El Reina Sofía dedica una gran retrospectiva a la pintora cubista española para romper el olvido ochenta años después de su muerte.
JUAN CARLOS RODRÍGUEZ
Su nombre es María Gutiérrez Blanchard (Santander, 1881-París, 1932). Y cambió para siempre el destino de la pintura simplemente como María Blanchard, ese apellido que le dejó su madre francesa de Biarritz y ascendencia polaca. El Museo Reina Sofía le dedica, 80 años después de su muerte, una retrospectiva que quiere sacarla del olvido y reivindicarla: “Si hay una gran pintora cubista esa es María Blanchard”, afirma María José Salazar, comisaria de la exposición.
El Reina Sofía reúne 74 obras, entre pinturas y dibujos, que recorren en Madrid toda su vida, es decir, desde un primer cubismo de extrema sencillez a otro más complejo y sintético desarrollado en paralelo a Juan Gris. “María Blanchard ha sido, y aún sigue siendo hoy, la gran desconocida del grupo de artistas que consolidaron la renovación artística de principios del siglo XX", insiste Salazar.
"Pese al tiempo transcurrido, una serie de hechos ajenos a su devenir artístico hicieron que su vida fuera relatada con grandes lagunas y enormes contradicciones y su obra permaneciera en un segundo plano respecto a sus coetáneos y amigos de la vanguardia –añade–. Sin embargo, Blanchard igualó y, en algunos casos, los superó, especialmente por su personal manera de entender y sentir el cubismo, que se distingue por su rigor formal, su austeridad y el dominio del color”.
En busca de la belleza
María Blanchard vivió toda su vida buscando la belleza –su vida estuvo marcada por la deformidad, la cifoescoliosis que padeció desde su nacimiento– y, especialmente, desde 1927 muy cerca de Dios, en una etapa de misticismo, de espiritualidad y de realismo, en la que la figuración que había estado en su origen regresa a su pintura marcada por un hondo catolicismo.
Blanchard, al fondo, con J. Rivière |
“Su deformidad corporal parece haber sido para ella un motivo de incesante sufrimiento. Se vio siempre excluida de todas las formas normales de la vida, y sólo en muy escasa medida supo hallar un sustitutivo en su arte o, hacia el fin de su vida, en la religión”, según el crítico y poeta Gabriel Ferrater dejó escrito en su libro Sobre la pintura (Seix Barral, 1981).
“Se adentra en esta nueva etapa con un modo de expresión propio, sirviéndose de la figura humana como legataria de sus propias vivencias interiores”, añade Salazar, comisaria de la exposición y conservadora del Reina Sofía. “Es éste un periodo muy interesante –continúa–, con un punto de inflexión en 1927, que redunda en una iconografía más sensible, melancólica, y poética, en la que por debajo de la técnica, el color y el dibujo, subyace un profundo sentido de la realidad”.
Ahí es donde se comprende la descripción que de ella hace Ramón Gómez de la Serna, incluida en su libro Pintores íntegros: “El alma de María era, sin embargo, tan española que necesitaba llenar de misticismo su bóveda románica y después de su éxito sentía que le quedaba íntegro y sin solución el gran espacio de un alma religiosa, entre ermita e iglesia en las afueras de la pintura”.
La comulgante (1914-20) |
Tan a las afueras que, como explicó Ferrater, Blanchard decide abandonar los pinceles por sus “escrúpulos de conciencia” para dedicarse a los más necesitados. Su confesor en París, el padre Alterman, la convence de que la pintura no contradice a Dios. Y Blanchard, que nunca gozó de una sólida posición económica, siguió pintando aunque su arte giró a ese realismo tan palpable de sus últimos años, lleno de patestismo, que ya había intuido en una de sus primeras obras maestras, La comulgante (1914-1920), puente entre sus dos etapas figurativas y causa del gran éxito que obtuvo en el 32º Salon des Indépendants, celebrado en París en 1921.
La filiación católica que experimenta Blanchard –que provenía de una familia abiertamente atea–, la sitúa Ferrater ya en 1925. “El caso es que, poco antes o poco después de su conversión, entró la pintora en estrecha relación con la familia del escritor Jacques Rivière —ya muerto entonces, según escribe Ferrater—, a cuya hija dio lecciones de pintura. En aquel ambiente de escritores católicos, la religión fue convirtiéndose en el centro de su vida espiritual” [...].
En el nº 2.821 de Vida Nueva. María Blanchard, la vanguardia de Dios, íntegro solo para suscriptores