sábado, 29 de julio de 2017

El renacer oculto de Murcia

Imagen de la exposición el día de la inauguración en Caravana de la Cruz. Foto: La Panorámica de Murcia

Caravaca de la Cruz reivindica la “alta calidad” de la pintura y escultura del Renacimiento murciano durante el dominio de los Vélez, con 65 obras del patrimonio histórico-religioso, entre ellas diez del gran Hernando de Llanos



JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | VIDA NUEVA

“El Barroco en Murcia ha sido muy poderoso y no siempre hemos prestado atención al Renacimiento, que en realidad es el momento álgido de la historia del arte en Murcia. Es el momento en el que el Reino de Murcia es vanguardia internacional. Por lo que creo va a sorprender”, así explica el galerista Nacho Ruiz, su comisario, la que va a ser “la más importante y central” exposición de la programación cultural organizada por la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia en el marco del Año Jubilar de Caravaca de la Cruz. El título de la muestra, “Signum. La gloria del Renacimiento en el Reino de Murcia”, es contundente, tanto como la calidad de las 65 obras que se exponen en total, procedentes, sobre todo, de la diócesis de Cartagena –que ha cedido cuarenta–, pero también de las de Almería, Albacete y Orihuela-Alicante, además del Museo del Prado, el Museo San Pío V de Valencia y otras colecciones privadas. “Más allá de las monumentales realizaciones religiosas, existe una serie de grandes maestros trabajando en nuestras ciudades que marcan un punto álgido en nuestra historia del arte –explica Ruiz, co-director de la galería T-20–. Quizá el más conocido sea Hernando de Llanos, activo en Murcia y Caravaca, del que nos han quedado las importantes piezas de la Catedral de Murcia y del Santuario de la Vera Cruz en Caravaca de la Cruz. Otro gran maestro es Pedro Fernández de Murcia, desconocido en España y altamente considerado en Italia. Las vicisitudes de su vida y de su obra mantuvieron oculta su identidad hasta los años 90 del pasado siglo, en que su nombre sale a la luz”.

Esta “primera gran exposición monográfica del Renacimiento en Murcia”, que se inauguró el pasado lunes, 17 de julio, en la antigua iglesia de la Compañía de Jesús en Caravaca de la Cruz, pretende un triple objetivo. El primero, según relata el comisario, es “dar a conocer las grandes figuras” del arte renacentista en Murcia, con el último cuarto del siglo XV y el primero del XVI –“cuando se edifica la portada de la Cruz y el primer cuerpo de la torre de la catedral de Murcia”– como punto de partida. La segunda meta es recorrer “líneas fundamentales como el vínculo entre Italia y el antiguo reino-diócesis-estado de los Vélez, la proliferación de matices en los lenguajes artísticos o la decisiva influencia jesuítica en la última fase”. El tercer aspecto es, sencillamente, “conmemorar con un evento cultural de gran calado nacional el Año Jubilar de 2017 en Caravaca la Cruz, sede de este proyecto y escenario clave del Renacimiento en el antiguo Reino de Murcia”. De hecho, la muestra exhibe, como uno de sus platos fuertes, las seis tablas de Hernando de Llanos del Santuario de la Vera Cruz recién restauradas. 

"La Piedad", de Juan de Vitoria. Foto: Comunidad de Murcia

Según Nacho Ruiz, la exposición busca en su conjunto “potenciar” el conocimiento del Renacimiento de lo que se ha dado en llamar históricamente el “Estado de los Vélez”, la casa nobiliaria que gobernó en el antiguo reino de Murcia y de Granada después de la Reconquista. La gran muestra de su poder –también renacentista– fue el castillo de Vélez-Blanco (Almería), cuyo patio mayor está reconstruido desde 1945 en el Metropolitan Museum de Nueva York, mientras que sus frisos en mármol blanco de Macael aún se muestran en el Museo de Artes Decorativas de París. “Signum” incluye otra “reconstrucción” del castillo de Vélez-Blanco, aunque meramente simbólica: “Resulta que hay una serie de piezas que se han conservando en Vélez Blanco, inéditas y que se van a mostrar aquí por primera vez, entre ellas dos esculturas que se atribuyen a Francisco Florentín, que es el autor del primer cuerpo de la torre”. 

Aunque, como apunta el galerista y comisario de la exposición, sobre todo, “vamos a realizar una reconstrucción de la pintura del siglo XVI”, señala Nacho Ruiz. Entre ellas, enumera, por ejemplo, las diez obras de Hernando de Llanos, el gran protagonista del Renacimiento marciano  a las seis de Caravaca de la Cruz, datadas en 1521, hay que sumar tres procedentes del Museo de la Catedral de Murcia y realizadas hacia 1516: Desposorios de la Virgen, Dios Padre Bendicente y Adoración de los pastores, y una del Museo del Prado, Virgen con niño, aunque depositada en el Museo de Bellas Artes de Murcia. 

"Misa y aparición de la Santísima Vera Cruz", de Hernando de Llanos

Otro de los protagonistas es Pedro Fernández de Murcia, pintor muy poco conocido en España y bastante más en Italia, donde pintó los frescos de la Capilla Caraffa en Nápoles o el altar mayor de San Pietro in Montorio en Roma. Es la primera vez que se muestra al público La Sagrada Familia, procedente de la colección Várez Fisa (Madrid). Y, junto a ellos, están también las obras maestras del escultor –y arquitecto– Jerónimo Quijano, autor del Cristo del Corpus de la Iglesia de la Magdalena (Jaén), del que se exhibe La anunciación (1529), de la catedral murciana. O de Juan de Vitoria, entre ellas La Piedad (1550), de una colección particular, o el Retablo de Santiago el Mayor, del Museo de Bellas Artes de Murcia. Pero Nacho Ruiz también cita los tejidos de Lorca –casullas en seda roja, por ejemplo– y la platería de Vera, además de cálices, custodias, cruces procedentes de parroquias de Caravaca, Lorca, Jumilla, Cartagena –como la talla en marfil del Cristo de Don Juan de Austria, por ejemplo– o incluso Vélez Blanco, además del Seminario Diocesano de Murcia. 


Ausencia de un discurso eclesiástico

La práctica totalidad de las 65 obras expuestas en “Signum” –a excepción de apenas cuatro o cinco, como el pendón de las Alpujarras o el Terno del marqués de los Vélez– son obras de un hondo contenido religioso o son, incluso, objetos de culto, y en gran parte pertenecen al patrimonio histórico-artístico de la Iglesia, como el conjunto bibliográfico reunido por el obispo jesuita Esteban de Almeyda, en la segunda mitad del siglo XVI –y hoy perteneciente a la biblioteca del Palacio Episcopal–, del que se exhiben algunas joyas artística como De la simetría del cuerpo humano, de Alberto Durero, o La vida de pintores, escultores y arquitectos, de Giorgio Vasari, que nombra por cierto, entre los escasos españoles, a Hernando de Llanos. Sin embargo, la exposición carece de un guión que integre un discurso catequético o, cuanto menos, ofrezca una lectura eclesiástica de las mismas. Y se echa en falta.
Es, realmente, una historia de la pintura y la escultura desde el último gótico al primer manierismo, es decir, una reivindicación de la gran calidad que alcanzó el Renacimiento en la región de Murcia. Aunque al contextualizarlo históricamente en el “Estado de los Vélez” era inevitable incluir también Almería, donde se asentó el Marquesado del poderoso linaje murciano de los Vélez desde que se creó en 1507, con Pedro Fajardo y Chacón –el primer marqués de Vélez–, adelantado mayor y capitán general de Castilla en el antiguo Reino de Murcia.

Un Renacimiento, además, “poco frecuentado”, como señala Nacho Ruiz. Es decir, poco estudiando y muy desconocido. Pero que, sobre todo, por el carácter fronterizo con los últimos territorios musulmanes, tuvo un mayor eco religioso que en otros escenarios. El mecenazgo de los Vélez –es evidente al recorrer “Signum”– tuvo una notable pujanza eclesiástica. La exposición acaba justamente antes de los sobresalientes efectos de Trento en el arte murciano, visibles en el barroco, entre otros indudables ejemplos, de Pedro de Orrente, con el que se cierra –también simbólicamente– la exposición.
Ver en VIDA NUEVANº 3.045. 

lunes, 24 de julio de 2017

ESPÁTULAS, SOL Y PLAYA | Laurel y rosas (90)

Un bando de espátulas sobrevuela la Torre del Puerco este mismo verano. Foto: David Aguera (Proyecto Limes Platalea).

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

Javier había ido aquel día a La Barrosa como otras muchas tardes. Leía tumbado sobre la arena junto a su mujer, María José. Leía y no escuchaba ni el gentío ni las olas. Ni siquiera veía el cielo, azul, claro y refulgente, retocado apenas con alguna leve pincelada de nubes. Ni mucho menos veía ni oía a su mujer: “Javi, mira lo que vuela…”. Javier Ruiz era –es– un naturalista apasionado, devoto ornitólogo y amante de la historia y de su ciudad. Pero aquel día, como tantos otros, Javier leía y se evadía del espléndido tumulto de sombrillas, toallas, niños y veraneantes que se solazaban sobre la espléndida playa. “Javi, mira que no es normal”. Pero Javier no miraba. No le gustaba tumbarse al sol y mucho menos con tanta compañía. No quería salir del trance y enfrentarse a la visión de La Barrosa un día de agosto. Un día como cualquier otro de verano, al menos así le parecía. “Mira, mira”. Y Javier acabó por levanta la vista por no oír más a su mujer. Y no vio nada. Así que miró a María José: “Estaban ahí ahora mismo, pero a veces parecen invisibles”. Ya. Y siguió leyendo. “Ahí están otra vez, mira”. Y entonces volvió a levantar la vista hacia el cielo. Y las vio: gaviotas no eran; sí, espátulas, un bando volando en formación ya hacia Roche. Iba a volver a su libro, cuando María José dijo: “Ya es el cuarto que pasa. Y miran los que vienen detrás…”.

María José Morales, farmacéutica analista, había acabado de descubrir uno de los espectáculos más extraordinarios que la naturaleza ofrece cada verano sobre la cabeza de los miles de bañistas de La Barrosa: el paso migratorio de las espátulas (Platalea Leucorodia) hacia África. Ese día sobre La Barrosa hace siete años, es lo único que acertó a decir Javier asombrado por el centenar de aves que volaban sobre los miles de bañistas: “Pero si van en paso migratorio”. Y repasó en un instante lo que sabía de aquellas aves batientes y planeadoras, blancas, con su pico con forma de pala, una de las abanderadas de la ornitología española: “¿Por qué no van por Gibraltar?”. “¿No cruzaban de noche?”. Así que Javier los días siguientes cogió la tumbona, las toallas, y nada más volver a su casa de La Barrosa desde el laboratorio de La Banda corría hacia la playa. Nunca antes había mostrado tantas ganas. También llevaba los prismáticos, el catalejo, y sustituyó el libro por leer el cielo y contar espátulas: ahí están otra vez… un bando, dos, tres. Era finales de agosto de 2011. Y llamó a Paco Hortas, profesor de la Universidad de Cádiz y compañero de la Sociedad Gaditana de Historia Natural. Y se convirtieron en vigías de sol a sol. 

Voluntarios del proyecto "Limes Platalea" avistando espátulas
en la Torre del Puerco. Foto: Diario de Cádiz

A agosto, le sucedió septiembre. Y el espectáculo creció aún más. Cambiaron la playa por la Torre del Puerco, y contaban, anotaban, se entusiasmaban, examinaban los bandos, llamaban a más y más amigos naturalistas. Sabían que estaban ante todo un descubrimiento: el de una ruta migratoria, desconocida hasta entonces, desde los Países Bajos hasta Mauritania y Senegal. La mayor parte de la población europea de espátulas elige el corredor migratorio Playa de La Barrosa-Cabo Roche para su “salto” postnupcial a África tras detenerse en las marismas de Doñana o del Odiel. Javier Ruiz y Paco Hortas –junto a medio centenar de voluntarios del proyecto Limes Platalea, que pusieron en marcha en el verano siguiente– han llegado a contabilizar entre 10.000 y 15.000 aves cada año, entre finales de julio y principios de octubre. “Ha habido días de dos mil”, admite Javier Ruiz. Entre la primera campaña en 2012 y la del año pasado, 2016, el proyecto Limes Platalea ha examinado el vuelo de más de 60.000 espátulas. “Lo mejor es que ese extraordinario espectáculo de la ornitología sucede sobre la cabeza de miles de bañistas”, como afirma Javier Ruiz. Y que, como él aquel día, no levantan la cabeza. Pero lo que sucede es único.

Oír a Javier es contagiarse de su entusiasmo. “Las hay que vuelan a ras del mar y las olas, las hemos bautizado ‘espátulas espumadoras’, como se llamaban a las barcazas de los piratas berberiscos que camuflaban su vela latina con la espuma del oleaje”, explica. Hoy, apenas siete años después, hasta en Holanda han admitido esa denominación y el asombro por el proyecto Limes Platalea. “Limes”, de frontera en latín, como referencia a Europa y África, pero también como reivindicación de Chiclana, Conil, Vejer, los escenarios migratorios, como extraordinarios espacios onitológicos. Y “Platalea”, en alusión al nombre científico de la espátula (Platalea leucorodia). El eco –y el reconocimiento– ha sido extraordinario. Y no solo por la inquebrantable capacidad movilizadora de sus coordinadores, Javier Ruiz y Paco Hortas, hoy presidente de la Sociedad Gaditana de Historia Natural, sino porque ha convertido La Barrosa también en meca del potente turismo ornitológico y científico. La espátula como seña de identidad. Aquí, al pie mismo de la playa de La Barrosa, junto a las marismas de Sancti Petri a las antiguas salinas del Parque Natural de la Bahía de Cádiz, es donde comienza la “gran Doñana”, aquí donde miles de bañistas retozan cada día, ajenos a las escuadras de espátulas que empiezan a volar sobre sus cabezas. Excepto Javier, Paco y su tripulación de voluntarios, de nuevo entusiasmados en la Torre del Puerco. El gran espectáculo comienza otra vez.

Ver en Diario de Cádiz:

sábado, 22 de julio de 2017

Tarragona descubre al primer Gaudí

Altar mayor de la iglesia del Santuario del Sagrado Corazón, en Tarragona. Foto: Expertus Turismo y Ocio

El Santuario del Sagrado Corazón, la primera y menos conocida obra del “arquitecto de Dios”, abre sus puertas por primera vez a las visitas turísticas


JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | VIDA NUEVA

“La apertura al turismo de la antigua iglesia del extinguido colegio de Jesús-María supone enfatizar dos aspectos. Primero, que Tarragona fue la primera ciudad española en venerar a la Virgen bajo la nueva advocación de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, en 1857, propuesta por el P. Jules Chevalier en Issoudun en 1854. Segundo, poner en valor este antiguo lugar de culto para que la ciudadanía local y cuantos nos visitan tomen conciencia de que contemplan la más desconocida y primera obra de Antoni Gaudí i Cornet, la única existente en Tarragona y sus comarcas”, afirma el capellán-rector del Santuario del Sagrado Corazón, mosén Antonio P. Martínez. Es como afirma Marketa Stverakova, directora de Expertus Turismo y Ocio, empresa que gestiona las visitas al Santuario: “Aunque es el primer Gaudí, aunque es estudiante de arquitectura, aunque tiene 24 años, creo que demuestra que ya tiene capacidad para diseñar un espacio que impresiona”. La pregunta es cómo ha podido permanecer prácticamente oculta para el gran público: “Generalmente ha sido desconocida porque fue una iglesia dedicada al culto, casi privado, de una comunidad religiosa docente”, añade el propio mosén Martínez, que es también el actual delegado diocesano de Patrimonio Artístico, Documental y Arte Sacro de la Archidiócesis de Tarragona.

Detalle del altar. Foto: Expertus Turismo y Ocio

No lo era, sin embargo, para los especialistas en obra de Antoni Gaudí (1852-1926). “El arquitecto Joan Bassegoda y Nonell, cualificado e indiscutible investigador de la obra de Gaudí –narra mosén Martínez–, no dudó jamás en atribuirle razonadamente la construcción, sobre la que no existe, hasta el momento, documento alguno porque Gaudí intervino poco antes de obtener el título de arquitecto en 1878; en cambio están documentados el mobiliario desaparecido en julio de 1936 y el que se conserva en la actualidad”. El saqueo y profanación de la Guerra Civil destruyó la imagen de Nuestra Señora, además de “la valiosa sillería conventual y el sagrario”, tempranas obras maestras de Gaudí. El manifestador de madera sobredorada de enormes proporciones también desapareció, aunque ahora se exhibe una réplica exacta realizada por Ferran de Castellarnau. El altar, “con la gruesa mesa de mármol y un antipendio de alabastro formado por tres plafones que alojan bustos de serafines jalonados por columnas”, es la firma de Gaudí. “Además, en el Santuario es la primera vez que Gaudí usa su famoso arco catenario. Es el Gaudí más íntimo y personal”, apunta Stverakova.

Cúpula de la iglesia. Foto: Expertus Turismo y Ocio

“Entrar en este templo, su opera prima, significa convivir y dejarse imbuir por la Trascendencia, dadora en este recinto de quietud interior, estética y sosiego, gracias a un genio denominado, con toda propiedad, arquitecto de Dios”, relata mosén Antonio P. Martínez. También Stverakova lo describe: “Aquí es donde Gaudí comienza a manifestar su relación con la religión. Por ejemplo, el tipo de ángeles que utiliza, que son serafines. La pieza central del altar, el manifestador, presenta a Cristo con una imagen vertical que culmina con la devoción a Nuestra Señora, es donde Gaudí ya muestra su genialidad. Es una decoración muy exquisita. Ya establece, digamos, una relación mística con las obras”. Aunque es mosén Martínez, delegado diocesano de Patrimonio Artístico, quien explica qué significa convivir con este jovencísimo Gaudí: “La esbeltez del estilo neogótico ruskiniano del templo, la ornamentación vegetal y floral de las columnas, bóvedas y ventanales que tamizan la luz a través de vitrales emplomados con figuras de nuestros santos más populares, el antipendio del altar con serafines adoradores como los del manifestador eucarístico y su Tetramorfo, ayudan a dialogar y a sentirse pequeño ante la suprema Belleza que inspiró a Gaudí a descubrir la espiritualidad inmanente en la Naturaleza y las polivalentes formas que emanan de ella”.

El arquitecto tuvo una única sobrina, Rosa Egea Gaudí. La muerte prematura de la madre le convirtió en su tutor, circunstancia que le motivó a solicitar ayuda a Joan Baptista Grau Vallespinós, entonces vicario general de la diócesis, para poder internar a la niña en el colegio de Jesús-María. “En agradecimiento, y para compensar tan elogiable favor, se ofreció para diseñar la capilla-santuario”, relata mosén Martínez. La iglesia se consagró el 7 de diciembre de 1879 prolongándose su decoración hasta 1897. “Desde entonces, el culto permaneció hasta julio de 1936, el 21 de ese mes la iglesia fue profanada, saqueada y destruida la imagen y la valiosa sillería conventual diseñada por Gaudí. Se reabrió a mediados de 1939 hasta 1972 cuando las religiosas abandonaron el edificio, con dolor y sorpresa para los colegiales y sus familias, legando al Ayuntamiento los dos edificios del colegio, y la iglesia al Arzobispado de Tarragona”, resumen el capellán-rector del Santuario. Siete años después, en 1979, el canónigo Francesc Esplugas y Llorens, predecesor de mosén Martínez, “abrió la iglesia al culto acondicionando previamente espacios imprescindibles, como la sacristía, el despacho, la salida colateral, y acomodó el altar a las reformas conciliares separándolo de la cabecera del presbiterio”, según relata. Desde entonces la capilla-santuario acoge a los feligreses. Y desde ahora a los turistas, como afirma Stverakova: “Aquí comienza nuestra labor de enseñarle al mundo esta capilla donde ya se ve la genialidad de Gaudí”. 

Del kilómetro 0 de Gaudí a la catedral de Tarragona

“Hemos llegado al acuerdo, por la insistencia de mosén Martínez, de que ahora es el momento adecuado para abrir el Santuario al público y recibir visitas turísticas. Es una confluencia de intenciones entre el Arzobispado de Tarragona, el Patronato de Turismo del Ayuntamiento de Tarragona y nosotros, que somos una empresa privada”, afirma Marketa Stverakova, directora de Expertus Turismo y Ocio. Y añade: “Después de la Tarragona romana y la Tarragona medieval, que quizás son los monumentos más conocidos de Tarragona, abrir el Santuario supone que se manifieste también al mundo la Tarragona modernista, cuyo recorrido comienza aquí. Es el kilómetro 0 de Gaudí, pero también de la ruta modernista de Tarragona”. Expertus Turismo y Ocio gestiona también las visitas turísticas de la Catedral, el Seminario y el Museo Bíblico. 
“Con la catedral nos va muy bien –admite–. Cada año tenemos más visitantes y creo que es importante esta labor proactiva para hacer que los turistas la visiten y a la vez colaboren en su mantenimiento. El interés es cada vez mayor. Ahora ya se ha podido comenzar a restaurar piezas. Funciona”. Del mismo modo, la aportación económica en el Santuario del Sagrado Corazón se destinará a la restauración del templo, como relata mosén Martínez: “Está pendiente de subsanar la fachada, de escasa entidad. Ya se ha presentado ante el Ayuntamiento el correspondiente proyecto básico. Era parte integrante, en cuanto a estructura y estilo, del edificio-colegio construido en 1862 y demolido el 1978 junto a la zona ajardinada en la que, según tradición oral, intervino Gaudí. Es urgente evitar, en lo posible, las humedades que malogran, por capilaridad, las zonas bajas del perímetro de la iglesia”. 
O como dice Stverakova: “En este caso el edificio tiene problemas estructurales. Y necesitamos que la gente venga y lo valore. Si contribuye, todo esto se preservará para las generaciones futuras”.
Ver en VIDA NUEVA. Nº 3.044.

sábado, 15 de julio de 2017

Las "Ventas al cielo" de Gonzalo Giner


"Quiero invitar a la gente a que vaya a las catedrales", afirma Gonzalo Giner. Foto: Diario de Navarra

Gonzalo Giner publica una novela en la que rescata el arte de la vidriera en el siglo XV y la reivindica como “un anticipo de la luz divina”


JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | VIDA NUEVA

“Yo soy católico practicante”, confiesa Gonzalo Giner (Madrid, 1962). Y se nota. “Mi idea no era solamente hablar del arte de la vidriera, sino de cómo Iglesia católica incorporó estos vidrios de colores para explicar la Biblia y la doctrina a través de imágenes, colores y luz”, afirma ante la publicación de Ventanas del cielo (Planeta), su sexta novela, “una de las novelas más bonitas de las que he acabado escribiendo”, admite, incluida El sanador de caballos, con la que este veterinario rural irrumpió en 2010 en el escenario de la novela histórica. Giner revela el misterio de luz que es el arte vitral del Gótico y cómo llega desde Flandes a finales del siglo XV a la cartuja de Santa María de Miraflores, en Burgos. “Es la primera vez que ese estilo flamenco, con una mayor presencia de la pintura, aparece en España. Las hace un artista que se llama Niclaes Rombouts, que las firma y se pueden aún hoy visitar y conocer. Son espectacularmente hermosas porque recogen la Pasión y Resurrección de Jesucristo. Es casi un vía crucis, porque son diez y no catorce. Y una maravilla por la expresividad de los rostros, de la Virgen, de San Juan, del propio Jesucristo. Por eso quise elegir esas vidrieras, porque supusieron un antes y un después en España”.

El novelista –y el católico– habla de cómo las vitrinas acercan a Dios: “Son luz, son la luz que ilumina el alma del creyente; son un anticipo de la luz divina”. Puertas abiertas a la trascendencia. “Las vidrieras no se concibieron como un recurso estilístico más para adornar un templo. Si solo lo vemos así, nos equivocamos. Son las ventanas del cielo, la comunicación entre la divinidad y el hombre. Son el resplandor de la Verdad”, define. Y por ello añade a Vida Nueva: “Con la novela también quería invitar a la gente a que acuda a las catedrales. A que contemplen las vidrieras con otros ojos, que abran su corazón y su mente a lo que quieren expresar. A vivir y a sentir la experiencia, ojalá mística, de estar dentro de un templo que es la Casa de Dios. Que esas vidrieras pueda iluminar su alma, reflexionar, pensar o repasar su vida. Ese era también el objetivo, que la gente acuda a ver las vidrieras, a ver las catedrales, pero también a algo más... pero eso ya depende de cada uno”. 

Portada de la novela. Foto: Planeta

El origen de la novela fue un deslumbramiento similar: “Sí tiene que ver con ese impacto que tuve, ya hace años, cuando visité Sainte-Chapelle, la santa capilla de París. Con la espectacularidad de encontrarte con un palacio de cristal, y creo que hay que ser muy insensible para no elevarte al cielo cuando estás dentro de un templo así. Parece que flotas, que no pesas, que estás en comunicación directa con Dios”, narra. “Me dejó marcado, pero nunca me propuse escribir sobre ello –continúa–. Después de ir repetidas veces a Burgos, a León, hace unos tres años estuve en Milán y fui a misa al Duomo, la catedral de Milán. Era un día luminoso y la luz del rosetón de la fachada casi incidía en el altar. Al volverme fue un impacto. Y me hizo pensar en la luz divina y en las vidrieras como un tema para una novela”. Y a ello se puso. “Me sorprendió ver que es la historia del arte, en general, le había dado muy poca importancia a los maestros vidrieros. La vidriera aparecía tratada, mas como un arte, como una especie de oficio de artesanos –manifiesta–. Y fue todo ello lo que me llevó a reivindicar todo este legado que el arte gótico nos ha dejado en las catedrales a través de una historia de aventuras a finales del siglo XV entre Burgos y Flandes, siguiendo la ruta de la lana”.

El comercio de la lana y la aparición de las primeras vidrieras flamencas en Castilla vinieron de la mano. “Antes de escribirla estaba centrado en una trama que tiene que ver con mi oficio de veterinario, con la oveja, con la mesta, de la importancia que tuvo la lana para la economía de Castilla en el medievo. Y se me atravesaron unas referencias a la cartuja de Santa María de Miraflores, que ya estaba acabada, solo faltaba la iglesia”, explica. La reina Isabel la quiso finalizar y “encargó a un mercader de lanas muy conocido de la época unas vidrieras que había oído hablar se estaban haciendo en Flandes con un estilo nuevo”, entre otras razones, porque es ahí donde quería enterrar a sus padres. “Dentro están aún el mausoleo de Juan II de Castilla y de Isabel de Portugal, que es una maravilla”.

El autor con los hermanos Barrio. Foto: Planeta

Ese es el marco histórico, para desarrollarlo Giner ha inventado un protagonista castellano, Hugo de Covarrubias: “Mi personaje queda fascinado por este mundo de las vidrieras y se acaba convirtiendo en maestro. Y es él en la ficción quien ejecuta las vidrieras de Miraflores. Pero, por ser fiel a la historia, están firmadas por Rombouts”. Hoy se pueden ver, las del ábside –que tienen que ver con la vida de la Virgen–, sin embargo, no están todas. “Algunas se estropearon, otras se perdieron, quedan solo algunas, aunque para verlas entorpece el retablo que se colocó delante. En esas vidrieras se sigue la vida de la Virgen y en la novela he intentado trasladar el respeto a la imagen, virtudes y sencillez de la Virgen que representan. Es un relato trascendente, porque está evocando, intencionadamente, la imagen de la Virgen y lo que sintió su autor, ese gesto tan bonito de poder estar con tus manos fabricando una imagen divina tan amorosa y tan admirable”.

Novela también de iniciación, con el adolescente Hugo de Covarrubias, aprendiendo, viviendo, madurando. Buscando sentido a su vida. “La propia vida de Hugo es como una vidriera también –aclara Gonzalo Giner–. Hay un paralelismo entre las vidrieras que luego construye con su propia construcción vital. Hugo tiene su propio pasado, sus contradicciones, pero los personajes con los que va a ir encontrándose van a ir dándole valores, van a ir creando una vidriera mucho más grande que en definitiva es lo que a mi me ha pasado en mi vida. Yo me debo no solo a mi mismo, sino a lo que se ha cruzado también en mi camino. Y muchos de ellos encuentros han sido enormemente importante”. Y en esa ruta del comercio de la lana entre Burgos y Flandes, de la sal de Túnez a Venecia, en las naos de Bermeo en la pesca del bacalao –y la ballena– en Terranova, Hugo va encontrando “la lealtad a los suyos, la capacidad de superar los problemas y las contradicciones, el intento por ser una buena persona”, enumera Giner. Su propia luz.

En homenaje al “guardián de las vidrieras de la catedral de León”

La novela es también un homenaje a Luis García Zurdo, el “guardián de las vidrieras de la catedral de León”, como se le conoce. “Luis supuso para mi poder conocer a un maestro actual que dominaba a la perfección las técnicas antiguas del arte de la vidriera. Había estado estudiando prácticamente todo lo que había escrito sobre el mundo de la vidriera, pero me faltaba tener la experiencia de alguien que lo viviera en primera persona. Hasta que no hablé con él, y luego hemos tenido muchas conversaciones, no supe realmente cómo hacían, cómo fabricaban, cómo trabajaban la vidriera hace cinco siglos. Por eso Luis García Zurdo es el mejor vidrierista que tenemos ahora mismo en España”. 
Y en el epílogo le describe claramente: “Es un sabio, uno de esos pocos hombres con los que uno se cruza en la vida cuyo saber viaja acompañado de una humildad que a todas luces sorprende –detalla–. Se educó en Baviera con uno de los más prestigiados profesores y expertos en la vidriera medieval, Josef Oberberger, quien le infundió el respeto por el procedimiento, le educó en las técnicas medievales, y le animó a ser más creador que restaurador, como luego se ha cumplido a lo largo de su extensa trayectoria artística, con obras diseminadas por toda España”.

Ver en VIDA NUEVA. Nº 3.043.

lunes, 10 de julio de 2017

POR EL RÍO IRO HASTA AMÉRICA... | Laurel y rosas (89)

Imagen del embarcadero de Bartivás, que conectaba con el río Iro antes de su desembocadura. 


JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

Cuando el mundo giró entorno a Cádiz, el río Iro fue el afluente económico y, sobre todo, social que le unió a Chiclana. Hace 300 años, con el traslado desde Sevilla a Cádiz de la Casa de Contratación y del Consulado de Comerciantes de Indias, la villa de Chiclana vivió también una profunda transformación urbana, que tuvo como eje el propio río Iro, vía por la que fluían las ricas familias comerciantes y, como relata el cronista portuense Enrique Pérez Fernández, “su afamado vino, aceite, hortalizas y frutas de sus huertas y haciendas”. Era Chiclana entonces, además, “la puerta de acceso desde la Bahía a la Sierra de Cádiz y al campo de Gibraltar”, según Pérez Fernández. Y, sobre todo, “un verdadero sitio de recreo para las gentes acomodadas de Cádiz, que van a distraerse de continuo de sus tareas mercantiles”, como escribió Pascual Madoz años después. Tanto que el centro urbano se desplaza a lo largo del siglo XVIII desde la Plaza Mayor y la Corredera Alta hasta la calle La Fuente y Vega. Es decir, a la ribera del río. “Los gaditanos van a Chiclana a solazarse. Con viento y marea favorable, no se tarda más de dos horas”, según comprobó en 1785 el diplomático y viajero francés Jean-François Bourgoing. 

En esa calle de La Fuente construyeron casas de recreo y, sobre todo, pequeños embarcaderos particulares a la orilla del río, nombres más que significativos del comercio con América. En 1786, tenían muelles en el río Iro, al menos, los acaudalados Nicolás Macé Pain, Antonio Tomati y Sebastián Lasqueti Roy. Lo sabemos por la investigación del Grupo Iro XXI, que ha revelado, por ejemplo, como ese mismo año “una misteriosa y rica mujer, Doña Andrea Chacón, comienza a construir otro muelle una vez que recibe la autorización del XV duque de Medina Sidonia, señor que aún lo era de la villa de Chiclana”. Andrea Chacón había comprado la finca que hoy ocupa el número 2 de la calle La Fuente y que, al menos, entre 1703 y 1760 fue propiedad de Jerónimo Rabaschiero y Fiesco, regidor Perpetuo de Cádiz, y luego adquirida por el escribano mayor de la Casa de Contratación, Juan Antonio Montes.

El Tricentenario –los funcionarios, los propios comerciantes, de la Casa de Contratación y del Consulado de Indias– llegó a Chiclana por el río, como desde el siglo XV se viajaba –y comerciaba– con Cádiz. No había otra. “No hace muchos que llegaban por este río embarcaciones pequeñas, hasta las escalas que todavía existen dentro del pueblo”, según narró Madoz en su famoso “Diccionario geográfico, estadístico e histórico de España” (1840). Enrique Pérez Fernández, en su reciente libro “De El Puerto a Cádiz. Los barcos de pasaje en la Bahía de Cádiz. Siglos XV-XXI” (El Boletín Ediciones), cuenta como las “comunicaciones fluviales” entre Chiclana y la entonces Isla de León –y con ello hasta Cádiz– fueron “a través de los caños que se abren paso en este espacio interior de la bahía y que como eje vertebrador tienen el caño de Sancti Petri”. Y además del río Iro, por el caño de Bartivás, alternativa de viaje porque, como ya entonces advertía Madoz, al río Iro le iba faltando calado: “Las arenas que han traído las aguas que bajan de los montes lo han cegado en términos de estar seco en los alrededores del Puente Chico, distante 100 pasos del Grande, en el cual hay más o menos cantidad de agua marina, según las mareas”.

Antonio Ponz narró esa travesía en 1791: “Embarcados, pues, en el canal de Sancti Petri, inmediato a la Isla, y en el embarcadero o costa que llaman de Saporito, fuimos navegando, y durante este tránsito, que fue de una dos leguas hasta Chiclana, se redujo la conversación a cosas grandes y curiosas pertenecientes al sitio donde estábamos”. Ponz desembarcó en el muelle de Bartivás y llamó a Chiclana “desahogo y quitapesares de los vecinos ricos de Cádiz”. Así fue, sobre todo, durante el siglo XVIII y, al menos, durante las primeras décadas de 1800, cuando el capitán Juan José Lerena proyectó a fines de 1845 un canal artificial para unir con vapores de hierro Cádiz, San Fernando y Chiclana a través de la marisma. ¡Qué osadía!

El Conde de Maule volvió a hacer la travesía entre Saporito y Bartivás en un falucho en 1813 y dejó dicho del río Iro que “ya no suben los barcos tan arriba”, seguramente, “por haberse llenado de arenas”. Ya no se podía embarcar en la “Alameda de Chiclana”, como quería Francisco Solano, gobernador de Cádiz. En 1807, el propio Solano impulsó dos infraestructura que suponían una transformación para la comunicación de Chiclana con la Bahía, transformación que tardó en llegar porque lo que llegó fue la guerra, el dolor y los franceses. Antonio Alcalá Galiano las describió así: “El pueblo de Chiclana, lugar de recreo entonces preferido de los gaditanos, le debió mucho [a Solano], haciéndose para él un camino de carruajes bueno y cómodo, y estableciéndose en el caño de Zurraque, que le atravesaba, una excelente barca”. El río ya no era imprescindible. Chiclana comenzó a darle la espalda.

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sábado, 8 de julio de 2017

Berruguete imprescindible

Una reproducción del Laocoonte hallado en Roma en la exposición sobre Berruguete. Foto: Abc


El Museo Nacional de Escultura explica en “Hijo del Laocoonte. Alonso Berruguete y la Antigüedad pagana” el diálogo entre las fuentes de inspiración clásica y el repertorio cristiano en la gran figura internacional del Renacimiento español


JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | VIDA NUEVA

Manuel Arias Martínez, comisario de la exposición Hijo del Laocoonte. Alonso Berruguete y la Antigüedad pagana –que se inaugura el próximo martes en el Museo Nacional de Escultura en Valladolid–, usa un calificativo que describe el prodigioso don escultórico de Alonso Berruguete (Paredes de Nava, Palencia, 1489-Toledo, 1561): “Prometeo de la escultura”, le llama. O, en otras palabras, el “mago de la madera”. Es, indudablemente, la gran figura internacional del Renacimiento español: “Hay que poner de relieve que no solamente estamos ensalzando a un artista internacionalmente muy apreciado en un momento, además, en el que la escultura comienza a tener cada vez más eco en el panorama internacional, sino que reinterpreta, relee y adapta lo que se le encargaba en España, que fundamentalmente era escultura, y escultura en madera policromada”, según la directora del Museo Nacional de Escultura, María Bolaños. Un artista esencial que se convertiría en “el primer moderno” de la escultura española. 

Berruguete fue un precursor, un visionario que transformó la concepción del arte en España y adelantó el Renacimiento. “La exposición desvelará el diálogo entre las fuentes de inspiración clásica de Alonso Berruguete con el repertorio cristiano”, añade Bolaños. Es decir, la asimilación del clasicismo renacentista, basada en motivos y estéticas originarios de la antigua Roma, que Berruguete se trajo de Italia –vivió y trabajó durante algo más de diez años entre Roma y Florencia–, donde se codeó con Rafael, Bramante o Miguel Ángel. “La personalidad de Alonso Berruguete no se puede entender sin su soggiorno italiano”, según Arias Martínez. No hay fechas exactas, pero probablemente esa estancia italiana se extendiera desde 1504, aún adolescente e inexperto, hasta 1518, cuando ya está de vuelta en Zaragoza. El comisario y también subdirector del propio Museo Nacional de Escultura, además de uno de los mayores especialistas en Berruguete, añade: “El escultor español asumió ese clasicismo y lo incorporó a la escultura policromada imperante en la España del siglo XVI, básicamente religiosa, especialmente en los numerosos encargos que él mismo recibió de iglesias, catedrales y dignidades eclesiásticas”. Y lo cambió todo.

"Llanto sobre Cristo muerto", de Berruguete. Foto: Museo Nacional de Escultura

“Alonso Berruguete no es hijo de Pedro Berruguete, sino del Laocoonte”, escribió el pintor José Moreno Villa. Y sobre esa frase –que concentra todo el Renacimiento en unas pocas palabras– desarrolla el Museo Nacional de Escultura el discurso que sostiene la que califica sin medias tintas como la exposición que “pretende ser una de las citas culturales del año”. Argumentos no le faltan. Tablas, lienzos, dibujos, aguadas, estampas, esculturas en alabastro y madera policromada, libros y relieves en bronce o pizarra son las técnicas y materiales que conforman esta extraordinaria mirada a Berruguete, su obra revolucionaria y su mundo infinito: “Mostramos donde miró Berruguete, qué es lo que vio, cómo se inspiró en el lenguaje clásico”, describe Arias. Sesenta y siete obras, en total, procedentes del propio Museo Nacional de Escultura –que posee la mayor colección del artista palentino–, el Museo del Prado, el Museo Arqueológico Nacional o la Galería degli Ufizzi de Florencia, que ha prestado un relevante “Circuncisión de Cristo”, dibujo de Berruguete fechado entre 1526 y 1532.

Son veinte las obras maestras de Berruguete, sobre todo piezas de firme devoción religiosa a la que acompañan “un aura de vanguardismo”, como describe Arias. Tanto propias, del propio museo vallisoletano, como las dos tablas del retablo mayor de San Benito el Real, “Nacimiento de Jesús” y “Huida a Egipto”, como prestadas. Por ejemplo, las dos de la Diócesis de Palencia: el “Llanto por Cristo muerto”, de la predela de la iglesia de Fuentes de Nava, y el “Entierro de Santo Cristo”, de la iglesia de Lantadilla. Mientras que la iglesia de Santiago en Valladolid aporta un valioso relieve en madera policromada –“Natividad”– que forma parte del retablo de la Epifanía (1537). No falta el denominado “Relieve sobre la Circuncisión” del retablo del Colegio del Arzobispo Fonseca, cedido por la Universidad de Salamanca.

Cabe del "Patriarca" de Berruguete. Foto: Museo Nacional de Escultura
La exposición –que permanecerá abierta al público hasta el 5 de noviembre– está fundada sobre la continua comparación entre obras de la Roma clásica, el propio Berruguete y su entorno inmediato. Ordenada, eso sí, en cinco ámbitos: “La luz de la antigüedad en Roma”, “Bajo la influencia de Laocoonte”, “Sarcófagos y lecciones”, “Tomando agua de la fuente” y “A la sombra de una venera”. Precisamente, esa venera de San Benito el Real –“la concha en la que Venus viaja a través del mar, pero que Berruguete reutiliza como el coronamiento del retablo”, como la describe Bolaños– impresiona en su reconstrucción: “Una venera que ha estado guardada desde la desamortización en el siglo XIX, que nunca se ha montado y que fue como la gran novedad que Berruguete trajo a la retabilística española de ese momento”, manifiesta. Una obra “independiente, desmedida, llena de emoción y vehemencia”, como afirma el comisario, que simboliza la magnanimidad de la exposición y de la mirada de un artista total y único. Imprescindible.



Paredes de Nava, una inmersión en los orígenes familiares

Como preámbulo a la gran cita de Valladolid, la villa natal del escultor renacentista ha inaugurado Alonso Berruguete en Paredes de Nava. A propósito de una exposición. “Es un homenaje al escultor y a su familia, como representantes del arte renacentista al más alto nivel internacional desde su localidad natal”, explica Rafael Martínez, comisario de la misma junto a Manuel Arias. La muestra tiene como sede la parroquia de Santa Eulalia, con el llamativo retablo mayor de Inocencio Berruguete –también peredeño y sobrino de Alonso Berruguete–, y su cuñado, el pintor y escultor Esteban Jordán, que fue quién lo ejecutó entre 1551 y 1563. Jordán reutilizó –y repintó en algún caso– doce tablas de Pedro Berruguete (Paredes de Nava, hacia 1445-Madrid, 1503) –notable pintor influido tempranamente por el Renacimiento italiano, también conocido como Berruguete el Viejo y padre de Alonso–, que habían ocupado un retablo lateral de la misma iglesia, dedicado a San Joaquín y Santa Ana, y realizados en torno a 1490. Luego restaurado –y modificado– en el siglo XVIII, el retablo mayor de Santa Eulalia es ejemplo del arte de la familia Berruguete y es el escenario perfecto para “una muestra más didáctica y que pretende aportar el quién es quién en la familia Berruguete”, según Martínez.
Aunque se atribuyó erróneamente durante siglos al más famoso de ellos, Alonso no participó siquiera en el escultura del Calvario que lo culmina, seguramente obra de Inocencio. El escultor renacentista regresa a Paredes de Nava, no obstante, con tres obras del Museo Nacional de Escultura: una talla y dos pilastras del retablo de San Benito de Valladolid, una de sus obras más destacadas. La exposición –que permanecerá abierta hasta el 21 de septiembre– se completa con otras nueves obras, pero de autores coetáneos de Alonso Berruguete y discípulos como Manuel Álvarez y Francisco Giralte. Entre ellas, una de Juan de Viloldo, procedente de la parroquia de Alba de Cerrato. “La muestra recoge una serie de piezas originales, fotografías, y paneles informativos que dan cuenta junto al impresionante retablo de la parroquia-museo de Santa Eulalia, donde se ubican los retratos de los Reyes de Pedro Berruguete, de la importancia de la familia Berruguete en el arte y la historia del Renacimiento, dentro y fuera de nuestras fronteras nacionales”, añade el comisario. Y es posible por la colaboración entre el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, la Diputación de Palencia, la Diócesis de Palencia –el Museo Diocesano aporta dos obras–, el Ayuntamiento y la parroquia de Santa Eulalia. Los Berruguete regresan a casa.
Ver VIDA NUEVA. Nº 3.042.