con cemento y palaustre siempre a mano. “Villa Violeta” era el nombre que había elegido el marido para esa finca y esa casa en la que ambos se instalaban cada verano una vez que se casaron en 1928. El marido era un célebre pintor de “pájaros y nubes”, gran ornitólogo, amante de la arqueología, que firmaba como W. H. Riddell, aunque todo el mundo le llamaba Bill. Y él debió ser quien eligió aquel emplazamiento con de pinares, playa y dorada arena, aún naturaleza salvaje y virgen, deshabitada.

¿Por qué La Barrosa? En un tiempo en que la nobleza y la alta burguesía británica –y jerezana– acudía a Biarritz y San Sebastián cuando llegaba el verano, Bill Riddell se debió enamorar de La Barrosa inmediatamente: “Creo que tenía que ver con lo que hoy es un concepto aceptado, la Gran Doñana, por el que todos los humedales del golfo de Cádiz están interconectados. Para Riddell, estar en La Barrosa era como estar en Doñana, pero más cerca y más habitable”, explica Javier Ruiz, cabeza visible junto a Francisco Hortas del proyecto Limes Platalea de la Sociedad Gaditana de Historia Natural. Y un enamorado de Riddell y todo cuanto significa Villa Violeta y La Barrosa para la ornitología. Que es mucho. Porque, para ir paso a paso, Riddell –y doña Violeta, por supuesto– sabían perfectamente qué era Doñana: “Como un fragmento de la soledad salvaje de África, arrancado y especialmente preparado para nuestro disfrute en este remoto rincón de Europa... para nosotros, cazadores, naturalistas y amantes de agrestes desiertos, Doñana representa nada menos que un paraíso en la tierra”… 

Foto de "Villa Violeta" hacia 1955 que conserva la familia Domecq Williams y publicada en el libro "La migración intercontinental de la espátula", de la Sociedad Gaditana de Historia Natural.
Riddell y Doña Violeta habían tenido como maestros –y guías– a los dos naturalistas que mejor la conocieron, más la defendieron y aún todavía más la dieron a conocer en todo el mundo. Y lo habían tenido muy cerca. Uno era el padre de Doña Violeta, Walter J. Buck. Y el otro, uno de los grandes naturalistas británicos de todos los tiempos, también de origen bodeguero, Abel Chapman. Ambos, Chapman y Buck, escribieron dos libros extraordinarios y adelantados a su época “La España agreste” (1898) y “La España inexplorada” (1910). Y ambos formaron parte de los denominados “escriturarios” que regularon la caza en Doñana e hicieron posible que hoy sea Parque Nacional. Chapman, además, fue quien presentó a doña Violeta –a quien había prohijado tras la muerte de Buck– a Bill Riddell, que era uno de sus mejores colaboradores, porque nadie como él era capaz de captar en sus ilustraciones, en sus lienzos, el alma de la naturaleza. Riddell pintó La Barrosa y esa ornitología extraordinaria que iba descubriendo entre los arcos de Villa Violeta. Es célebre su descubrimiento de la denominada “golondrina de las mezquitas”, la golondrina daúrica (hirundo daurica), que nunca se había avistado entonces en Europa y estaban ahí, anidada en el porche de Villa Violeta. Y de lo que dejó reflejado en uno de sus magníficos guaches.

Británicos como eran, Riddell y doña Violeta, en la elección de aquella hermosa finca debió de pesar también el recuerdo de la batalla del 5 de marzo de 1811, cuyos “restos” se dedicó a recolectar rastreando la playa, los pinares, entre Torre Bermeja y Torre Barrosa, como los británicos llamaban al torreón de la Cabeza del Puerco. Y de La Barrosa era también para ellos aquella Batalla de Chiclana, como se le denominó entre nosotros. En los años 40, Violeta Buck cedió a su cuñado, don Guido Dingwall Williams Humbert la casa y la finca, que ocupaba la actual urbanización y proseguía hasta la misma orilla, incluido Los Drogos, entonces una casa de invitados. Don Guido, también bodeguero y naturalista, devoto británico, prosiguió la sacralización de La Barrosa como escenario ilustre de aquella heroica batalla ganada por los británicos a los ejércitos napoleónicos y, sobre todo, hizo de Villa Violeta lugar de peregrinación de los más ilustres ornitólogos británicos. Fueron los precursores.

Hoy, toda La Barrosa, con sus miles de bañistas y su ocupación urbanística, sigue siendo un “paraíso ornitológico”, gracias al descubrimiento de Javier Ruiz y Francisco Hortas hace apenas siete años. Una 15.000 espátulas con su pico redondeado y su plumaje blanco, las aves más grandes y emblemáticas de la ornitofauna europea, la cruzan entre julio y octubre destino a África. Un espectáculo único del que hay mucho que contar. 

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domingo, 11 de junio de 2017

AQUELLA FERIA, ESTE NIÑO... | Laurel y rosas (87)

La Feria de San Antonio en la barriada del Carmen.

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

Antes es una palabra que siempre suele evocar la felicidad. Aquella felicidad de cuando éramos niños. Aquella en la que la Feria era un río de gente que cruzaba el Puente Chico y en la calle Paciano del Barco encontraba la dicha en un tiovivo y todo lo que entonces podíamos querer: acaso coche-choques, una tómbola y algún puesto de escopetas donde toda puntería era vana y romper de un disparo un palillo de dientes acaso un milagro. Entonces el mundo acababa en la calle Cervantes. Porque ese era el final de la Feria y del continente, porque más allá solo había marisma. La nada. A los ojos, y el corazón, de un niño no hay recuerdo que pueda superar a aquel tiempo en el que fue feliz. Y aquella Feria en la barriada del Carmen suponía todo lo que uno entonces podía imaginar. Claro que entonces aún soñábamos en blanco y negro, como la televisión. Los que la tenían. El mundo, esta ciudad, esta feria, aún en los años setenta, hasta principios de los ochenta, es inimaginable para quienes nacieron después. Y fue ayer mismo. Era ayer mismo cuando íbamos Paciano del Barco abajo para hacernos una foto toda la familia en un estudio portátil, con una guitarra desafinada y un caballo de cartón, para recordar durante todo el año –y toda la vida– esa feria, sus colores, las luces, las sevillanas y la caseta municipal. Y aquellas otras casetas que encontraban acomodo donde podían: en algún local en obras, un garaje o un almacén, que se transformaba en vino y alegría.

Y el río. Para quienes vivíamos en el Lugar, cruzar el río era la puerta abierta a la Feria, esa feria que un día fue de ganados y compraventas, de negocios que se cerraban con vaso de vino. Desde ese 1836 en el que Chiclana recibió el privilegio de Feria –aunque ya en 1788 ya solicitaron permiso para celebrar una feria anual de Ganado– la celebración ha ido alrededor del día de San Antonio creciendo como la ciudad. Pero esa era otra feria y otra historia en la que habría que hablar de diezmos y un Portalejo que no sabe donde estuvo con exactitud, más allá del entorno de la cuesta del Matadero, que era donde se celebraba. A final de siglo XIX la Feria se inserta en el corazón mismo de la ciudad y se transforma en fiesta popular en la Alameda recién nacida junto al Iro. Y ya nunca se ha despegado del río, ya sea en La Longuera o en Urbisur, en la orilla de La Banda o en la del Lugar. Es cierto que la Feria ha ido con los años desplazándose al contorno de la ciudad, ganando terreno literalmente a la marisma, pero en aquella feria de mi infancia, la del Campo de Fútbol, cercana, entrañable y familiar, el río marcaba, como ahora, la frontera de la felicidad. Un espacio mágico, que por más años que pasen, por más ferias que vengan con su grandilocuencia y su masificación, ya no volverá. 


Aún hoy, camino a la Feria, cruzo el mismo Puente Chico, paseo por Paciano del Barco y atravieso aquella feria de mis pocos años, recreándola hasta llegar al ferial, hoy río abajo. Y así la Feria vuelve a ser un espacio simbólico. Siempre lo fue. A diferencia de otras, esta Feria de Chiclana marcaba como pocas en calendario. Fin de curso. Inicio del verano. La playa de La Barrosa reaparecía siempre después de cada feria, antes se diría que desaparecía oculta en la humedad y en el frío. Aunque hubiera –como lo hace hoy– una primavera extraordinaria, a nadie se le ocurría ir a la playa antes de la Feria. Era una de esas delimitaciones sagradas que conviven entre la ciudadanía. Lo mismo que la playa, dicha así, finalizaba con la Virgen de los Remedios y la vendimia. No había un más allá. Ni era necesario. La playa conforma con la Feria esa otra ventana donde miramos al niño que fuimos. De nuevo feliz. Y se acumulan los recuerdos. Primero, el Seat 850, con la baca repleta como si se acabara el mundo. Luego, aquella Barrosa con las casetas de madera, en donde vivíamos julio, agosto, sin volver a pisar Chiclana hasta septiembre, que había que vendimiar y llegaba el colegio. Y esa playa regresa ahora también a la memoria. Nunca supimos realmente lo afortunados que éramos de convivir con aquel paraíso, de tener tan cerca la playa. Y más aún esa playa blanca, interminable. Hasta que aprendimos que sí, que parecía mentira, pero había pueblos, ciudades, provincias sin playa, que era como decir sin verano. 

Reiner María Rilke –el poeta que quedó deslumbrado por Ronda– dijo aquello de que “la verdadera patria del hombre está en la infancia”. Quizás sea cierto. O puede que solo sea nostalgia, simple añoranza. Màrius Carol, más recientemente, cree que “es el estrés del porvenir el que hace que veamos la infancia como el baúl de nuestros sueños”. Podría ser. Pero no hay ninguna infancia igual a otra. Cada uno, como el verano, lo vive a su manera. Pero mi patria, pienso, es la inocencia y la felicidad. Mis padres, mis hermanos. La familia. Primos, tíos. Abuelos. La calle donde jugaba. Una playa. Aquella feria. Esta misma feria en la que vuelvo a ser niño otra vez. Pero nunca tan feliz. 

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