El último testimonio de la vanguardia de posguerra, fallecido en Barcelona a los 88 años, buscó siempre en su pintura la trascendencia, la transformación, el misterio simbolizado en una cruz que pintó y repintó constantemente.
Hay quien ha querido reducir a Antoni Tàpies (Barcelona, 1923-2012) a una simple “amarga visión de la existencia”, a una “abstracta expresión trágica” que une vanguardia y tradición, al testimonio de un artista que nos abruma con esa extrema cohabitación de materiales –ropas, telas, tejidos, cartones, periódicos, maderas, tierras, yeso, mármol pulverizado, gruesas capas de pintura– presentes en sus obras. Es mucho más: es trascendencia, es silencio, es naturaleza, es espiritualidad, es mística.
“En mí existe una especie de gusto o sentimiento por lo trascendente”, admitía el pintor que desarrolló una de las trayectorias creativas más ricas e influyentes del arte del siglo XX. Así es.
Tàpies elevó la pintura matérica, el informalismo, a su apoteosis; fue un autodidacta que cultivó la pintura, la escultura, el dibujo, el grabado, la cerámica, los tapices o la reproducción fotomecánica. Siempre en constante renovación, condenado a no repetirse.
El famoso calcetín que colocó en la azote de su fundación |
De ahí que su obra no haya sido nunca complaciente, porque siempre añadía un nuevo punto de vista, un renovado modo de componer y mirar el mundo, para que el observador contemple y reaccione, mire y actúe, observe y sienta. Transformación que también es evidente en el lienzo, donde los materiales se cosen, pegan, sujetan contra toda convención, contra todo uso. Transformación que experimenta en sí misma esa materia que, colgada del cuadro, se degrada, cambia de aspecto, renace. Transformación que simboliza una cruz que pintó una y otra vez.
Transformar la realidad
El objeto artístico de Tàpies –desde sus inicios a finales de los años 40, enrolado en el grupo surrealista de Dau al Set con Modest Cuixart y Joan Brossa, hasta el nacimiento de su pintura matérica en los años 50– siempre fue único: la posibilidad de transformar la realidad.
Inevitable en un Tàpies de origen progresista ya en años de dictadura, pero ese impulso lo mantuvo siempre, aún en democracia, incómodo ante una sociedad que nunca veía más allá del bosque. De ahí que incorporara elementos de la realidad/actualidad a sus obras. Propuesta materializada a lo largo de 60 años en una estética sobria, despojada de todo artificio retórico, reflexiva, meditativa y eficaz en la transmisión de ideas y emociones: que a veces eran de desolación ante la contemplación del mundo, otras de celebración y alegría. [...]
En el nº 2.789 de Vida Nueva. Extracto, texto íntegro para suscriptores
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