JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | VIDA NUEVA
Una biblioteca es la memoria del lector. La huella que va dejando un poeta antes de encontrarse con sus versos. El rastro de una vida: “Para mí literatura y vida van unidas siempre. En este sentido, bien puedo decir que mi biblioteca y mi vida también se hallan fundidas. En ella están los libros de mi juventud, de los días de crecimiento interior y los de la madurez plena. No es una biblioteca ‘de aluvión’ sino que mis libros responden siempre a esa experiencia de ser, de mantenerme en conciencia y en consciencia, en los limites: la literatura como iniciación”. Lo dice un poeta extraordinario, quizás el mayor poeta –o uno de los más deslumbrantes– que hoy luce la literatura española, Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946), premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2016. La biblioteca de Colinas habita los pasillos, el salón, la casa de Salamanca donde vive, escribe y lee: que son distintas caras de un mismo modo de ser.
A esa biblioteca mira Colinas, y afirma: “Está bastante ordenada. Unas veces por temas; otras, por autores. En ocasiones, por géneros literarios. En ella predominan la poesía y lo que yo reconozco como ‘el pensamiento inspirado’: la filosofía, el ensayo, pero que tienden siempre a la iniciación, al afán de trascendencia”. Esa biblioteca, esa casa, crece –caprichosa casualidad, o quizás no– sobre lo que un día fue el convento del Sanctis Spiritus, donde profesó Isabel de Osorio, la monja que pidió a Fray Luis de León que tradujera El cantar de los cantares. Y ahí es donde el poeta ha reunido manantiales de inspiración: “Destacaría en mi biblioteca el apartado y los autores que remiten a la poesía esencial; clásicos, pero también contemporáneos. Poesía con esos poemas que remiten no sólo a un sentir, sino también a un pensar: de Virgilio a Seferis, de Dante a Hölderlin y a Rilke, de Juan Ramón Jiménez a Vicente Aleixandre. También la sección de místicos de Oriente y de Occidente”.
Colinas también tiene, sobre los estantes, en los huecos junto a las puertas que dejan los libros, un reflejo de los escritores que le han marcado. Están colgados los retratos, por supuesto, de Ezra Pound, de Herman Hesse, Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Azorín, Antonio Machado, Pablo García Baena. Y hasta Mircea Eliade y Carl Gustav Jung, “dos pensadores que admiro”, aparecen en esa galería que revela –junto a los libros– la anchura, la amplitud, del poeta que canta: “Ser como olivo o estanque./ Que alguien me tenga en su mano como a un puñado de sal./ O de luz”.
Aunque, en absoluto, se define como bibliófilo, ni nada que se le parezca: “Valoro un libro más por el autor que por la edición”, sostiene. Sin embargo, no faltan libros que irradian su propia luz: “Tengo una primera edición de Campos de Castilla de Antonio Machado. Doblemente importante para mí por dos razones: porque me la regalaron y porque he sido muy fiel a la poesía de este poeta. Aprecio también mucho una segunda edición del Cartujano, aquel libro que Teresa de Ávila recomendaba a sus monjas que siempre estuviera en sus monasterios. También aprecio mucho las Obras completas de Jung y los libros de Mircea Eliade. La Obra completa del Maestro Eckharth, que compré en Italia, los maestros taoístas y confucianos... ¡Son tantos los libros especiales y queridos!”.
Novelas hay pocas, pero imprescindibles: “De novela soy más relector que lector. Me refiero a que en mi biblioteca se encuentran esas novelas de siempre, a las que vuelvo, las que poseen ideas y un fondo humanista. Releo a Cervantes, a Dostoievski, a Stendhal, a Lampedusa...”. Si Lumbres (Universidad de Salamanca y Patrimonio Nacional) es el título de la magnífica antología editada con motivo del Premio Reina Sofía, su biblioteca, más que una casa, es el fuego del hogar, el origen, la infancia, lo sagrado: “Nunca olvidéis esa llamada honda/ del corazón que es manantial,/ la que hoy y ayer os hizo verdaderos” (Del poema La plegaria del que regresa).