domingo, 17 de septiembre de 2017

EL CHICLANERO PUENTE ZURRAQUE (I) | Laurel y rosas (94)

Puente de barcas sobre el caño Zurraque, paso obligado para dirigirse a San Fernando. Foto: Colección Quijano / ABC 


JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

La Sala Cuarta del Tribunal Supremo dictó una sentencia a finales de 1872 por la cual el puente de barcas sobre el río Zurraque, denominado “Duque de la Victoria”, dejaba, definitivamente, de pertenecer al Ayuntamiento de Chiclana y pasaba a manos del Estado. Respondía así a la demanda entablada por el municipio, representado por el licenciado don Diego Suarez, contra las reales ordenes de 4 y 24 de Marzo de 1871, por las que el Estado incautaba a la villa la propiedad de ambas infraestructuras. La lectura de aquel pleito es más que interesante, y no por el pomposo lenguaje administrativo decimonónico, sino porque relata hasta detalles hoy insospechados las desventuras del puente Zurraque y del llamado “camino de Chiclana”, también objeto de incautación por el Estado. 

El magistrado Juan Giménez Cuenca –uno de los seis que componían la sala cuarta– fue el responsable de redactar, leer y publicar la sentencia. Él mismo explica el origen del puente sobre el caño Zurraque, construido por el Ayuntamiento de Chiclana: “Resultando que por Real cédula del Rey D. Carlos IV de 31 de Agosto de 1800 se autorizó al Consejo municipal de Chiclana para construir un camino arrecifado que partiendo desde el pueblo fuese a comunicarse más breve y directamente con la isla de León, hoy ciudad de San Fernando, y la de Cádiz, y asimismo una barca de maroma sobre el rio Zurraque, otorgándole la concesión de establecer derecho de pasaje a favor de los Propios de la villa, y facultándole también para imponer ciertos tributos sobre varios artículos en compensación de los sacrificios y gastos y dispendios que habían de originar las obras”.

El aterramiento del río Iro imposibilitaba que siguiera siendo la vía de comunicación hacia la Bahía, mientras que el caño de Bartivás era angosto, más allá de que el viaje hasta Cádiz fuera largo y penoso entre la marisma. La huerta, el aceite y, sobre todo, el pujante vino de Chiclana necesitaba un “camino carretero” que lo uniera, además, a Jerez. El caño Zurraque hasta entonces lo había impedido. Justamente cuando fueron a comenzar las obras la peste arrasó la villa y hasta 1802 no se abre aquel puente que no era más que una barca tirada por maromas entre orillas junto al anunciado portazgo y que comunicaba con el “camino nuevo”, como se le denominó. “Resultando que construido dicho camino y barca, pasados algunos años se concibió por el Gobierno político y Diputación provincial de Cádiz el proyecto de sustituirlo con un puente de barcas que facilitase con seguridad aquella comunicación con dicha ciudad; y que instruido el oportuno expediente con audiencia de todas las corporaciones, así civiles como militares; enterado el Regente del Reino, por orden de 28 de Junio de 1.841 concedió el permiso para construir el referido puente”, sigue relatando la sentencia. 

Ilustración medieval que explica
cómo debe construirse un puente de barcas.

Hasta 1843 no se formalizó la subasta de las obras, que el Ayuntamiento de Chiclana concedió finalmente a Julio Zacarías González, único licitante. A cambio de construir el nuevo puente de barcas y su mantenimiento, recibiría el derecho de peaje sobre personas, caballerías y carruajes durante 27 años, en los que entregaría anualmente al Ayuntamiento la cantidad de 12.000 reales. Era levadizo y tenía cabecera de piedra. “Un puente de siete barcas, llamado de la Victoria, y tendido sobre el caño salado, llamado el Zurraque –lo describe el Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar (1846) de Pascual Madoz–. El camino está muy bien construido y reparado, con una longitud de una legua desde el portazgo y en la dirección casi de N. a S.; no tiene más que un ventorrillo en su medianía, salinas y esteros a sus costados: pasa por la inmediación del pinar y atraviesa la Alameda, que está a la entrada del barrio de la Banda de Chiclana”. El nombre oficial era “puente del Duque de la Victoria”, en honor a Baldomero Espartero, regente del Reino entre 1840 y 1843. La concesión finalizaba el 31 de diciembre de 1869, según el Ayuntamiento, que volvió, con la aprobación de la Diputación, a sacarlo a subasta por cuatro años y medio, adjudicando el arrendamiento a José Güelfo y Brasco. 

La Dirección de Obras Públicas, sin embargo, no estuvo de acuerdo. Ni en el plazo de la finalización de la concesión inicial –que entendían acababa el 30 de junio de 1870– ni en la nueva subasta, dado que afirmaba que, según una orden de 1861, debía revertir su propiedad al Estado a 1 de julio de 1870 para formar parte de la carretera de segundo orden de Cádiz a Málaga. Comenzaba así un proceloso enfrentamiento administrativo y judicial porque el Ayuntamiento no quería renunciar a los ingresos del portazgo. El Ministerio de Fomento obligó por la real orden de 4 de marzo de 1871 a la entrega del puente de barcas y camino del arrecife al Ayuntamiento. Lo hizo pero elevó recurso al Tribunal Supremo, que también declaró nula aquella subasta.

El puente, entre tanto, siguió siendo de barcas hasta 1909 –ya en un estado lamentable– y el “camino nuevo”, de tierra, inundándose constantemente por las mareas.


lunes, 4 de septiembre de 2017

DE AQUEL ESPLENDOR DEL VINO DE CHICANA | Laurel y rosas (93)

Fotografía de J. Laurent & Cía de Chiclana en 1879 tomada desde la ermita de Santa Ana. Foto: Archivo Histórico Nacional


JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

En el otoño de 1875 llegó a Chiclana el editor y escritor británico Henry Vizetelly, un gran experto en vinos que había publicado un atrevido y adelantado manual titulado “Los vinos del mundo, caracterizados y clasificados”. Vizetelly no se conformaba, ni mucho menos, con “entender” de vinos, sino que recorrió los grandes territorios viticultores de Europa. De su paso por el Marco de Jerez dejó, por ejemplo, un interesante –y prácticamente desconocido– libro escrito a modo de cuaderno de viajes: “Facts about Sherry”. Es ahí, donde cuenta, su estancia en Chiclana: “El distrito productor de vino de Chiclana queda al otro lado de Cádiz y se llega desde Jerez por ferrocarril hacia San Fernando y desde ahí a través de varias millas atravesando las salinas que lo rodean”. El viaje desde San Fernando lo hizo en una “carretela” tirada por cuatro caballos en poco más de media hora. “La ruta primero pasa por un antiguo puente de piedra fortificado en las afueras, sobre un puente de barcas y, finalmente, entre dos largos canales que se comunican con las vecinas salinas, que se extienden alrededor por una distancia considerable. Un pinar tenebroso, que se estira millas tierra adentro, rodea el camino por la izquierda justo antes de llegar a Chiclana que, cruzando el pequeño río Lirio, queda en la ladera de una empinada cuesta”.

Vizetelly sabía de qué hablaba: “Chiclana es conocida igualmente por sus toreros como por sus vinos”, añade antes de enumerar a Francisco Montes “Paquiro” y a José Redondo “El Chiclanero”, con “cuyas hazañas toda España resonaba durante los primeros años del reino de la vieja reina Isabel”. Pero a Vizetelly le gustan poco los toros –“espantosos espectáculos” los llama– y mucho el vino de Chiclana. “Al otro lado de la colina, coronada por una pequeña capilla que ocupa el sitio de una antigua ermita, están las viñas de Chiclana, que producen en los años favorables unas 4.000 botas de un buen vino que encuentra su mercado principal en Jerez, donde se mezcla con las crianzas corrientes. Las pocas muestras que catamos eran todas muy frescas en sabor y poseían cuerpo considerable y aunque invariablemente jóvenes parecían que iban a desarrollar una cierto carácter”. En 1879, cuando el fotógrafo Manuel Morillas, corresponsal de la empresa J. Laurent & Cía, la primera agencia fotográfica de España, tiene que elegir una imagen de la ya ciudad para la “Nouveau Guide du Touriste en Espagne et Portugal. Itinerarie artístique” opta precisamente por una vista general desde la ermita de Santa Ana con esos viñedos en primer plano y al fondo el sanatorio de Brake y la iglesia mayor de San Juan Bautista.

Solo tres años antes, en 1876, recibía Chiclana ese título de “ciudad” y dejaba de ser villa, precisamente por “el desarrollo de su industria y su comercio”, eminentemente vitivinícola. Ese mismo año se registran 2.151 aranzadas (1.015 hectáreas) de viñas. En la “Gaceta agrícola de Ministerio de Fomento”, publicada en diciembre de 1877, se enumeraban las uvas plantadas en Chiclana, Sanlúcar y Chipiona: “Las variedades más usuales son la loca, rey, mogar, perruna, corazón de cabrito, moscatel, beba y tintilla de Rota; y en menor escala la mantúo de Pila, muñeca, melonera, ferra, caño-casa, quebranta-tinajas y perruna de arios”. A continuación, aclara: “Variedades todas blancas, menos la tintilla, la melonera y la ferra, que son negras, y el corazón de cabrito entre negra y morada”. Cita, además, la manzanilla como especialidad de Sanlúcar, que es la misma variedad de la palomina, uva entonces predominante tan solo en Jerez. 

Portada del libro de Vizetelly.

La explosión económica constata el aumento de la superficie del viñedo hasta 3.410 hectáreas en 1883, con una plantación media de 5.000 vides y 55,9 hectolitros por hectárea. Existía entonces un total de 52 bodegas, 109 cosecheros de vinos y mostos, 14 almacenistas de vinos y 6 fabricantes de aguardientes, cifras que resaltan el gran peso social y económico de los “agricultores de viñas”. El viñedo y su industria, aunque con fuerte presencia de mosteros y mayetos, constituían más que nunca la base de la economía chiclanera. Ese es el contexto en el que Manuel José Bertemati crea en 1884 la Colonia Agrícola de Campano. En el periódico “El siglo futuro” se afirma entonces de la vendimia de 1890: “En Chiclana se han fabricado 96. 000 hectolitros de vino, pagándose el mosto de 1,50 a 1,75 pesetas arroba”. La ciudad vivía su mayor producción vitícola con 3.725 hectáreas de viñedo en 1892 –15.300 hectáreas en toda la provincia–, lo que supuso la práctica desaparición de las tierras de olivar. Nunca volvió a ser igual. La filoxera puso fin a un modo de vida.

Aquel viñedo a la falda de Santa Ana persistió hasta prácticamente 1960. Como en general también resistió la viticultura como el principal –y único– sustento de Chiclana hasta aquellos años sesenta y setenta. En cincuenta años nada tiene ya que ver, pero en las escasas viñas aún estos días hay vendimia y en las bodegas –la Cooperativa, Collantes, Sanatorio– las prensas “pisan” la uva que será fino de Chiclana, testimonio e historia de esta ciudad. Aún.

Ver en Diario de Cádiz:

viernes, 1 de septiembre de 2017

Memoria silenciosa del saber y de la cultura universal


San Millán de la Cogolla –y su monumental e histórica biblioteca– cumple veinte años como patrimonio de la Humanidad.



JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | VIDA NUEVA

“Es memoria silenciosa del saber y cultura universal”. Nadie mejor que el agustino Pedro Merino (Villar de Torre, La Rioja, 1938), prior del Monasterio de Yuso, para describir la monumental e histórica biblioteca del conjunto monasterial de San Millán de la Cogolla. “Es testigo cualificado del afán cultural benedictino. A los monjes benedictinos, como creadores de este espacio casi sagrado, y a los agustinos recoletos, restauradores y cuidadores desde 1878 –añade–, debe la cultura agradecer tanto esfuerzo gratamente compensado por el interés que suscita y el servicio que sigue prestando a los investigadores del pasado”. La Biblioteca Emilianense, junto a su Archivo, es uno de los mejores testimonios de la riqueza cultural de los monasterios españoles. “No es el número de libros, sino su valor histórico: códices, incunables, ediciones raras y ejemplares casi únicos. Más de la mitad de sus libros están escritos en latín, el lenguaje culto de la época, del que nacerá el romance que al final apellidamos castellano. Por sus libros podemos comprender y valorar la apertura a la cultura y al dialogo con que los benedictinos respondieron a los retos de su tiempo”, explica Merino, prior desde 2011 de Yuso, donde se encuentra la biblioteca tal y como quedó definitivamente amueblada a finales del siglo XVIII: sin luz eléctrica ni calefacción. 

Aunque fue fundado en el s. XI, el monasterio de Yuso –del latín deorsum, que significa “abajo”, para diferenciarlo de Suso, de sursum, “arriba”, la morada del anacoreta San Millán en el siglo VI– fue sometido a notables reconstrucciones y ampliaciones entre el siglo XVI y XVIII; de ahí, esa estampa arquitectónica en la que predomina el estilo renacentista y el barroco. La biblioteca es heredera del famoso scriptorium de Suso, pero también de la historia de ambos cenobios: “Está claro que para adquirir y conservar ese tesoro que encierra la biblioteca, los monjes tuvieron que privarse de otras muchas cosas –relata el prior recoleto–. Para responder como testigos de la luz ante un mundo cambiante y a veces ciego, y también para el mayor esplendor del culto, entendieron que la mejor inversión estaba en rodearse de libros, y así se fue creado su biblioteca monacal. Pobres para sí y en casi todo, menos en cultura: una riqueza que ha pasado como legado de la historia”.

Ambos monasterios –conocidos unitariamente por San Millán de la Cogolla– fueron declarados por la Unesco, en 1997, Patrimonio de la Humanidad. Gracias, sobre todo, al impulso agustino, orden que se hizo cargo en 1878 de Yuso, abandonado en 1835 y presa de saqueos y despojos. Lo cuenta Pedro Merino: “Los agustinos recoletos en 1878 recibieron como legado lo que la prensa del momento calificó como ‘una ruina’, con el compromiso de convertirlo en un ‘monasterio más’. Su tenacidad y resolución hicieron posible lo que en principio se presentaba como una empresa inalcanzable. Mentes privilegiadas como el primer prior Íñigo Narro y el obispo agustino recoleto Toribio Minguella tuvieron claro que entre tantas preocupaciones de primer orden había que dar la primacía a la recuperación del fondo bibliográfico de la biblioteca monacal, cuyos libros cautelosamente habían sido colocados en hogares cercanos al monasterio”.

Facsímil del "Códice 60" o Emilianensis.

Y el empeño dio su fruto casi de inmediato, gracias a la custodia de vecinos y amigos del monasterio, que le devolvieron su tesoro. “Podemos decir que la casi totalidad de los libros catalogados con anterioridad a la exclaustración –confirma el agustino– reposan de nuevo en las viejas estanterías de la biblioteca monacal. Salvo, claro está, los códices que, para mejor cuidado, se llevaron a Madrid, donde siguen esperando el turno de regreso”. Merino se refiere, entre otros, al Códice 60, donde se encuentran las “glosas emilianenses”, las anotaciones manuscritas en romance –el primer testimonio escrito del español– realizadas por un monje del scriptorium de Suso. “Las ‘glosas emilianenses’ son un reclamo ciertamente justificado del monasterio, a pesar de que el códice original no ha sido posible recuperarlo. Bien guardado está en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia. ¿Volverá a su primer hogar emilianense? Al menos nos consuela el saber que la memoria universal lo sigue colo-cando en su lugar de origen”.

En cambio, sí que se conserva en Yuso el Becerro Galicano (s. XII-XIII), una de sus joyas, junto a otro cartulario o tumbo, como también se denomina: el Bulario (s. XIII). Eran libros de pergamino en los que se copiaba a la letra los privilegios y pertenencias de los monasterios de San Millán. Es en el Galicano, donde aparece citado, entre los monjes emilianenses el nombre de Gundisalvus Michaelis de Berceo. Es decir: “Gonzalo de Berceo, primer poeta castellano, sencillo y chispeante para narrar la vida de los santos del entorno emilianense y cantar los milagros de Nuestra Señora, ocupa un lugar privilegiado en este remanso de la historia. La biblioteca, con todo, va más allá. En el scriptorium de Suso se copiaban y confeccionaban códices; además de la producción propia los intercambiaban con otros monasterios y se adquirían los que interesaban a los monjes”. Tres de los treinta y tantos Beatos que se conservan en el mundo pertenecieron con seguridad al monasterio.

Hoy la Bilbioteca Emilianense custodia aproximadamente 11.000 libros anteriores a 1800, de ellos 20 incunables –previos a 1500– y otros 150 ejemplares raros y únicos. “Por suerte no todos los códices salieron del monasterio. Quedan, entre otros, como testigos de primer orden, el Becerro galicano, el Bulario y un Ceremonial del siglo XIV –enumera Merino–. No se contentaban los monjes con obras de contenido religioso: sagrada escritura, teología, moral, santos Padres, liturgia, historia de la iglesia o colecciones de santos. Aparte de los fondos de carácter religioso hay una presencia apreciable de ciencias profanas. De matemáticas y ciencias naturales, de historia universal, especialmente de Europa, de geografía, donde destaca una Geographia de Tolomeo, la Esfera de Sacro Bosco, el Theatrum orbis terrarum de Ortelius y la Cosmosgraphia blaviana. Lugar aparte merece la medicina teórica y práctica con 116 títulos. No hay que olvidarse de los clásicos griegos y latinos”.


Cantorales en San Millán de la Cogolla.

La riqueza y relevancia de sus fondos bibliográficos es evidente: “Otra rareza de la biblioteca es la Biblia Natalis, ‘Adnotaciones et meditationes in evangeliza quae in sacrosanta Misael sacrificio toto anno leguntur’, obra encargada por san Ignacio de Loyola a su compañero Jerónimo Nadal, que fue uno de los mejores maestros en los Ejercicios espirituales. Pensó que los dibujos debían predominar sobre el texto impreso en blanco y negro. Contó con un excelente pintor, Bernardino Passeri, a lo que se unió la pericia de grabadores excelentes, los hermanos Vierx, que culminaron la obra, que consta de 153 láminas. El texto de las anotaciones y meditaciones de Nadal se imprimió aparte en la tipografía Martin Nutius en Amberes. Contamos con la segunda edición de 1595, en la que las láminas se hallan intercaladas con el texto”.

San Millán continúa en el empeño de recuperar su fondo documental y de digitalizar sus tesoros. “Hay mucha documentación que por desgracia no está en el monasterio, sino en la Biblioteca Nacional, que guarda parte de la historia de este monasterio. No perdemos la esperanza de poder disponer un día de esos fondos”, reitera el prior, también patrono y secretario de la Fundación San Millán de la Cogolla. De los existentes en la Biblioteca, no se conforman con restaurarlos, sino también digitalizarlos y ofrecerlos a los investigadores. “Estamos intentando avanzar en la digitalización iniciada, pero reconocemos que es un proceso largo y costoso, para el que es imprescindible ayuda pública o privada. Desde aquí agradecemos todo el apoyo que hasta ahora hemos recibido. Actualmente, gracias a aportaciones de la empresa privada, estamos restaurando obras de valor singular. Poco a poco, pero sin cesar”. Casi doscientas pueden consultarse en la web de la fundación San Millán de la Cogolla. Entre ellas, por ejemplo, el impreso más antiguo, anterior a 1475, el Summa de casibus conscientiae, de Bartolomé Pisano, ejemplar rarísimo y único en España del que solo se conservan cinco ejemplares en el mundo. Un ejemplo de la biblioteca como testimonio del pasado, revitalización del presente y herramienta del futuro.

Ver en VIDA NUEVA. Nº 3.047. Especial de agosto. "Más libros" / Bibliotecas.