domingo, 22 de enero de 2017

TRICENTENARIO TAMBIÉN EN CHICLANA | Laurel y rosas (77)

El profesor Manuel Bustos, impulsor del Tricentenario. Foto: Diario de Cádiz

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

La historia de Chiclana, como la de Cádiz –y toda la Bahía– cambió en 1717. Tan abrupta, tan radical, tan extraordinariamente que todavía somos hijos de aquel año. Tres siglos se cumplen ahora de aquel episodio: el establecimiento en Cádiz de la Casa de Contratación, que regulaba el tráfico de barcos y pasajeros a Indias, y del Consulado de Comerciantes de Indias, hasta entonces en Sevilla. Ello significó no solo el monopolio del comercio con América –que prácticamente ya lo era, desde 1679, como puerto cabeza de flota– sino que, ante todo, otorga a Cádiz y su Bahía esplendor, opulencia, cultura y futuro. Gran parte –por no decir, todo– de lo que Cádiz es hoy viene de ahí. “Hay un antes y un después. Suelo decir que Cádiz es, básicamente, una ciudad del XVIII, que se retoca en el XIX y se deteriora, en parte, en los siglos XX y XXI”, según Manuel Bustos, catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Cádiz y el principal impulsor del Tricentenario. Y también en Chiclana hay un antes y un después. Y no nos enteramos.

Tanto que esta ciudad por la que paseamos –la arquitectura, el trazado barroco y burgués de su centro urbano, sus monumentos– se constituye a partir de entonces. Ni uno solo de los edificios que son “casas inolvidables”, ni una sola de las iglesias tal como la conocemos hoy, por ejemplo, son anteriores a ese 1717. Hasta al punto que, incluso, el primer puente de piedra –de cantería, como se decía entonces, aunque tuvo vida breve– sobre el río Iro se construye al albur de aquel flujo de dinero, de comercio, de nuevos pobladores, de más y más habitantes. A través de ese río, ya se sabe, es por dónde fluye esa burguesía y se fija a su borde, básicamente esa calle de “La Fuente” donde vivían, entre otros, Jerónimo Rabaschiero y Fiesco, regidor Perpetuo Decano de Cádiz. Y sobre la que aún hay mucho por escribir.

Domingo Bohórquez rescató de un legajo una carta de los franciscanos en las que solicitaban fundar un casa conventual –y que no llegó a construirse–, pero que incluye una descripción afortunada sobre la villa y su crecimiento: “Que de veinte años a esta parte ha aumentado mucho la población, como lo testifican las muchas casas que nuevamente se han formado, originando por su buena situación y temperatura, como también lo la cercanía de la ciudad de Cádiz, en donde tanto florece el comercio que ya no puede contener en su recinto la multitud de gente que quiere avecindares”.

Logotipo de la Diputación de Cádiz.

Y esa vecindad, gran parte de ella, viene a Chiclana. “El año que marca el punto de inflexión y partida de recuperación de la villa en todos los órdenes será el de 1717”, escribió Bohórquez. El censo de Campoflorido –precisamente, fechado en ese mismo año de 1717– daba a la villa una población de 1.670 personas. El del Marqués de la Ensenada, ya en 1766, la fija en 7.443 habitantes. La segunda ciudad en población del Ducado de Medina Sidonia, al que aún pertenecía. “El crecimiento de la villa del Iro estuvo vinculado durante la Edad Moderna al de la ciudad de Cádiz –describió hace ya dos décadas Bohórquez–, de la que se convirtió en abastecedora de productos básicos; lugar de recreo, descanso y segundo lugar de residencia y en zona de inversión de la burguesía comercial gaditana. Todo ello explica su desarrollo demográfico y económico”. 

Más recientemente, Jesús D. Romero Montalbán ha señalado, por ejemplo: “Entre estas obras hay que destacar, la construcción de la nueva Iglesia Mayor de San Juan Bautista, la ampliación de la capilla de la Vera-Cruz, la nueva iglesia de San Telmo, etc. Pero quizás sea la nueva capilla de la Señora Santa Ana, por su peculiaridad, una de las construcciones más populares de ese siglo de oro que, por circunstancias de la época, está totalmente ligada a señores principales de la Real Casa de Contratación de Indias”. Romero Montalbán se refiere a José Manjón y su hermano Francisco, que llegó incluso a presidir dicha Casa de Contratación.

“Es el pórtico del gran desarrollo que tiene Cádiz en todos los órdenes”, afirma Manuel Bustos. Y cuando dice Cádiz, Bustos habla de toda la Bahía. Ha escrito –y ha reiterado– lo que benefició a la viña, a la huerta, al desarrollo urbano de Chiclana. Pero Bustos va más allá. No distingue: considera –y cree– en la Bahía como un único territorio que fue “emporio del orbe”, que emergió –llega a decir– como una especie de Manhattan del siglo XVIII y que decayó definitivamente con la independencia de las colonias americanas.

Chiclana forma parte de aquel escenario. Y no solo: creció, formó la ciudad que hoy es –para bien, y para mal– sin discusión. Domingo Bohórquez fijó claramente los cimientos de la verdadera –y honda– significación de aquel siglo XVIII en el trazado urbano y, también, en el espacio monumental, como lo hizo además, si es posible decirlo así, en el espíritu de una ciudad que es parte y testigo de Cádiz. Aún hoy, por supuesto. Y que floreció mucho más de lo que nos imaginamos. Y ha perdido –y no lo sabemos– también más de lo que pensamos. Hay tanto que investigar, tanto que escribir.

Leer en Diario de Cádiz:


domingo, 8 de enero de 2017

CASAS INOLVIDABLES | Laurel y rosas (76)


Los autores del libro "Casas inolvidables" el día de la presentación en la Biblioteca Municipal. Foto: Paco Montiel

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

Hoy ustedes no me van a leer a mi, sino que van a leer a veinte escritores y el libro que han –hemos– escrito al amparo de la editorial Navarro. Veinte autores digo, los diecinueve que firmamos los textos sobre esas “Casas inolvidables de Chiclana” y el vigésimo, Domingo Galán, que firma el prólogo y es, además, quien tuvo la idea de que, por fin, pudiéramos al unísono prestar nuestra humilde escritura a esas casas donde vive la historia de Chiclana. “Las piedras hablan y hay veces que hasta gritan. Están deseando que las escuchemos”, proclama Domingo Galán en su exquisito prólogo. Y así es: “Nos cuentan para qué sirvieron, a quién acogieron e incluso el devenir no solo de sus creadores, sino de las generaciones que sucesivamente fueron los mantenedores que en ocasiones las embellecieron y ensalzaron y en ocasiones las degeneraron y envilecieron. A veces llegaron incluso a destruirlas, derribándolas”.

Diecinueve escritores, diecinueve casas, diecinueve historias que responden cada una a múltiples impulsos: autobiográficos algunos, sentimentales otros, historiográficos los más, literarios unos pocos. “Las piedras hablan y también el amor de sus autores a nuestra querida Chiclana –proclama el prólogo de Galán–. Ellos nos muestran historias interesantísimas, apasionantes y diría hasta curiosas sobre nuestros edificios”. Me gustaría presentarles, al menos, sus relatos, que es como hablarles de diecinueve casas que han convocado el interés de los autores por su arquitectura, por quienes la ocuparon, por qué sucedió entre sus muros, o porque ellos mismos la habitaron en su infancia. Unas son palaciegas incluso, otras humildes, aún habitadas, desaparecidas alguna que otra, pero en muchas pasamos ante sus portones sin imaginar, si quiera, qué misterios, qué sueños, qué negocios, qué amores encierran. Aquí están.

La casa que fue un día el hospital de San Martín, y aún es el colegio del Niño Jesús, por ejemplo, en la que Jesús Antonio Serrano Plazuelo nos habla de su vinculación con la Virgen de los Remedios, con el padre Francisco Fernández Caro, con sus orígenes en el siglo XVI. No es menos fascinante el relato de la casa-palacio del conde de las Cinco Torres en la calle García Gutiérrez –más aún con la narración de Eufrasio Jiménez– y el esplendor de la Chiclana del s. XVIII y el comercio americano. Manolo Meléndez engalana el libro describiendo aquel Casino de la calle de la Vega que hoy es “su” Biblioteca Municipal, con los rostros misteriosos de los arcos del patio y el padre Salado… Lo mismo que Paco Montiel con la narración sobre el actual Ayuntamiento, que fue casa de recreo de Alejandro Risso y antiguo hospicio de San Alejandro, en la que revela la correspondencia –privada y romántica– del alcalde Sebastián Martínez de Pinillos a su esposa y cómo este compró la finca y ordenó la construcción de la casa consistorial.


La casa de Manuel Muñoz Martínez y Agustín Herrero Muñoz en la Corredera Baja –de la que abre las puertas en par en par Concha Herrera– y la casa de la Marquesa de Bertemati que tan bien conoce José Luis Aragón Panés. O esas otras tres familiares, entrañables: las que habitaron Luis Chozas –la de su abuela, conocida como la de los Rivera– en la calle Jesús Nazareno, Carlos Cañizares en la calle de la Plaza –donde hoy se encuentra oficina de Turismo, Recaudación, la Delegación de Fomento o Emsisa– y Antonio Belizón Reina en la calle de La Laja. Los tres hablan en primera persona de sus recuerdos, sus infancias, sus nostalgias.

Y esas casas también fantasmagóricas: la de los duendes en la calle Jardines, junto a la iglesia de San Sebastián, en la que entra Enrique Rojas Guzmán. O también en la que Miguel Ángel Bolaños penetra entre obsolescencia y exorcismos: la casa del Obispo que estuvo en la plaza Mayor. Derribada como la de Paquiro, y en la que Rocío Oliva hace una faena romántica viajando al pasado y hablando con fantasmas. Fantasmas también aparecen en el relato que Jesús Romero hace de la casa Briones, que hoy es el Museo de Chiclana, y en el de Paco López de la fonda del Carmen, hoy autoservicio Los Rosales.

Casas olvidadas y con mucha memoria como la del pintor Eduardo Vasallo, número 14 de la Corredera Alta, que rescata Raquel Sánchez, muy cerca de aquella otra en la que nació García Gutiérrez, y que uno rememora en octosílabos. O esa de las Palomas en la plaza del Retortillo, en la que Pedro A. Quiñones Grimaldi persigue el rastro de propietarios –José Moreno de Mora, la familia Carranza– desde que vivieron en ella Frasquita Larrea y Nicolás Böhl de Faber. Y pone a la casa a hablar con sus convencinas: la que ocupó el obispo Rancés y el almirante Biondi, último capitán general de la Armada. Claro que las piedras hablan. Como las de la Casa Brake a la que sube José Verdugo calle Hormaza arriba o aquella otra de doña Carmen Picazo en la calle Virgen del Carmen, en la que nació y vivió Tomás Gutier. Casas que hace tiempo que merecían un libro y que, si no se lo han regalado en Reyes, tienen que comprar, leer y saborear.