Muere
el hombre, nace el mito. Le está ocurriendo a Carlos Fuentes, que está siendo
parido en México, en Buenos Aires, en Santiago de Chile, en Barcelona, para
que su palabra permanezca en la incertidumbre de cada día. Pienso en él,
lejano, una tarde en Valladolid, en ese corazón de la “Terra nostra”,
convenciendo a quienes estábamos por oírle de que lenguaje e identidad son uno.
De que si hablamos una lengua “impura”, una lengua de mestizajes y migraciones,
de invasores y de invadidos, de árabes, aztecas y cristianos viejos, es porque
“somos” esa misma diversidad, un cruce de vientos, océanos y orillas, ajenos a
toda raíz que conduzca a un sentimiento de nacionalismo, de xenofobia, de expropiación.
Y ese “somos” de Carlos Fuentes comprende a ese ser en expansión que es, detrás
de cualquier frontera, lo hispanohablante, lo indoamericano, lo castellano. Un
Quijote cabalgando en América, un gringo viejo en El Escorial, un Martín Fierro
cruzando Europa, Atahualpa en Nueva York.
Pienso en
aquella tarde, en “Terra nostra” –su novela fundacional y fundamental, con
tanto que ver con su visión del mundo–, en él como antítesis de Artemio Cruz,
en él como Laura Díaz, en su refinada pose, en la bonhomía de un hombre que
creyó en el valor de la palabra, la razón de la música y en la verdad de las
cosas. Si algún día fue aquello que Paz le reprochó –“apologista de tiranos”–
por su simpatía cubana, siempre la supo diferenciar de su rechazo castrista. Porque
Fuentes, como sus novelas, era un pensador obsesionado con todo aquello que
veía más allá de su bigote siempre cano, contra todo lo que hacía que el
“somos” se fuera cada día transformando en una guerra de tús frente a yos, contra
el destino divergente de una América que amaba y vivía, contra todo aquello que
significaba olvidar la memoria y evitar la imaginación. Nunca quiso conformarse
con el mundo como lo veía: soñaba con cambiarlo, escribió para cambiarlo, habló
para cambiarlo.
Quisó
diseccionar México en unas cuantas novelas, vivió el “boom” y encontró su voz
integradora entre “Gabo” y Vargitas, reprobó al Octavio Paz en Adán en Edén como “mezquino cacique
cultural” o lamentó no haberse logrado imbuir de la narrativa póstuma de Roberto
Bolaño. Carlos Fuentes era así: coherente con sus gustos; pertinaz con sus
ideas, nunca evitaba un pulso. A la vez, era un pacificador constante, pero
nunca ofreció la derrota de callarse. Pienso, en su maestría literaria
–temprana, cansada ya en las últimas novelas– y creo, con todo lo dicho, que
tenía aún más valor como pensador de lo contemporáneo, como adalid de la
lengua, como conferenciante espléndido, como intelectual del sentido común.
Como un escritor, culto y honorable, que va por ahí –ahora que nace un mito–
mirando al mundo con timidez, pero describiéndolo con saña. Y viviéndolo con
pasión. Un humanista genuino que escribió: “Nada
está a salvo del destino. Nunca admires al poder, ni odies al enemigo, ni
desprecies al que sufre”.