lunes, 12 de diciembre de 2016

LA LUZ DE LA NAVIDAD | Laurel y rosas (75)

Una imagen típica de la Navidad en Nueva York


JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

Ya está el belén apuntalado en el salón. Y el árbol, el abeto, verde, rojo y oro. Con sus “fieles guirnaldas fugitivas”, según el poeta Pablo García Baena. Ya están las calles de blanca luz. De pureza, de paz, de esperanza y de consuelo. La Navidad es una fiesta iluminada. La noche comienza su retroceso con el solsticio de invierno y la luz vence poco a poco. Anuncia su triunfo. Como al amanecer. Y esa luz tiene su símbolo: el Niño-Dios que nace en Belén. En nuestras sociedades espectaculares, la Navidad sigue siendo todavía hoy el tiempo de lo que Claude Lévi-Strauss llamaba “la eficacia simbólica”. Todo tiene sentido. La corona de adviento, la luz, el belén, el árbol, las bolas de colores, el pesebre, la estrella, los ángeles, las campanas, los reyes magos, las flores de Pascua, las velas, los lazos rojos y hasta el muérdago que colgamos en las puertas. Y la nieve. Todo tiene un significado. Es posible que no seamos capaces de captar ese lenguaje de símbolos que durante siglos ha manifestado mucho más de lo que parece. Pero está ahí. Nos habla.

Dice Pablo d’Ors: “Navidad es una invitación a que Jesús nazca no solo en la cuna de Belén, sino en la de nuestro corazón”. Y esto significa, según el novelista y sacedorte: “Una invitación a entrar en nuestro portal, en nuestra noche oscura. A no agarrarnos a nuestras seguridades, sino a apostar por lo que quiere ir abriéndose camino. A entender a todo lo pequeño que despunta en nosotros, por insignificante que pueda parecer”. Ese es el simbolismo de la luz, más allá de estrategias comerciales y juegos de banalidades. “¿Cuánta luz hay en mi vida? ¿Cuánta luz voy a permitir que haya”, se pregunta Pablo d’Ors en un extraordinario texto titulado “Poner el belén”. 

En el entorno del siglo IV, cuando ya el Imperio Romano era decadente y yacía finiquitado, el cristianismo decidió abrir las puertas a la conversión y acabó por adoptar todas las festividades de un calendario que era, eminentemente, agrícola, apegado a la naturaleza y a la vida. Ese Natalis Solis Invicti en el que los romanos celebraban en el solsticio de invierno, y en el que conmemoraban el nacimiento de Apolo, dios del Sol, fue la fecha en la que se situó la natividad del Niño-Dios. “Una invitación también a tener la actitud contemplativa, de estupor ante la maravilla, de María y José. A reconocer las muchas estrellas que lucen en nuestra sociedad: personas que nos iluminan y hacen que el mundo sea mejor”. Estamos tan acostumbrados a la familia –a la luminosidad de este sur nuestro– que nunca sabemos realmente la riqueza de lo que tenemos. Los mejores recuerdos de la Navidad siempre son familiares, las peores navidades son aquellas en las que echamos en falta a quienes amamos. Pero la luz llega de nuevo, el campo vuelve a florecer. 

El Nacimiento del Metropolitan Museum de Nueva York

La Navidad era para Gerardo Diego su tiempo preferido. Vinculado a los recuerdos infantiles, a vivencias familiares, su recuerdo de la Navidad es intenso, feliz, alegre. Pero él describió como nadie que este es, también, un tiempo de angustia, de temor. El de esa Virgen Madre que se pregunta: “Cuando venga, ay, yo no sé/ con qué le envolveré yo,/ con qué”. Dice D’Ors: “La Navidad también es una invitación a no combatir contra nuestra impureza o imperfección, sino a encender la luz”. La esperanza. Como los pastores. Si lo tenemos todo solucionado difícilmente podremos entender de qué va todo esto: la contemplación, la meditación, la familia, la solidaridad, la paz.

Es este tiempo vienen a la memoria todas las Navidades que uno ha vivido, porque la Navidad es entrañable de por sí. Llevamos en el corazón las navidades de siempre. Rodeado de la familia, amplia y generosa; sin duda, un tiempo feliz de abuelos, tíos y primos, hermanos, padres. Fiesta del Niño-Dios, infantil, inocente y todopoderoso. Quiero yo, también, ser como un niño. Todos somos un poco niños en Navidad, benditos niños, caminito de Belén. La Navidad ablanda el corazón y endulza el alma. Es cierto. La Navidad es también, y no cabe duda alguna, los pestiños de mi madre. Las tardes en que la fiesta más dichosa eran esas horas ablandando la masa, friéndola, miel en las manos y anís en el corazón. La navidad será también turrón y mazapán, pero aquí y en esta memoria son esos pestiños, esas tortas que mi madre hacía para asombro de los ángeles. Vuelve un año más la Navidad con su dulce sabor a ternura de Dios. Y a moscatel. Qué sería de la Navidad sin ese otro néctar sagrado que es el moscatel que nunca falta para invitar en casas y comercios a entrar en calor y beberse la Navidad a sorbos. “Una invitación, en fin, a acoger al forastero, al distinto, al que piensa diferente, al que es de otro partido, de otra clase social, de otra religión”, que también proclama Pablo d’Ors. 

Felicitemos la Navidad, al fin y al cabo. Que es otra tradición que estamos perdiendo. Pero es otro símbolo: el deseo, el anuncio, la proclamación de compartir felicidad y prosperidad. La tengamos o no. Porque vendrá la luz.