domingo, 5 de marzo de 2017

SABER AMAR EL CASTILLO DE SANCTI PETRI | Laurel y rosas (79)

Imagen del Castillo de Sancti Petri desde la playa de La Barrosa. Foto: Ayuntamiento de Chiclana-Oficina de Turismo

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

Olas que abatían con tanta rabia que cubría, incluso, la batería de la Avanzada, lluvia inmisericorde, truenos que amenazaban con despertar al mismísimo Hércules, conmoción, hasta terror debió sentir la guarnición del castillo de Sancti Petri hace justamente 150 años. Un temporal furibundo atacó y azotó el islote y la ensenada. Los daños en el castillo, que había sido la llave que protegía la Bahía y ya había venido a menos asentada la paz europea, fueron notables. Pocos días después, el 28 de febrero de 1867, el último capitán de la guarnición, Juan Manuel Lumbrera, “pide a sus superiores la cantidad de 4.070 escudos para poder acometer obras de urgencia en el castillo”, según narra el ingeniero José Martín-Caro. Nunca recibió el dinero, aunque sí la orden de abandonar el castillo. Comenzó la reciente historia del abandono –también– de un edificio que desde mediados del siglo XVI fue construyéndose primero como torreón, después como fuerte, más tarde ampliado a castillo, para la defensa de la ciudad de Cádiz y que había heredado la leyenda del templo de Melqart, del Hércules Gaditano, de Gadir, de Gades y ese “non plus ultra” tanta veces citado. Y aún se esconde bajo la piedra ostiones del islote y el arrecife.

Aposentado en la batería alta, la inmensidad del mar abierto impresiona como debió de hacerlo a los soldados –históricamente, hasta el siglo XVII, la guarnición del castillo era financiada por el Concejo de Chiclana– que desde la garita vigilaban los barcos que navegaban rumbo a Cádiz por si venían piratas o ingleses. Aún hoy se siente esa solitud, ese desamparo, si uno mira al frente y se deja mecer por el ritmo de las olas rompiendo en el arrecife. Ese mismo arrecife por el que los romanos abrieron la calzada que conducía a Gades, y de la que desde aún puede verse, clara, nítida, tan cerca, la ciudad de Cádiz. Una de las visiones más impresionantes –y aún más de noche, con el mar y el corazón en calma– es cuando uno se aposenta en la batería alta, y ve la banda luminosa de una ciudad atracada en medio del océano. Lo mismo, al revés, que desde el castillo de San Sebastián –en la playa de la Caleta– los días claros es perfectamente visible en línea recta el fulgor del castillo de Sancti Petri. 

Imagen aérea del castillo tras su restauración. Foto: Mapama.

Pero el paisaje es también notable, hermoso, si desde la batería circular que da a la punta del Boquerón –seguramente, la más antigua– aquellos soldados aposentados en la garita observaban la marisma y el misterio, el culebreo del caño Sancti Petri, los esteros, el aleteo de las albinas brillando al sol, las avocetas levantando el vuelo, el flamenco pintando de rosa el horizonte. “Su importancia va más allá de los restos monumentales ya que está integrado en un espacio natural de indudable valor”, apunta, y acertadamente, el ingeniero José Martín-Caro, que fue uno de los responsables de la rehabilitación del Ministerio de Medio Ambiente en 2011. El islote –con su castillo y su historia– forma parte del Parque Natural de la Bahía de Cádiz, y da igual si en Chiclana o en San Fernando, su perfil, su estampa, su memoria, forma parte de la identidad de un espacio singular, de un paisaje único, sea contemplado desde Camposoto o la punta del Boquerón, desde Sancti Petri o La Barrosa. Debe ser el icono de Chiclana –y de San Fernando, de Cádiz mismo– porque entre sus muros se respira la historia, la identidad, la cultura, el espíritu, de cuanto somos. De cuanto seguimos siendo.

Ya durante la denominación árabe –según Dikr– en es islote subsistía un castillo, literalmente lo dice, llamado Sancti Petri. “Junto a él había una iglesia muy venerada por los cristianos, comunidad que desaparece por completo en estos años de tierras gaditanas ante la persecursión almohade, pasando el último obispo asidonense a Toledo”, según el relato del catedrático Rafael Sánchez Saus. Aquella abandonada iglesia dedicada a San Pedro era el vestigio religioso y social que en ese siglo XI quedaba de la fascinante historia del templo fenicio de Melqart que los romanos adoptaron como Hércules Gaditano. Pero leyenda o no –que no lo es–, el castillo por sí mismo, con su historia indudable desde que a mediados del siglo XVI el almirante genovés Benedetto Zacaría construyera el actual torreón, es un patrimonio histórico de primer orden, multiplicado por el patrimonio medioambiental y paisajístico. 

Todo esto lo digo, o lo recuerdo, porque la memoria sentimental de muchos chiclaneros está atada al castillo y al verano, a La Barrosa con el castillo abrazando el horizonte, a ese orgullo con el que navegas hacia sus piedras para mostrarlo, para narrar la historia inolvidable de un espacio que acumula la serenidad y la sabiduría de los siglos. Y ahora que la Junta de Andalucía tiene sobre su mesa la concesión de la explotación turística del castillo y el islote tenga en cuenta –al igual que las empresas que aspiran a gestionarlo– qué tiene en sus manos. Y que todos aquellos que aún no lo conocen, vayan, disfruten, lo enseñen porque “saber mirar, es saber amar”, que decían en “Canción de cuna”, la película de José Luis Garci. Y lo que uno ve desde el castillo es nuestra esencia. De ahí venimos.

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