Entrada a la exposición en el Metropolitan Museum of the Arts. Foto: The National Herald |
JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ
En “Desvío a Santiago” (Siruela, 1993), el
gran novelista y viajero Cees Nooteboom escribe: “No se puede demostrar y, sin
embargo, lo creo; en algunos lugares del mundo tu llegada o salida se amplían
de un modo misterioso por las emociones de todos aquellos que han salido o
llegado antes que tú”. El escritor holandés nombra, por ejemplo, la Torre de las
Lágrimas (Schreierstoren) de Ámsterdam o la catedral de Santiago de Compostela,
como dos de esos lugares emocionales donde “quien tenga un alma lo
suficientemente visionaria sentirá una suave resistencia en el aire”. En el
primero flota toda la pena de todos aquellos que se despidieron ante un viaje
del que no sabían si iban a volver. Toda la energía de los peregrinos que
durante un milenio llegan a Santiago se nota en el pórtico de la Gloria tallado
por el maestro Mateo y todos los que siguen tocando –y puliendo– su columna
central día a día. Es la emoción del fin del camino. Llego a Nueva York y, sí,
de algún modo inexplicable también sopla en su viento helado la emoción –y la
angustia– de todos los que antes desembarcaron en la tierra prometida del siglo
XX: “Es increíble. El puerto y los rascacielos iluminan confundiéndose con las
estrellas, las miles de luces y los ríos de autos ofrecen un espectáculo único
en la tierra. París y Londres son dos pueblecitos si se comparan con esta
Babilonia trepidante y enloquecedora”, escribió Federico García Lorca en 1929
en una carta a sus padres, antes de concluir su libro más extraordinario,
“Poeta en Nueva York”. Lo recoge el profesor Julio Neira en una antología
espléndida: “Geometría y angustia. Poetas españoles en Nueva York” (Fundación
José Manuel Lara, 2012).
Aquí, en Nueva York, tomo conciencia –no sé
si decir, definitiva; la sensación, no es ni mucho nueva: es, de algún modo,
innata– de que también tenemos la fortuna de vivir en un espacio de peregrinaje
y de emoción que tiene en Sancti Petri, en el templo de Melkart, su propio eje
telúrico y el eco de los siglos. Muchos lo hemos sentido –¿verdad Fran Toledo?–
sobre el mismo castillo oteando la costa, imaginando ese templo magníficamente
recreado por Antonio Vela en el Museo de Chiclana. Lo escribo después de
recorrer la magnífica exposición “De Asiria a Iberia. En los albores de la
Época Clásica”, en la segunda planta del Metropolitan Museum of Art. Ahí, entre
las 260 piezas arqueológicas que narran el génesis del mundo tal como lo
concebimos –el desarrollo de la escritura, la navegación y el comercio, entre
otros–, desde los reinados de Asurbanipal II (883–859 a. C.) en Asiria y Salmanasar
III (858–824 a. C.) en Tiro al del mismísimo Midas (740-696 a. C.) en Frigia y Nabucodonosor
(630-562 a. C) en Babilonia. Los fenicios ampliaron el horizonte de Oriente
Próximo con la conquista de Iberia a bordo los llamados "hippoi", por
las cabezas de caballo que lucían en popa y proa. Y sí, llegaron a Iberia,
fundaron Gadir y en el entorno entre el islote de Sancti Petri y la punta del
Boquerón erigieron ese templo dedicado a Melkart, romanizado después en
Hércules, en el que Julio César lloró de humildad ante la estatua de Alejandro
Magno, según narra Suetonio, y el mismísimo Anibal partió para la conquista de
Italia.
Vitrina con las piezas de Sancti Petri |
Dos de las seis estatuillas halladas bajos
las aguas de Sancti Petri –en préstamo por el Museo de Cádiz– sirven de testigo
de aquella magnificencia y de las profundas raíces entre las tradiciones
artísticas y comerciales que se desarrollaron en Oriente Próximo y en todo el
Mediterráneo. La estatuilla de bronce del dios Melkart –ERA Cultura
comercializa para esta campaña de Reyes una extraordinaria réplica tallada por
José Antonio Barberá– y otra de menor tamaño del dios Baal se exhiben en Nueva
York, junto a tres piezas del tesoro del Carambolo hallado en Camas (Sevilla),
además de otras de procedencia ibérica. Seguramente exagero, es probable que no
sea más que un ataque de chovinismo, pero ahí, en las salas “Iris and B. Gerald
Cantor” del mismísimo Metropolitan, pensé con orgullo en Sancti Petri, en el
importante rastro fenicio en Chiclana –hoy gracias al Ayuntamiento incluida en
la Ruta de Ciudades Fenicias– y, también, que de algún modo, sin embargo, aún
no hemos sabido explicar –no ya al turismo, sino a nosotros mismos– que
formamos parte con derecho propio del espacio fundacional del mundo
contemporáneo.
De ahí la importancia singular de la musealización y de la
ampliación de las excavaciones del yacimiento fenicio del cerro del Castillo –una
de las prioridades del delegado de Fomento y Cultura, José Manuel Lechuga– e,
incluso, de un centro de interpretación que, durante todo el año, aborde el
espléndido pasado de Sancti Petri y esa “suave resistencia en el aire”, como
diría Nooteboom, en el futuro “Bosque pesquero”. Porque sí, porque Gadir,
porque Sancti Petri, porque Chiclana, formó parte de ese eje fundacional del
mundo de hoy que iba “De Asiria a Iberia”. Y aún –repito– no hemos sabido cómo presumir
de ello.
http://www.diariodecadiz.es/article/opinion/1929079/asiria/iberia.html