JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Entre 1615 y 1621, es decir, entre los 15 y 21 años, antes de dejar su Holanda natal para partir hacia Italia, Anton Van Dyck (Amberes, 1599-Londres, 1641) pintó, al menos, unas 160 obras, “muchas de ellas de gran tamaño y ambición creativa”, según Alejandro Vergara, jefe de Conservación de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte (hasta 1700) del Museo Nacional del Prado.
Es decir, “ya tenía tras de sí una obra que a otros artistas les habría ocupado toda su vida”, añade Vergara, que comisaría junto a Friso Lammertse, conservador del Boijmans van Beuningen Museum de Rotterdam, El joven Van Dyck (20 de noviembre de 2012–3 de marzo de 2013), una de las mayores exposiciones del genio de la pintura flamenca organizadas en todo el mundo, y la primera que se le dedica en nuestro país.
La muestra reúne en el Museo del Prado 52 pinturas y 40 dibujos de esos seis años prolíficos en los que desplegó su enorme talento. “Un conjunto que evidenciará su precocidad, manifestada no solo en su gran productividad, sino en la calidad de sus obras. Incluso de no haber pintado más que los cuadros de esta etapa temprana, Van Dyck ocuparía también su sitio como uno de los pintores más importantes del siglo XVII”, sigue afirmando Vergara.
Como Rubens, que le acogió en su taller de Amberes tras abandonar a Van Balen, su primer maestro. Aunque la primera prueba documental de la colaboración entre Rubens y Van Dyck es tardía y data de 1620. La historia la narran Vergara y Lammertse: “El 29 de marzo de ese año, Rubens firmó un contrato para pintar el techo de la iglesia de los jesuitas de Amberes (la obra desaparecería en un incendio en el siglo XVIII). En el contrato se estipulaba que los diseños de Rubens serían realizados a gran escala por el propio Rubens y por ‘Van Dyck junto con otros discípulos’. (…) El hecho de que Van Dyck fuera el único ayudante citado en el contrato indica que había adquirido un estatus especial y una cierta independencia”.
Autorretrato (1615) |
La temática religiosa de esa primera obra que realizaría codo a codo con su maestro no es accesoria. De hecho, cuando Van Dyck abandona Amberes, primero hacia Londres y luego hacia Roma, le deja en agradecimiento a Rubens, al menos, nueve lienzos, casi todos variaciones de otros similares de intensa vocación católica.
Entre ellos destacan cinco: San Esteban, San Martín, San Jerónimo, La Coronación de espinas y El Prendimiento de Cristo, uno de los cuadros estrellas de la colección del Prado.
“En sus cartas se muestra como un cortesano frívolo pero, en realidad, era un católico fervoroso, como se ve en los temas que escoge para sus obras y en la manera como los aborda”, explica Matías Díaz Padrón, exconservador del Prado y uno de los mayores expertos en pintura flamenca.
Díaz Padrón es el autor de Van Dyck en España (Prensa Ibérica), una exquisita monografía publicada en dos volúmenes: “Por la gente que escribe sobre él, se le ve como un genio fácil, un artista de una familia de cierto nivel económico. Elegante, de buenas maneras, sabe que es valioso. No es soberbio, pero sí está satisfecho de sí mismo, algo engreído. El Cardenal Infante lo califica de ‘loco rematado’, pero lo dice con simpatía. Un divo, lo llamaríamos ahora, culto y consciente de su cotización y su valor. Es un niño prodigio que desde los 15 años ya despunta. Rubens, su maestro, le ayuda y quiere enviarlo a Italia, y en su estudio conserva hasta su muerte un conjunto de obras de juventud muy valiosas”.
Vocación religiosa
Van Dyck pintó en su juventud numerosos cuadros de historia de gran formato, casi todos ellos de asunto religioso, que son los más abundante en la muestra madrileña. “La pintura narrativa o de historia estaba considerada el género más intelectual y noble que podía cultivar un pintor, y para un artista joven y ambicioso era el camino obligado”, narra Vergara en el texto que firma junto a Lammertse en el catálogo, Retrato de Van Dyck como joven artista.
“Van Dyck –sigue– procedía de una familia de fuerte vocación religiosa: uno de sus hermanos se ordenó sacerdote, una de sus hermanas profesó como monja y otras tres fueron beguinas. Más adelante, él mismo ingresaría en una hermandad de Amberes que estaba relacionada con los jesuitas, la Sociedad de solteros”.
Cristo con la cruz a cuesta (1618-20) |
No es casual, como apunta Vergara, que más allá de una razón pictórica hay otra de fe: “La abundancia y el espíritu de sus obras religiosas sugieren que compartía las sólidas convicciones de su familia –explica–. Es posible que su fe y sus contactos con gente de iglesia influyeran en cierto modo en los asuntos que decidió pintar. Pero otro factor importante era la demanda: la producción de Rubens durante la segunda década del siglo XVII pone de manifiesto que en los Países Bajos españoles, en reconstrucción tras firmarse en 1609 la tregua de los Doce Años, había un amplio mercado para las obras de temática religiosa”.
Aún así, la obra de Van Dyck, sobre todo la de madurez, se ha calificado erróneamente de “sensual y frívola” en oposición a la religiosa, desplazada por el prestigio de los retratos. Sin embargo, Díaz Padrón lo ha desmentido una y otra vez y afirma que “su rasgo más característico, y más en la decadencia, fue su adhesión incondicional a la Iglesia Católica”. Y lo es un contexto histórico, como recuerda, alterado por la Contrarreforma y la expansión del protestantismo.
“Hoy reconocemos que Van Dyck –añade– fue más lejos que Rubens en el drama de la Pasión de Cristo y los santos. Tanto por el vigor de la ejecución como por la profunda tristeza de sus almas”.
Retrato de familia (1620-21) |
Van Dyck derrocha autenticidad y fervor en sus primeros años. Uno de los encargos más importantes que recibió en su juventud fue el Cristo con la cruz a cuestas para la iglesia de San Pablo en Amberes, que se puede ver en esta muestra. Pertenece a un ciclo de obras que representan los Misterios del Rosario y en el que participaron en torno a 1618 los mejores artistas de Amberes.
Ese aliento devoto frente al protestantismo lo mantendrá durante toda su vida, y lo convertirá en un pintor muy presente en las colecciones españolas, de los Austrias y de la nobleza. De ahí que el Prado atesore la mayoría de obras del joven Van Dyck, junto a la Gemäldegalerie de Dresde y el Hermitage de San Petersburgo.
Fuerte personalidad
Además de sus grandes alegorías historicistas, Vergara y Lammertse recuerdan, por ejemplo, que “Van Dyck pintó más de una treintena de cuadros de formato relativamente pequeño que representan a Cristo y los apóstoles. En esos Apostolados hay obras muy rubensianas, mientras que otras son más originales”.
Al distanciarse respecto a la dominante figura de Rubens, Van Dyck demostraba su fuerte personalidad. “No menos atrevida es la expresiva utilización de la pincelada, e incluso el gran formato de los cuadros. El mejor ejemplo de su audacia en esta primera etapa es La entrada de Cristo en Jerusalén. La figura del primer plano está tomada de obras de Rubens, como El martirio de san Lorenzo, pero se transforma en una criatura de desmedidas proporciones, pies caricaturescos y expresiva postura. La zona oscura de la izquierda es discordante hasta el punto de que parece inacabada. A pesar de su falta de armonía, la escena está llena de energía. Van Dyck exhibe aquí una virtud que hallamos en muchos de sus cuadros juveniles: despliega en su arte una creatividad sin reservas”.
Van Dyck seguiría evolucionando, pero, según Díaz Padrón, en su arte nunca dejará de estar “la trascendencia divina en mayor dimensión que muchos de sus contemporáneos”.
En el nº 2.825 de Vida Nueva.