Casi 180 obras procedentes del museo ruso, se instalan durante cuatro meses en la pinacoteca madrileña, entre joyas de oro griegas y pintura del Renacimiento a las vanguardias. Una exposición imprescindible. Este es la entrada de mi artículo publicado en la revista VIDA NUEVA (Núm. 2776. Del 12 al 18 de noviembre de 2011).
A la orilla del río Neva, en San Petersburgo, el Museo del Hermitage es también morada de Dios. En su infinita colección con más de tres millones de piezas expone testimonios del Egipto de los faraones, de las culturas siberianas de Eurasia y del mundo grecorromano, junto a grandes obras maestras de la pintura renacentista, la escultura neoclásica o las vanguardias del siglo XX. “El Hermitage muestra la esencia del mundo”, le gusta decir a Mikhail Piotrovsky, su actual director. En ella –y sobra decir que evidentemente– la belleza de Dios protagoniza buena parte de su fabulosa colección de escultura y pintura italiana, española, flamenca, alemana y francesa entre los siglos XIII a XIX. Las “madonnas” de Leonardo, la Sagrada Familia de Rafael, los Tizianos de la Pasión, los recién nacidos de Lucas Cranach, los Rubens bíblicos, los apóstolados del Creco, las estampas evangélicas de Poussin…
Un soplo de esa majestuosidad llega a Madrid entre las 180 piezas de “El Hermitage en el Prado”, que durante cuatro meses y medio –hasta el 25 de marzo– ofrecerá una poderosa síntesis del papel del museo ruso como “guardián de la cultura y la memoria histórica”, según su propio director. En esa selección de piezas de arqueología, artes decorativas, escultura y pintura que da vida al “pequeño Hermitage” en Madrid –y que comprende más de 2.500 años de historia del arte entre el oro de los nómadas de la estepa (IV a. C.) a la abstracción europea del siglo XX–, está presente la inspiración divina: una notable representación de una veintena de lienzos y tallas firmadas por Durero, Tiziano, El Veronés, Ribera, Rembrandt, El Greco, Poussin, Bernini o Antonio Canova.
San Sebastián curado por las santas mujeres, de Ribera |
Ni con atreverse a colgar en la pinacoteca madrileña la Mujer sentada y la Bebedora de absenta, ambas de Picasso, o dos obras cumbres de la vanguardia abstracta rusa: la Composición VI de Kandinsky y el misterioso Cuadrado negro de Malevich. Junto a ello, ha trasladado a Madrid joyas de la pintura renacentista religiosa como el Descanso en la Huida a Egipto con santa Justina (1529-1530) de Lorenzo Lotto, el magnífico San Sebastián (1576) de Tiziano, la Lamentación sobre el cuerpo de Cristo muerto del Veronés (1576–1580) o Las santas mujeres ante la tumba de Cristo resucitado (1598) del ya manierista Annibale Carracci. Del Barroco español –punta de lanza de casi las doscientas obras de pintura española entre los siglos XVI y XIX en San Petersburgo– presenta uno de los San Pedro y San Pablo (1592) pintados por El Greco y el formidable San Sebastián curado por las santas mujeres (1628) de José de Ribera.
El tañedor de Laud (1598), de Caravaggio |
La presencia sacra se extiende a un carboncillo de Durero –La Virgen con el niño (1514)– y, entre las esculturas, al boceto en terracota de Bernini para el Éxtasis de Santa Teresa (1647) y a una de las obras maestras en mármol de Antonio Canova, la Magdalena penitente (1808-09). Más allá, la presencia pictórica del renacimiento al neoclasicismo se alterna con ejemplos profanos, también obras maestras indudables, como un gran Velázquez de etapa sevillana que Piotrovsky “devuelve” a España: El almuerzo (1617). En torno a él, en un indudable diálogo con la colección permanente del Prado, retratos, paisajes, bodegones de Rubens, Van Dyck, Rembrandt, Frans Hals, Paulus Potter, Willem Kalf o Claudio de Lorena. Destaca, entre ellos, uno de los tesoros del Hermitage, el Tañedor de laúd (1598) de Caravaggio. El espectador tiene la impresión de estar escuchando la melodía y la letra de su canción...
Ver el texto completo en la revista Vida Nueva