Falla y Pemán sobre el castillo de Sancti Petri. Foto: Fundación Manuel de Falla. |
JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ
A finales de 1930, el “ilustre gaditano y eminente compositor” Manuel de Falla se encontraba en Cádiz, donde había dado el 5 de diciembre un concierto benéfico para los más necesitados de la ciudad organizado por el alcalde Ramón de Carranza. Por entonces, ya había comenzado a trabajar sobre la que sería su gran obra póstuma: “La Atlántida”. Y la estancia en su ciudad natal, antes de volver a Granada, la dedicó a “dar paseos por la playa y oír de cerca el rumor de las olas para llevarlo al pentagrama”, según describe un testigo de aquella visita, su amigo Juan J. Viniegra. Sobre todo, pretendía captar el “lenguaje más expresivo del mar” por la playa de La Caleta y el castillo de San Sebastián. Sin embargo, el propio Falla propuso a sus amigos José María Pemán, Álvaro Picardo y Miguel Aramburu que lo acompañaran el día 12 de diciembre a la playa de La Barrosa y a Sancti Petri, en una excursión “en busca del templo de Hércules”, que así tituló después Pemán el artículo en el que contó aquella expedición que culminó sobre el islote de Sancti Petri. “¿Ves ese mar que abarca la tierra de polo a polo? Un tiempo fue el jardín de las Hespérides…”, leyó Falla en el poema épico “La Atlántida”, que en 1876 —el mismo año en el que nació el músico— había publicado mosén Jacinto Verdaguer inspirado precisamente por una visita a Cádiz.
Según el relato de Pemán, Falla pretendía “saturarse del rumor del Océano” porque quería trasladarlo a la partitura. “Prefiero el rumor de las olas mansas de la playa, no el de las rompientes de las escolleras y murallas. Esto último es el diálogo del mar con las piedras. El primero, en cambio, es el monólogo del mar solitario, que empezó con el mundo y terminará con él”. Esto es lo que el propio Falla dijo sobre la playa de La Barrosa, “la perfecta concha azul rodeada de pinos”, según Pemán. La Barrosa fue la primera parada de aquella excursión a al templo de Melqart. Y donde el grupo de amigos celebró “un almuerzo” que tuvo en el menú, por ejemplo, frituras de gambas que comieron en silencio porque el compositor quedó prendado de aquella “música de Dios” que interpretaban las olas en aquel paraíso entonces deshabitado y agreste. Luego fueron al muelle del Consorcio Nacional Almadrabero en Sancti Petri, suponemos que en coche, como habían venido desde Cádiz, aunque las crónicas —las de Pemán y las de Viniegra, entre otras— prescinden de ese dato. Suben todos a un vaporcito “de proa alta y picuda, con un espolón pintado de rojo”, en el que Falla embarcó con las dos evocaciones —un ejemplar de Platón, otro de Verdaguer— sobre el origen mítico de la Atlántida, sobre el Tartessos que Shulten había buscado en Doñana y Falla situaba ahí mismo: en el templo de Hércules.
El castillo en una imagen de 1912. |
“Falla quería pisar el sitio donde estuvo el famoso templo dedicado al héroe de su futuro poema”, afirma Pemán. Este viaje tuvo lugar el 12 de diciembre, como recoge “El Noticiero Gaditano”, en la edición del día siguiente. “Del vaporcito saltamos a un bote. Cruzamos las famosas piedras de ‘Rompetimones’ —“¿sillares del templo?”, se pregunta el escritor— en las que, hace dos años un buzo pescó una estatua de bronce”. Y llegaron al islote. El testimonio de Pemán una evidente vocación literaria: “Contra el crepúsculo, sus peñas tiene un temeroso perfil de ballena muerta. Hay en él un castillo dormido y un faro”, describe. Narra también un episodio que Pemán reescribió en varias ocasiones. Tiene como protagonista, además de Falla, al marinero que los ha llevado en el bote, de quien no da el nombre pero que los deja impresionados: “El Islote no tiene muelle. Hay que encallar el bote en la playa. El botero, con los pies metidos en agua, nos toma del bote con sus brazos, fortalecidos por la magnífica gimnasia del remo, y nos traslada por el aire, como muñequitos, a la arena. Es aquello una escena primitiva y mitológica”, escribió. A continuación cuenta como “el cuerpecillo breve y tembloroso de Falla duda sobre la proa del bote antes de entregarse al jayán”. Entonces, el compositor pregunta ingenuamente: “¿Podrá conmigo?”. Y, relató Pemán, “el botero contesta con este inesperado madrigal: —Maestro, podría con Wagner; no sé si podré con usted”.
Falla al desembarcar en Sancti Petri en 1930. Foto: Fundación Manuel de Falla |
Hay una foto, al menos, que da testimonio de aquel desembarco. Otra en la que Pemán y Falla observan desde la muralla del “viejo fuerte, medio derruido por las embestidas y mordeduras del mar”. Pemán admite no haber visto nunca a Falla con el entusiasmo, el éxtasis de aquel día en la que el compositor cuenta a sus amigos cómo será “La Atlántida” incendiado por las piedras —y la historia— que pisa. Pero también Pemán quiere ser testimonio de lo que considera un viaje de Falla al origen de la creación, a la búsqueda de Dios. No en vano, “La Atlántida”, pese a su contexto mitológico, es el legado religioso y católico de Falla. El “maestro andaluz de las extrañas armonías” se llevó de Sancti Petri —y La Barrosa— la inspiración atlante y la voz de Dios, la música de las olas y la arena que pisó Hércules. Arena fina, dorada y trimilenaria, que cogió del islote y que quiso que depositaran en su tumba de la catedral de Cádiz.
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