Otra vez más, Lorenzo Silva (Madrid, 1966) sorprende. Lo hace con una nueva novela de corte militar, Niños feroces (Editorial Destino), que emerge, ante todo, como una novela-denuncia de “la juventud empujada al campo de batalla” y, a la vez, como un diario de guerra que revela la participación de soldados españoles en las Wehrmacht SS pese a la prohibición de alistamiento que hizo el régimen franquista una vez licenciada la División Azul. Lo hace siguiendo una estructura atrevida entre narradores que se van superponiendo.
Grau y García Vallejo son nombres ficticios de otros tantos ex soldados a cuyos testimonios ha accedido Lázaro, un escritor con el que juega Silva al “otro yo”, a un “me parezco, no lo soy, pero podría serlo”. La novela acaba escribiéndola otro Lázaro, un joven lector y aprendiz, de 23 años, casi 24, que en pleno 2011 acude a un curso de escritura creativa y que el profesor, ese Lázaro escritor consolidado que bien podría ser su padre, le regala. Extraordinaria. Sencilla, ágil, una novela que nunca aparenta en lo que se va a transformar: una mirada sensible y de comprensión de nuestro pasado.
“Todos tenemos una vocación. La mía es escribir –afirma Silva–. Pero esta vocación debe de servir para mejorar la realidad. Y el escritor lo único que puede hacer para ello es contribuir a la concienciay a la comprensión de sus contemporáneos. No puede cambiar el mundo…”. La novela tiene mucho de toma de conciencia y, sobre todo, de esfuerzo por la comprensión del pasado cruel y horripilante que fue la Guerra Civil y la II Guerra Mundial. Si dejáramos hablar a sus propios personajes para que la definieran dirían: “No puedes sentir la muerte rondándote (…) y seguir siendo el mismo” (p. 197). “No hay humano completo sin la noción del horror” (p. 14).
No hace falta ser un niño de 12, 13 años, con un lanzagranadas en Nayaf o en Berlín. Las guerras las han hecho –las hacen aún– “niños feroces” de 17 o 20 años, como su García Vallejo o su amigo Grau. Al final, la recluta siempre se produce entre gente rebosante de energía, con los sentimientos a flor de piel y que puede ser un rebelde o alguien manipulado. Esa viene a ser la historia de García Vallejo, que en el año 41 es casi un borrego que acude con el resto del rebaño a la llamada de la División Azul, y entra porque la propia ferocidad de su juventud le permite ser manipulado. Más tarde se rebelará contra esa autoridad que antes había acatado.
- Y sigue ocurriendo…
- En algún momento hablo de Walter Benjamin, y de cómo corta cualquier relación con su maestro porque firma un planfleto exhortando a la juventud austriaca a alistarse a la I Guerra Mundial. Hace mucho tiempo que se viene haciendo; se hacía en 1915 y se sigue haciendo aún. Muchos de los “voluntarios” que combaten en Irak o Afganistán son “jóvenes feroces” a los que alguien ha convencido con argumentos heroicos. Siempre son los jóvenes los que se convierten en carne de cañón de conflictos e intervenciones que otros deciden por ellos.
- De algún modo, la novela está escrita pensando en un lector joven, como esos voluntarios o como su Lázaro aprendiz…
- Lázaro intenta hacer suya una historia que no le pertenece: ni generacionalmente ni por experiencia vital. Ese acercamiento lo hace como escritor, y es evidente que, al hacerlo, está invitando al lector a compartir su perplejidad. Sí, es verdad que entre los lectores jóvenes he encontrado una especial sintonía con esta narración. Y me ha parecido una experiencia muy interesante, porque tendemos a pensar que el joven tiene poco interés por la memoria histórica y las cosas que pasaron hace 60 años. Era un desafío, en cualquier caso, contárselo de manera que le provocara interés.
- No ha debido ser fácil…
- Para mí era una historia complicada y también elegí un modo arriesgado de contarla. Una novela ambiciosa que, es verdad, ha intentado ser sensible en su formulación. No ha sido fácil. Es una novela que, además, en diferentes momentos históricos lidia con realidades ideológicas tan vidriosas como los fascismos, el comunismo y otras destilaciones del marxismo, el liberalismo… Cuestiones que tienen muchos detractores y, a la vez, defensores acérrimos. Y mi narrador intenta navegar de una manera desapasionada por estos mares tan complicados.
- También es una novela de diálogo, digamos, intergeneracional. Lo promueve, sin duda…
- Lo necesitamos. A mí me produce siempre mucha desazón ver que no haya un verdadero diálogo entre generaciones. A veces por ninguna de las partes. Y pienso que es algo nefasto. He intentado que esta novela sea todo lo contrario. En ella, las personas de más experiencia no solo trasmiten conocimientos, sino que abren el camino a los más jóvenes. Le sucede al Lázaro aprendiz con el maestro…
- Incluso a ese otro Lázaro escritor con el propio García Vallejo. El arrepentimiento final de este justifica toda la novela y facilita el ejercicio de comprensión mútua. ¿Cómo ha convivido con ello?
- Lo que cuento es en cierto modo lo que a mí me han contado. No conseguí conocer personalmente a ningún superviviente de este pequeño grupo de soldados españoles que combatieron en las SS. Sobrevivieron muy pocos, y el último que estaba localizado murió poco antes de que yo comenzara a trabajar en esta novela hace tres años. Sí me llegó, no obstante, que esta gente, cuando se vio en Berlín con los niños en armas y las farolas llenas de ahorcados, vieron que se habían metido en un absurdo. Y dieron un paso atrás como se lee en la novela.
En el nº 2.771 de Vida Nueva. Podrá leerla completamente aquí.