domingo, 30 de abril de 2017

MASONES EN LA CHICLANA DEL SIGLO XIX | Laurel y rosas (84)


El ex director del IES Poeta García Gutiérrez, al recoger el premio a la Investigación Histórica de la Fundación Viprén. Foto: Revista Puente Chico.
JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

Entre las tareas fundamentales de un historiador, quizás la más sobresaliente sea arrojar luz entre la oscuridad y la confusión: hacernos abrir los ojos ante lo que el tiempo y el poder nos ha ocultado de nuestro pasado. El profesor Joaquín García Contreras, felizmente jubilado de las aulas del I. E. S. Poeta García Gutiérrez, nos alumbra por fin con un libro largamente concebido: “La masonería en Chiclana de la Frontera (1888-1893)”. La masonería, sí, un tema que le ha interesado desde hace décadas, desde sus años universitarios y que, afincado ya en Chiclana, se ha ocupado de investigar apasionadamente. Con el hallazgo en el Archivo Histórico Nacional, en la sección Guerra Civil y Masonería –con sede en Salamanca–, de una logia afincada en Chiclana durante, al menos, seis años –entre ese 1888 y el 1893 en el que desaparece la documentación–, García Contreras ha escrito un libro imprescindible para comprender nuestra ciudad a finales del siglo XIX. 

“La logia de Chiclana sobre la que hay documentación en Salamanca es la que se denomina Hijos del Trabajo. Todas tenían un título y un número de adscripción, que en este caso era el 37. Pertenecía al Gran Oriente Nacional de España, que era la que se tenía por regular”, afirma. “En Chiclana hubo otra logia en esa época –aclara a continuación–, y que estaba supeditada a otra obediencia más orientalizante y era, por tanto, más esotérica. Pero de ellas no tenemos datos. Solo que hubo un intento de fusión entre las dos y las actas de los Hijos del Trabajo hablan de que fue imposible dada las diferencias que tenían”.

A veces, los nombres dicen mucho: “Hijos del Trabajo”, el que denominaba a aquellos masones de Chiclana, da muchas pistas de la logia. Quino García traza un relato muy documentado, muy riguroso, sorprendente también, en el que revela el nombre, profesiones y contribución, entre otros datos, de 54 miembros: “Si yo fuera descendiente de un masón de Chiclana en esa época estaría orgulloso”, manifiesta. “He intentado poner en evidencia –apunta además–, acabar con esa negra máscara que tuvo la masonería, al menos en aquella época y en Chiclana. Era gente que lo que buscaba era la filantropía, el altruismo, y que defendían la libertad, la igualdad, la educación”. Desagravio con nombres y apellidos en el que el contexto es importante –y Quino se detiene en el mismo conveniente y muy didácticamente–, fundamental para comprender esa masonería finisecular, utópica y progresista, que arraigó no solo en Chiclana, sino particularmente en Andalucía y también alcanzó a todo el país. Leandro Álvarez Rey, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Sevilla, ha dado, según cita el propio García Contreras, una “perfecta definición” de lo que era esta masonería a finales del siglo XIX: “Él decía que la logia no eran sectas al servicio de unos poderes secretos y ocultos que nadie conocía, sino que eran centros de progreso, que eran escuela de ciudadanos. Porque en esa época lo que proponían era una cosa muy sencilla: llegar a la perfección moral”.


En ello insiste Quino y reincide a lo largo de todo su libro, en que también desvela sus sedes: “Se basaban en una serie de principios que hoy entendemos básicos en una sociedad moderna: el respeto a uno mismo, al próximo, la igualdad y, sobre todo, la libertad de pensamiento. Eran ilustrados, librepensadores. Y ese era el caso de los de Chiclana”. Una Chiclana marcada –como toda aquella España de la Restauración y el “turnismo” de liberales y conservadores– por el caciquismo y el clientelismo. Una Chiclana en la que el poder económico, los grandes bodegueros, coparon a su vez el poder político. “Desde mi 1880 a 1900 todos los alcaldes de Chiclana fueron bodegueros y almacenistas, fabricantes de aguardientes. Por algo sería”. 

El caciquismo era una vía abierta hacia una realidad social que Quino describe con detalle y que también contenía otros problemas: “Chiclana tenía entonces una soprepoblación por la alta natalidad y la nula emigración. En 1889 llegó a tener el censo de población más alto, 12.660 habitantes. ¿Eso que consecuencia tuvo? La falta de trabajo, la desnutrición, una pobreza enorme y que provocó que se acrecentara más las diferencias entre el señorito y la clase trabajadora. Es una de las razones que explica la presencia en Chiclana de la masonería”. Aquella Chiclana –y esa logia de “Hijos del Trabajo”, legal desde 1888– se lee, se entiende y se explica en poco más de 170 páginas de un libro que se presenta el próximo jueves, 4 de mayo, a las 20,00 horas en la Casa de la Cultura: “La logia de Chiclana era más doctrinal e ideológica que política, y su actividad era cien por cien filantrópica”, insiste García Contreras. Sus 54 miembros gozaron de reconocimiento social: “Yo lo pienso así, por su comportamiento eran ejemplares. Algunos fueron gratificados por su trabajo en el Ayuntamiento, aún siendo masones. Fueron un modelo para la sociedad, para la ciudad, donde había tanta injusticia y desigualdad, y donde había tantos que vivían bien a costa de los demás”.

Leer en Diario de Cádiz:
http://www.diariodecadiz.es/opinion/analisis/Masones-Chiclana_0_1131487222.html

lunes, 17 de abril de 2017

EN LA FRONTERA DE LA "BANDA MORISCA" | Laurel y rosas (83)

Imagen de la Torre de Guzmán, en Conil de la Frontera, a la que debía parecerse el torreón del Cerro del Castillo reconstruido por Guzmán el Bueno en el siglo XIV.

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

La Frontera es más que un apellido para una villa, para una ciudad. Es también memoria e identidad. Es más que sabido que esa alusión etimológica a la Frontera que acompaña a Chiclana –a la Caeciliana romana– desde el siglo XIV, probablemente desde 1380; que es la fecha en la que “de la Frontera” pasa oficialmente a denominar a otras poblaciones de esa misma frontera nazarí, de la denominada “banda morisca”, como Jerez y Arcos. Una frontera con el aún existente Reino de Granada, que es amplía y compleja, que alcanza desde Cartagena a Tarifa, que venía a ser lo que se conocía como “Terra Nullius”, la “Tierra de nadie”. Más concretamente, ese apelativo fronterizo sigue dando nombre a las poblaciones que se asentaban entre Morón de la Frontera y Tarifa, con Jerez y Arcos como principales asentamientos. “Una dislocación geográfica plagada de sinuosidades que dio cobijo a numerosos castillos y aldeas que aunque distantes políticamente, debían aceptar las imposiciones de una necesaria vecindad”, como la ha descrito el profesor José Rodríguez Molina. Una tierra donde “la paz y la guerra –según añade Rodríguez Molina– no era asunto de Estado, sino de cada señorío fronterizo”.

Y ahí estaba Chiclana. Una tierra de nadie, de conflicto, de ataques, de saqueos. En 1410, por ejemplo, cuando el rey de Castilla, Juan II, dicta una orden a los concejos de Jerez, Vejer, Alcalá de los Gazules y Tarifa –y también a Chiclana– para que retiren todos los ganados de la frontera. Una tierra de continuas refriegas con almogáraves, almocadenes y alfaqueques, que al catedrático Rafael Sánchez Saus –uno de los que mejor ha estudiado esos siglos entre musulmanes y cristianos– le ha dado en comparar con el “far west” del mundo islámico. Una tierra donde no era fácil vivir a partir de la reconquista de Sevilla (1248) y de Cádiz (1249), aunque la entonces Qadis fue pasando de mano en mano, conquistada y nuevamente recoquistada una y otra vez, entre 1235 y 1264. Lo propio en la frontera. Aunque Yazirat Qadis, entonces una especie de recinto militar amurallado, no era ni mucho menos la principal ciudad de la Cora de Sïduna (Sidonia), la provincia andalusí: lo había sido la desconocida Qalsena, luego Sïduna, Medina, hasta el siglo X –aunque la identificación de la actual Medina con Sïduna está en duda– y lo era Saris, la capital. Jerez.

El cronista Pedro de Medina (1493-1597) –un verdadero renacentista, que fue matemático, geógrafo, astrónomo y autor de un pionero “Arte de navegar”, publicado en 1545– ya afirma que cuando Fernando IV entrega Chiclana a Alonso Pérez de Guzmán en 1303 era una “tierra despoblada que solía ser aldea”, “que estaba yerma” y “que era término de la Puente de Cádiz”. Dice, además, que el rey la da a merced a Guzmán el Bueno para que “la poblase y hiciese allí un castillo”. En el documento de donación, en concreto, Fernando IV precisa “para que faga y puebla e fortaleza qual él quisiere”. Es decir, si era “tierra despoblada que solía ser aldea” y “estaba yerma” –y necesitaba de un torreón defensivo–, lo era porque, precisamente, ese carácter de frontera motivó una guerra continua, total, en primera línea de batalla. Por ejemplo, entre 1275 y 1285 vivió, tras el desembarco de los meriníes desde el norte de África, un saqueo constante, con enfrentamientos y andanadas sucesivas, que se extendieron a todas las áreas de Jerez, Medina y Vejer. 

Si se lee con detalle a Pedro de Medina se observa un matiz interesante acerca de ese castillo que dice debió construir Guzmán el Bueno. Dice concretamente el cronista que lo “comenzó a hacer en derredor de la fortaleza, una barbacana con sus cubos, y sácola de los cimientos, la cual dejó como hoy parece”. Es decir, ya existía una fortaleza, seguramente ruinosa, que reconstruyó y amplió con un torreón. Ese “castillo” es, sin duda, el que existió en el cerro del Castillo, en el mismo lugar donde los fenicios siglos antes habían erigido un recinto amurallado. Inevitable volver sobre esa cita, ya en el siglo XIX, de Fernán Caballero en “No transige la conciencia” y que decía: “Dominaban el pueblo de Chiclana sobre dos alturas, una torre morisca ruinosa, como imagen de lo pasado la una; y una lindísima capilla, como imagen de lo presente, en la otra”. De aquella frontera, esta Chiclana.

De aquel documento de enajenación señorial por el cual Fernando IV le concede Chiclana a Guzmán el Bueno, hemos pasado muy de puntilla sobre la afirmación –como insiste Pedro de Medina– de que Chiclana pertenecía el “término de la Puente de Cádiz”. Ese término, que solo se mantuvo durante los siglos XIII y XIV, comprendía “el territorio insular de San Fernando y las áreas continentales de Chiclana y parte de Puerto Real con sus alquerías correspondientes”, según los historiadores Antonio Sáez Espligares y Antonio M. Sáez Romero. El llamado islote de Sant Batar (Sancti Petri), con su iglesia dedicada a San Pedro y el caño, pertenecía aún al alfoz de Cádiz. Pero seguía siendo un núcleo de comunicación imprescindible para la aldea de Chiclana a través del río Besilo. 

Leer en Diario de Cádiz:

domingo, 2 de abril de 2017

DEL NOMBRE ROMANO DE CHICLANA | Laurel y rosas (82)

Horno romano del Fontanar, junto a la autovía A-48. Foto: Era Cultura

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

Ninguno de los historiadores –ni filólogos– que se han interesado por el origen del nombre de Chiclana ha gozado de unanimidad. La fundación de Chiclana, lo demuestran las excavaciones del Cerro del Castillo, es fenicia. Nació como un recinto amurallado a orillas del río Iro vinculado como satélite –o asentamiento civil– al Templo de Melqart. Su nombre no ha llegado hasta hoy, seguramente porque formaba parte de la propia colonia de Gadir. ¿De dónde viene entonces el nombre de Chiclana, que aparece documentado por primera vez en 1232? Algunas derivaciones ya fueron descartadas por el propio Domingo Bohórquez, quien rechazó, por ejemplo, la extendida de José Guillermo Autrán a finales del siglo XIX que la vinculaba a “Sicania”. Lo mismo la que la asociaba a “Ituci”, como sugirió el Marqués Santa Cruz de Iguanzo. Nada tiene que ver tampoco con el árabe, a partir del diágrafo “Ch” –falla o acantilado– o de la sílaba “Chiq” –pequeña–, como apareció en 1897 en una “Guía de la provincia de Cádiz”. El historiador jerezano Agustín Muñoz Gómez fue el primero que introdujo la hipótesis –muy común en España– de que Chiclana deriva de un antropónimo latino al que se le añade el sufijo -ana o -ena que significan simplemente “relativo a” o “perteneciente a”. El nombre que Muñoz Gómez cita, luego recogido también por Ceán Bermúdez, es Cippianus, del que derivaría Cippiana y, de ahí, Chiclana. 

Muñoz Gómez partía de una lápida romana que fray Gerónimo de la Concepción describía en el siglo XVII en una casa de la plaza Mayor de la que se hablaba de un tal “Victor Cippianus”. Autrán ya desoyó esta explicación al no hallar referencia bibliográfica alguna al tal Cippianus. Pero en los últimos años han surgido dos interesantes hipótesis que vinculan la etimología de Chiclana con un origen romano. En su “Breve diccionario de topónimos españoles” (1997), el profesor Emilio Nieto Ballester es tajante. Incluye entre sus 7.000 topónimos la entrada “Chiclana de la Frontera” y dice de ella: “Nombre de una antigua hacienda romana, con sufijación en -ana (Villa Siculana) a partir del nombre personal Sicculus”. Es decir, simplemente, una evolución desde “Siculana”, que sería el nombre de una villa que perteneció al tal Sicculus. “La evolución de la silbante ha de ser atribuida a la pronunciación árabe o mozárabe y a la adaptación castellana del fonema resultante”, es lo único que añade el Nieto Ballester, profesor titular de Filología Clásica de la Universidad Autónoma de Madrid acerca de la evolución de la /s/ romana en /č/ o <ch> castellana. 

Estela funeraria hallada en la calle Huertas.
Actualmente, en el Museo de Cádiz. Foto: Museo de Cádiz

Pero no podía ser tan fácil. El catedrático de Filología Latina de la Universidad de Cádiz, Joaquín Pascual-Barea, mostró su desacuerdo en una crítica publicada en la revista “Excerpta Philologic” (7-8, 1998) en la que reprocha a Nieto Ballester un error que impide aceptar su teoría: “Aunque no se conserva referencia alguna a Chiclana hasta que la antigua aldea musulmana volvió a ser poblada en el siglo XIV; el nombre tiene en efecto el aspecto de uno de los muchos topónimos derivados mediante el sufijo -ana o -ena de un antropónimo latino. Pero si fuera así, éste nombre no sería un extraño Siculus, pues el resultado del inexistente Sicculana habría sido Jiclana o Jijana”. Pero el profesor Pascual-Barea no se limita a rechazar la hipótesis de Sicculana, sino que añade una interesante aportación, que bien podríamos tomar como definitiva. Según las investigaciones del catedrático de la UCA, Chiclana derivaría de Caeciliana, es decir, de otro antropónimo latino: Caecilius, “nombre de una rica e importante familia de la Bética ligada al comercio marítimo y documentada entre otros lugares en varias inscripciones gaditanas”. Pero añade, concluyente: “Chiclana sí es el resultado esperado de la forma muy común de Caeciliana, documentada ya en la Antigüedad como topónimo en Extremadura y como nombre de una hortaliza, lo que también hay que tener en cuenta”. Pascual-Barea defiende, además, su teoría desde el punto de vista etimológico, dado que, entiende, es más razonable la evolución de la /c/ inicial latina a /č/ o <ch> castellana. Y, además, como dice: “El grupo consonántico /cl/ pudo conservarse en posición interior por ser sílaba tónica, lo que exige una pronunciación más intensa que en posición interior átona, al igual que en inicio de palabra donde también se conserva”.

La hipótesis de Joaquín Pascual-Barea por el que el nombre de Chiclana viene de Caeciliana, y esta a su vez del antropónimo Caecilius –equivaldría, hoy, al nombre de Cecilio–, es más que interesante por esa adscripción a la familia que es la de Quinto Caecilius Metellus Pius, procónsul romano en Hispania en el 80, quien provenía de una de las familias principales de la República Romana, los gens Cecilia. Es el Metelo que combatió a Sertorio y que dejó tras sus victorias ciudades bautizadas como Caeciliana, cerca de Setubal, o Castra Caeciliana y Vicus Caecilius, ya en tierras cacereñas. Y, a su vez, un comerciante relacionado con los Cornelii Balbi, los Balbo, “oligarquía gaditana cuyo núcleo tradicional estaba sin duda alguna ligada por viejos linajes fenicios”. La incógnita siempre será por qué se reproduce, ya en el siglo XIII, en Chiclana de Segura. Porque del denominativo de la Frontera… 

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