"Quiero invitar a la gente a que vaya a las catedrales", afirma Gonzalo Giner. Foto: Diario de Navarra |
Gonzalo Giner publica una novela en la que rescata el arte de la vidriera en el siglo XV y la reivindica como “un anticipo de la luz divina”
JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | VIDA NUEVA
“Yo soy católico practicante”, confiesa Gonzalo Giner (Madrid, 1962). Y se nota. “Mi idea no era solamente hablar del arte de la vidriera, sino de cómo Iglesia católica incorporó estos vidrios de colores para explicar la Biblia y la doctrina a través de imágenes, colores y luz”, afirma ante la publicación de Ventanas del cielo (Planeta), su sexta novela, “una de las novelas más bonitas de las que he acabado escribiendo”, admite, incluida El sanador de caballos, con la que este veterinario rural irrumpió en 2010 en el escenario de la novela histórica. Giner revela el misterio de luz que es el arte vitral del Gótico y cómo llega desde Flandes a finales del siglo XV a la cartuja de Santa María de Miraflores, en Burgos. “Es la primera vez que ese estilo flamenco, con una mayor presencia de la pintura, aparece en España. Las hace un artista que se llama Niclaes Rombouts, que las firma y se pueden aún hoy visitar y conocer. Son espectacularmente hermosas porque recogen la Pasión y Resurrección de Jesucristo. Es casi un vía crucis, porque son diez y no catorce. Y una maravilla por la expresividad de los rostros, de la Virgen, de San Juan, del propio Jesucristo. Por eso quise elegir esas vidrieras, porque supusieron un antes y un después en España”.
El novelista –y el católico– habla de cómo las vitrinas acercan a Dios: “Son luz, son la luz que ilumina el alma del creyente; son un anticipo de la luz divina”. Puertas abiertas a la trascendencia. “Las vidrieras no se concibieron como un recurso estilístico más para adornar un templo. Si solo lo vemos así, nos equivocamos. Son las ventanas del cielo, la comunicación entre la divinidad y el hombre. Son el resplandor de la Verdad”, define. Y por ello añade a Vida Nueva: “Con la novela también quería invitar a la gente a que acuda a las catedrales. A que contemplen las vidrieras con otros ojos, que abran su corazón y su mente a lo que quieren expresar. A vivir y a sentir la experiencia, ojalá mística, de estar dentro de un templo que es la Casa de Dios. Que esas vidrieras pueda iluminar su alma, reflexionar, pensar o repasar su vida. Ese era también el objetivo, que la gente acuda a ver las vidrieras, a ver las catedrales, pero también a algo más... pero eso ya depende de cada uno”.
Portada de la novela. Foto: Planeta |
El origen de la novela fue un deslumbramiento similar: “Sí tiene que ver con ese impacto que tuve, ya hace años, cuando visité Sainte-Chapelle, la santa capilla de París. Con la espectacularidad de encontrarte con un palacio de cristal, y creo que hay que ser muy insensible para no elevarte al cielo cuando estás dentro de un templo así. Parece que flotas, que no pesas, que estás en comunicación directa con Dios”, narra. “Me dejó marcado, pero nunca me propuse escribir sobre ello –continúa–. Después de ir repetidas veces a Burgos, a León, hace unos tres años estuve en Milán y fui a misa al Duomo, la catedral de Milán. Era un día luminoso y la luz del rosetón de la fachada casi incidía en el altar. Al volverme fue un impacto. Y me hizo pensar en la luz divina y en las vidrieras como un tema para una novela”. Y a ello se puso. “Me sorprendió ver que es la historia del arte, en general, le había dado muy poca importancia a los maestros vidrieros. La vidriera aparecía tratada, mas como un arte, como una especie de oficio de artesanos –manifiesta–. Y fue todo ello lo que me llevó a reivindicar todo este legado que el arte gótico nos ha dejado en las catedrales a través de una historia de aventuras a finales del siglo XV entre Burgos y Flandes, siguiendo la ruta de la lana”.
El comercio de la lana y la aparición de las primeras vidrieras flamencas en Castilla vinieron de la mano. “Antes de escribirla estaba centrado en una trama que tiene que ver con mi oficio de veterinario, con la oveja, con la mesta, de la importancia que tuvo la lana para la economía de Castilla en el medievo. Y se me atravesaron unas referencias a la cartuja de Santa María de Miraflores, que ya estaba acabada, solo faltaba la iglesia”, explica. La reina Isabel la quiso finalizar y “encargó a un mercader de lanas muy conocido de la época unas vidrieras que había oído hablar se estaban haciendo en Flandes con un estilo nuevo”, entre otras razones, porque es ahí donde quería enterrar a sus padres. “Dentro están aún el mausoleo de Juan II de Castilla y de Isabel de Portugal, que es una maravilla”.
El autor con los hermanos Barrio. Foto: Planeta |
Ese es el marco histórico, para desarrollarlo Giner ha inventado un protagonista castellano, Hugo de Covarrubias: “Mi personaje queda fascinado por este mundo de las vidrieras y se acaba convirtiendo en maestro. Y es él en la ficción quien ejecuta las vidrieras de Miraflores. Pero, por ser fiel a la historia, están firmadas por Rombouts”. Hoy se pueden ver, las del ábside –que tienen que ver con la vida de la Virgen–, sin embargo, no están todas. “Algunas se estropearon, otras se perdieron, quedan solo algunas, aunque para verlas entorpece el retablo que se colocó delante. En esas vidrieras se sigue la vida de la Virgen y en la novela he intentado trasladar el respeto a la imagen, virtudes y sencillez de la Virgen que representan. Es un relato trascendente, porque está evocando, intencionadamente, la imagen de la Virgen y lo que sintió su autor, ese gesto tan bonito de poder estar con tus manos fabricando una imagen divina tan amorosa y tan admirable”.
Novela también de iniciación, con el adolescente Hugo de Covarrubias, aprendiendo, viviendo, madurando. Buscando sentido a su vida. “La propia vida de Hugo es como una vidriera también –aclara Gonzalo Giner–. Hay un paralelismo entre las vidrieras que luego construye con su propia construcción vital. Hugo tiene su propio pasado, sus contradicciones, pero los personajes con los que va a ir encontrándose van a ir dándole valores, van a ir creando una vidriera mucho más grande que en definitiva es lo que a mi me ha pasado en mi vida. Yo me debo no solo a mi mismo, sino a lo que se ha cruzado también en mi camino. Y muchos de ellos encuentros han sido enormemente importante”. Y en esa ruta del comercio de la lana entre Burgos y Flandes, de la sal de Túnez a Venecia, en las naos de Bermeo en la pesca del bacalao –y la ballena– en Terranova, Hugo va encontrando “la lealtad a los suyos, la capacidad de superar los problemas y las contradicciones, el intento por ser una buena persona”, enumera Giner. Su propia luz.
En homenaje al “guardián de las vidrieras de la catedral de León”
La novela es también un homenaje a Luis García Zurdo, el “guardián de las vidrieras de la catedral de León”, como se le conoce. “Luis supuso para mi poder conocer a un maestro actual que dominaba a la perfección las técnicas antiguas del arte de la vidriera. Había estado estudiando prácticamente todo lo que había escrito sobre el mundo de la vidriera, pero me faltaba tener la experiencia de alguien que lo viviera en primera persona. Hasta que no hablé con él, y luego hemos tenido muchas conversaciones, no supe realmente cómo hacían, cómo fabricaban, cómo trabajaban la vidriera hace cinco siglos. Por eso Luis García Zurdo es el mejor vidrierista que tenemos ahora mismo en España”.
Y en el epílogo le describe claramente: “Es un sabio, uno de esos pocos hombres con los que uno se cruza en la vida cuyo saber viaja acompañado de una humildad que a todas luces sorprende –detalla–. Se educó en Baviera con uno de los más prestigiados profesores y expertos en la vidriera medieval, Josef Oberberger, quien le infundió el respeto por el procedimiento, le educó en las técnicas medievales, y le animó a ser más creador que restaurador, como luego se ha cumplido a lo largo de su extensa trayectoria artística, con obras diseminadas por toda España”.
Ver en VIDA NUEVA. Nº 3.043.