La Feria de San Antonio en la barriada del Carmen. |
JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ
Antes es una palabra que siempre suele evocar la felicidad. Aquella felicidad de cuando éramos niños. Aquella en la que la Feria era un río de gente que cruzaba el Puente Chico y en la calle Paciano del Barco encontraba la dicha en un tiovivo y todo lo que entonces podíamos querer: acaso coche-choques, una tómbola y algún puesto de escopetas donde toda puntería era vana y romper de un disparo un palillo de dientes acaso un milagro. Entonces el mundo acababa en la calle Cervantes. Porque ese era el final de la Feria y del continente, porque más allá solo había marisma. La nada. A los ojos, y el corazón, de un niño no hay recuerdo que pueda superar a aquel tiempo en el que fue feliz. Y aquella Feria en la barriada del Carmen suponía todo lo que uno entonces podía imaginar. Claro que entonces aún soñábamos en blanco y negro, como la televisión. Los que la tenían. El mundo, esta ciudad, esta feria, aún en los años setenta, hasta principios de los ochenta, es inimaginable para quienes nacieron después. Y fue ayer mismo. Era ayer mismo cuando íbamos Paciano del Barco abajo para hacernos una foto toda la familia en un estudio portátil, con una guitarra desafinada y un caballo de cartón, para recordar durante todo el año –y toda la vida– esa feria, sus colores, las luces, las sevillanas y la caseta municipal. Y aquellas otras casetas que encontraban acomodo donde podían: en algún local en obras, un garaje o un almacén, que se transformaba en vino y alegría.
Y el río. Para quienes vivíamos en el Lugar, cruzar el río era la puerta abierta a la Feria, esa feria que un día fue de ganados y compraventas, de negocios que se cerraban con vaso de vino. Desde ese 1836 en el que Chiclana recibió el privilegio de Feria –aunque ya en 1788 ya solicitaron permiso para celebrar una feria anual de Ganado– la celebración ha ido alrededor del día de San Antonio creciendo como la ciudad. Pero esa era otra feria y otra historia en la que habría que hablar de diezmos y un Portalejo que no sabe donde estuvo con exactitud, más allá del entorno de la cuesta del Matadero, que era donde se celebraba. A final de siglo XIX la Feria se inserta en el corazón mismo de la ciudad y se transforma en fiesta popular en la Alameda recién nacida junto al Iro. Y ya nunca se ha despegado del río, ya sea en La Longuera o en Urbisur, en la orilla de La Banda o en la del Lugar. Es cierto que la Feria ha ido con los años desplazándose al contorno de la ciudad, ganando terreno literalmente a la marisma, pero en aquella feria de mi infancia, la del Campo de Fútbol, cercana, entrañable y familiar, el río marcaba, como ahora, la frontera de la felicidad. Un espacio mágico, que por más años que pasen, por más ferias que vengan con su grandilocuencia y su masificación, ya no volverá.
Aún hoy, camino a la Feria, cruzo el mismo Puente Chico, paseo por Paciano del Barco y atravieso aquella feria de mis pocos años, recreándola hasta llegar al ferial, hoy río abajo. Y así la Feria vuelve a ser un espacio simbólico. Siempre lo fue. A diferencia de otras, esta Feria de Chiclana marcaba como pocas en calendario. Fin de curso. Inicio del verano. La playa de La Barrosa reaparecía siempre después de cada feria, antes se diría que desaparecía oculta en la humedad y en el frío. Aunque hubiera –como lo hace hoy– una primavera extraordinaria, a nadie se le ocurría ir a la playa antes de la Feria. Era una de esas delimitaciones sagradas que conviven entre la ciudadanía. Lo mismo que la playa, dicha así, finalizaba con la Virgen de los Remedios y la vendimia. No había un más allá. Ni era necesario. La playa conforma con la Feria esa otra ventana donde miramos al niño que fuimos. De nuevo feliz. Y se acumulan los recuerdos. Primero, el Seat 850, con la baca repleta como si se acabara el mundo. Luego, aquella Barrosa con las casetas de madera, en donde vivíamos julio, agosto, sin volver a pisar Chiclana hasta septiembre, que había que vendimiar y llegaba el colegio. Y esa playa regresa ahora también a la memoria. Nunca supimos realmente lo afortunados que éramos de convivir con aquel paraíso, de tener tan cerca la playa. Y más aún esa playa blanca, interminable. Hasta que aprendimos que sí, que parecía mentira, pero había pueblos, ciudades, provincias sin playa, que era como decir sin verano.
Reiner María Rilke –el poeta que quedó deslumbrado por Ronda– dijo aquello de que “la verdadera patria del hombre está en la infancia”. Quizás sea cierto. O puede que solo sea nostalgia, simple añoranza. Màrius Carol, más recientemente, cree que “es el estrés del porvenir el que hace que veamos la infancia como el baúl de nuestros sueños”. Podría ser. Pero no hay ninguna infancia igual a otra. Cada uno, como el verano, lo vive a su manera. Pero mi patria, pienso, es la inocencia y la felicidad. Mis padres, mis hermanos. La familia. Primos, tíos. Abuelos. La calle donde jugaba. Una playa. Aquella feria. Esta misma feria en la que vuelvo a ser niño otra vez. Pero nunca tan feliz.
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